3
—Venga, sentémonos aquí. Y acércate, Magdalena, que te voy a explicar un secreto al oído.
—Voy.
—Estoy a punto de separarme.
—¿Quééé?
—Baja el tono, por favor, que no quiero que se entere todo el club.
—Pero...
—Para que veas que cada una tiene sus cosas. No quería decírtelo hasta no dar el paso, pero te veo tan hundida que me he decido a confiártelo. No estás sola con tus desgracias, Magdalena.
—No me consuelan las tuyas, Luisa.
—Cuando menos te sentirás acompañada.
—No sospechaba nada; no me habías dicho nada.
—Es algo que me rondaba por la cabeza desde tiempo atrás, pero hace unas semanas me empezó a obsesionar, y anteayer fui a consultar a una abogada.
—¿Y Borja? ¿Y Alfonso?
—Eso es lo peor. Alfonso.
—A punto de cumplir los dieciséis, porque mi Begoña le lleva meses.
—Sí. En diciembre los hace.
—¿Qué va a pasar con él?
—No lo sé. Supongo que irá de una casa a otra, conocerá a nuevos compañeros y compañeras de sus padres, recibirá el doble de regalos y nos repartiremos su tiempo. Le daremos, entre todos, el doble de cariño y atenciones que ahora, pero solo le llegará la mitad.
—Qué triste es lo que dices. Y qué resignada pareces.
—De tanto pensar. Por Alfonso me he contenido, pero por mí ya no lo puedo retrasar más. Estoy más que harta.
—No sabía que Borja y tú tuvieseis problemas.
—Yo tampoco. Quiero decir, no ha habido un problema. Vamos, que no hay nada de particular. Que yo sepa, no me engaña, ni yo a él. No nos gritamos. Ni siquiera discutimos. No mucho, por lo menos. Nada grave. No es alcohólico ni jugador.
—¿Qué ha pasado entonces, Luisa?
—Todo lo demás, Magdalena. Todo eso que se resume en hastío. Esos hábitos insignificantes que se han convertido en eso, en costumbres, pero de las grabadas a fuego, de las que no se cambian. Que no puede cambiar él, y que yo ya he perdido las ganas de intentar cambiarle.
—¿Por ejemplo?
—¿Pedimos unas bebidas, Magdalena? Tengo la boca seca.
—Nos colocarán jerez de garrafa, como siempre.
—Borja no recoge la ropa sucia del suelo cuando se baña. Y usa un masaje insoportable, que no hay manera de que cambie. ¿Sabías que Borja se hurga la nariz? No, claro, cómo lo ibas a saber. Eso solo lo hace en mi presencia. Ni siquiera en la de Alfonso. Tal vez ni cuando está solo. Pero sí cuando está conmigo. Borja tiene la costumbre de leer hasta tarde y de hacerlo en la cama, y le gusta la luz potente.
—En mi caso es al revés, pero Gerardo usa antifaz.
—¿Se lo compraste tú?
—Pues sí.
—Pues a mí nadie me ha comprado ningún protector, ni de la luz, ni de la oscuridad, ni de la soledad. Podría decir que Borja me tiene poco en cuenta. No me consulta los vinos que compra y que bebemos, ni se interesa por mi trabajo, ni modificó ni un minuto sus horarios cuando el invierno pasado estuve dos días con gripe. Podría decir que es un egoísta en la cama. Podría, y me sobrarían los motivos de queja, pero la verdad es que ya no me importa.
—Oye, Luisa, lo lamento de veras. Si puedo hacer algo por ti... Y tenías razón. Después de oírte, mis penas me parecen menos penas. O están más acompañadas, no sé. Hace media hora creía que era difícil encontrar a alguien que estuviera peor que yo, y ahora noto frío con solo pensar en enfrentarme con tu panorama.
—Me alegro de que las cosas te vayan bien con Gerardo.
—No sé si me van bien, Luisa, pero no me las imagino de otro modo. A veces lo pienso, y llego a la conclusión de que ya no quiero a Gerardo como al principio; pero no es que lo quiera menos, sino diferente. Al final me lo resumo diciéndome que es de mi propiedad, en cierto modo como lo podría ser un animal de compañía o un mueble con años. Mira, ya nos traen las copas.
—Ya era hora.
—Pues esto que te digo. Gerardo no se toca las narices y usa un masaje sin perfume, pero, créeme, no me has dicho cosas peores, o sea, minucias más insoportables que las que, para aguantar, he de tragar saliva. No te estoy acusando de endeble, pobre de mí. Cada cual juzga inaguantable lo que le parece, y supongo que es inevitable. Lo que te quiero decir es que una cadena de comportamientos a ti te ha llevado a decir basta, mientras que otra similar a mí me ha llevado a la posesión. Me temo que uno de los efectos de mi situación es que notaría más la falta que la presencia.
—¿Has probado el jerez?
—Lo que te decía: nos han vuelto a estafar con oloroso, y bien vulgar. ¿Sabes? Begoña ya va por su quinto amor serio.
—¡Qué dices!
—Lo que oyes. ¿No dicen que no hay quinto malo? Es reciente. No creo que tenga más de unos días, pero parece que será fuerte. Ya me compadezco.
—Alfonso también está en la época de revolotear de flor en flor. Si se mantuviera la costumbre de apañar matrimonios, los podríamos emparejar: mí Alfonso y tu Begoña. Bien hermosa que les saldría la carnada.
—Todo quedaría en familia, es verdad, pero me parece que a mi hija le gustan de un curso más, por lo menos, y considera niños a los que tienen un día menos que ella. ¿Te lo puedes creer?
—¿Cómo le va a Ignacio?
—Bien, supongo. Ya lo conoces, y no es muy hablador. Se quiere independizar.
—¿Se os casa?
—No, no, pero como ya tiene trabajo, ya quiere techo propio.
—Míralo, qué espabilado. Pero parece que no te alegras por Ignacio.
—En parte sí. Lo que pasa es que a su padre no le gusta nada de lo que hace últimamente, y en casa no tengo otro remedio que defenderlo, para no ponerme del lado de Gerardo; y no porque a veces le falte criterio, sino para que no se envalentone y muela a reproches a su hijo. Vamos, que estoy entre uno y otro, y eso, como te decía hace un rato, cansa.
—Con lo majo que es. ¿Qué se le puede recriminar?
—En palabras de Gerardo y resumiendo: Ignacio ha desperdiciado su talento, ha hecho una carrera que, en su opinión, no merece tal nombre, ha escogido una profesión con la brillantez de la arcilla cocida que, además, es estable como las piedras; y, para rematar, va a empezar una vida independiente sin haber ahorrado ni un maldito céntimo (¿qué podría haber ahorrado hasta ahora, pobre hijo mío?), así que, según Gerardo, su vida material dentro de un año no diferirá de la de dentro de treinta, excepto si forma una familia, en cuyo caso irá a peor. Ni más ni menos.
—Y eso es lo que opina Gerardo.
—Eso es lo que ve y prevé Gerardo, y yo se lo refuto con todo el énfasis que me permite mi menopausia, ya te digo, para pararle los pies y, en la medida de lo posible, para que todo quede entre nosotros dos y no amargue al chico.
—¿Pero?
—Pero ser maestro de escuela es de las pocas profesiones que, como ayer, puede durar toda la vida. Piensa por cuántos trabajos has pasado tú, Luisa, o yo, o nuestros maridos, y eso que tenemos una generación más a la espalda. El escalafón de un maestro es seguir siendo maestro de escuela. A ver, Luisa, ¿tú crees que yo me defiendo con los ordenadores?
—Más que alguno de los que cobran como informáticos en el laboratorio.
—Pues tendrías que ver a Ignacio. No sé cómo describírtelo. Sí, sí que lo sé: no entiendo nada de lo que es capaz de hacer. Lo que ha aprendido lo ha aprendido solo. Los tres años de Magisterio se los sacó con la mano izquierda, mientras que con la derecha se dedicaba a la criptografía.
—¿Criptografía?
—Algo referido a la seguridad y al cifrado de la información. ¿Tú utilizas certificado digital?
—Para pagar impuestos, qué remedio.
—Cosas así. Que uno pueda acceder y el otro no, que tal cosa pueda viajar sin que la mire nadie, y tal.
—Suena muy impresionante, Magdalena, pero ¿estás segura de que eso es mejor que enseñar a niños?
—Con esa misma pregunta he retado a Gerardo infinidad de veces. Sin embargo, no ha evitado que tanto él como yo misma nos hayamos respondido que, si no mejor, sí más lucrativo y más..., no me gusta ni pensarlo, pero más prestigioso, más exclusivo, más ambicioso.
—Ya veo. Como supervisor general del Consejo de Energía Nuclear, como Gerardo, o como jefa de laboratorio de nuestra todopoderosa pequeña multinacional Sanatea.
—Lo dices como si te pareciera cursi o esnob. No me irás a soltar que te resulta indiferente que Alfonso acabe trabajando de albañil o sea un químico brillante como su madre.
—Eso, tú lo has dicho, un químico brillante como su madre, que en vez de ensayar e investigar se dedica a conducir un joven e igualmente bien titulado equipo de comerciales que emplea su tiempo en predicar las bondades de los preparados de Sanatea en círculos hospitalarios y colectivos médicos, donde los galenos suelen tratarnos poco más que como a fastidiosos teleoperadores. Pues mira, Magdalena, no sé qué decirte. Porque, ¿sabes?, cuando hace diez años entré, yo aspiraba a trabajar con la doctora Magdalena Moral, que ya en aquel momento tu prestigio llegaba a la competencia, donde yo me arrastraba. Y pedí trabajo y me lo dieron, y me despedí del anterior. Y me engañaron. Esto no te lo había dicho nunca, por vergüenza. ¿Sabes cuál es la clave de mi carrera, Magdalena? Mi pechuga. El día antes de decidirse mi asignación al Departamento Comercial, y no al Laboratorio, oí unas palabras que intercambiaron Ochoa y Almeida. Mira lo que son las cosas. Tenía que reunirme con ellos en la sala de juntas, que tenía las puertas abiertas, y esos dos prohombres no se recataban en discutir lo que me iban a decir momentos después, y en justificarse mutuamente. Ochoa, tu querido jefe, todavía intentaba romper una lanza a mi favor, recordando que yo había trabajado en Würtel y Sandoz, y que parecía muy cualificada. Incluso llegó a decirle que sería una pena no incorporarme a tu equipo. Estaba convencido de que nos compenetraríamos y que eso redundaría en beneficio del laboratorio. Almeida, mi querido jefe, le vino a responder que mi principal don no estaba en la cabeza, sino un poco más abajo, en mi torso, y que, ante él, los clientes comprarían hasta placebo. Y aquí estamos.
—No sabía...
—Pues ya has descubierto cómo acaba la brillante carrera de la madre de Alfonso, que soy yo. Así que, fríamente, no sé si es mejor que Alfonso se dedique a una cosa que a la otra, y por eso arrugaba la nariz al oír la decepción que sentís por la elección de Ignacio. ¿Quieres otra copita de lo que nos han servido?
—No, gracias, ya tengo bastante. Y se me está haciendo tarde.
—¡Huy!, es verdad. Supongo que mañana nos veremos en el trabajo.
—¿Por qué no nos íbamos a ver?
—No serás la única en la empresa que no ha oído lo que se nos viene encima, ¿verdad?
—No, claro que no. Mañana hablamos.
—Eso, Magdalena. Mañana.