14
—Aquí, ni pides ni pagas. Tú, hoy, pasivo. A ver, Francisco, ¿qué tenéis fuera de la carta?
—Tenemos las primeras habitas de la temporada, al vapor de menta. Sesitos de cordero rebozados al coñac. Corballo y lirio a la brasa o fritos, y...
—¿Qué coño es eso, Francisco?
—Pescados muy finos, don Vicente.
—¿Qué más?
—También tenemos cabrito de día.
—No, Gerardo, no es que lo sacrifiquen al día de nacer, a pesar de que no sería mala idea. Se refiere a que está cocinándose durante un montón de horas. ¿No es así, Francisco?
—Exactamente veinte, don Vicente.
—Bueno, pues decidido. Primero nos traes alguna de esas cursilerías que sacáis de aperitivo. Después las habitas (que estén agua, ¿eh, Francisco?, que si no te las pondré por montera) y seguiremos con ese cabroncillo.
—¿El cabrito de día?
—Eso. El cabroncillo del día.
—¿Los señores van a tomar lo mismo?
—Lo mismo de lo mismo, Francisco. Así nos ahorraremos las comparaciones y los celos. Y las mariconadas de prueba lo mío y déjame catar lo tuyo.
—Muy bien, don Vicente. ¿Para beber?
—Tráete un Único.
—¿Vega Sicilia?
—¿Han sacado otro o qué?
—¿Agua?
—La llevas a la mesa de la punta, que parecen ranas.
—Muchas gracias, don Vicente. Que les aproveche la comida.
—Bueno, Gerardo, si aquí no comes bien, lo que se dice bien, me cambio de nombre.
—No llegaremos a eso. Seguro que estará todo estupendo. Además, siempre me gusta probar un restaurante nuevo.
—Pues mira que yo creía que lo conocías, a pesar de que yo vengo con frecuencia y no habíamos coincidido nunca. Se puede decir que esta mesa siempre la tienen reservada para mí. Que, si te digo la verdad, al final es como ir a comer a la fonda. La carta me la sé de memoria, así que tiro de lo que hacen de más cada día.
—Tengo apetito.
—Mira qué a punto. Aquí tienes las tapas para ir abriendo boca.
—Muy buena pinta.
—Ya puede tenerla, ya. Este Francisco se pasa la mitad de la vida aquí metido, y la otra mitad buscando ingredientes.
—¡Qué jamón!
—Cada semana le envían una paletilla de Truiján. Una vez me explicó que la familia que los cura vive de un encinar y cien marranos negros como el betún. Y vive bien. No te digo más.
—Sabe a poco.
—De postre, o después del postre, te pido más, pero ahora deja sitio a lo que tiene que venir. Bueno, Gerardo, ¿qué tal tu trabajo?
—Ajetreado. Oye, y el vino es terciopelo.
—Ahí me gusta poco variar. Para comer siempre estoy dispuesto a probar esto y lo otro, pero para beber no salgo de media docena de vinos. No hay nada que me reviente más como un caldo que no me llena, o que no pega con lo que trago. Así que ajetreado.
—Más de lo normal. El cierre de...
—¡Ah, sí!, claro, el cierre de Escorihuelo. Pero vamos a ver, ¿está decidido ya o todavía están mareando la perdiz?
—Es que también se cruza la gestión de residuos...
—¡Faltaría más! ¡Qué país! ¿Tú te imaginas una casa donde no haya un cubo de la basura? ¿Cómo es posible que todavía estemos así?
—La sociedad es muy sensible con este asunto...
—La sociedad, la sociedad. Me paso la sociedad por detrás. La sociedad no sabe lo que quiere, ya te lo advertí el otro día.
—A nadie le gusta tener el vertedero al lado.
—¿Me permiten los señores?
—¡Hombre!, las habitas. Tú, Francisco, no te muevas de aquí hasta que haya probado una. O te felicito, o ya puedes ir pensando algo para quitarme el cabreo.
—Con la vista pagan, Vicente. [Este tío me hace sentir violento con el pobre hombre. Será que ese López me ha dejado mal cuerpo.]
—No te felicito, Francisco, que el año pasado casi me caigo de la silla cuando me serviste aquellas con morcilla, que todavía me acuerdo, para que veas, pero no están mal. Nos las vamos a comer, ¿verdad, Gerardo?
—Si parecen de mantequilla, caramba.
—Y que lo digas. Pero a la gente hay que mantenerla en tensión, coño. Si les empiezas a regalar los oídos se creen que son los amos, y yo quiero que sepan que siempre espero más. Y es así mismo. Pero, ahora que no nos oye, sí que se puede decir que están buenas. Hombre, a ver, a mí el plato me parece un poco sencillo. Total, habas hervidas con menta, que eso lo sé hacer hasta yo mismo, y para justificar el precio le endiñan las tiritas de hígado de pato que..., a ver..., mm..., está fresco, sí, templado y fresco. No está mal. Pero ya te digo, es sencillito. Coño, Gerardo, parece que te han gustado.
—Es que hay habas y habas. Normalmente tropiezo con las segundas, así que no es un plato que me pirre, pero estas pasan solas.
—Bueno, hala, pues tómate otro traguito de vino y así ya tienes la boca libre para explicarme cómo están los Petriles.
—¿Hablas en plural, Vicente?
—Son dos, ¿no?
—Eso no es de dominio público.
—Sé un par de cosillas más aparte de las de dominio público, Gerardo. Joder con la puta gelatina. No hay nada que me ponga más negro que encontrarme gelatina o grasilla o lo que cojones sea cerca del pato. Cuando vuelva Francisco tendré que recordárselo. Bueno. ¿Qué pasa con los Petriles?
—[¿Cómo es que López sabía que estaba citado con Patilla? Me he quedado un poco aplatanado, pero, por otro lado, más tranquilo. Como si me hubiera sacado de encima la sensación de amenaza. Mejor afloja con el vino, Gerardo, que acabarás cantando viva el rey.] Así que tú estás al corriente de que hay un nuevo Petril junto al único Petril que oficialmente existe.
—Claro.
—Y sabes de sus usos.
—¿Usos? Desusos, querrás decir. El que funciona es poco más que un vertedero común, joder, que aquí para todo montamos un nacimiento.
—Tanto como común...
—Pero si es que da risa, hombre. Lo de la zona de cubierta móvil es para descojonarse. Pero si eso lo tendría yo en el jardín de mi casa, coño, cualquiera diría.
—Hay algo más que la zona de nave abierta. Hay... Pero, oye, ¿es que lo has visitado alguna vez?
—Vamos, querido Gerardo, vamos a amenizar la espera con el culito que queda de esta botella.
—A este paso veré doble el postre. [Favor por favor, me ha entrado el viejo, y me ha intrigado. Soy así. Un científico. No lo puedo evitar.]
—Como los Petriles, ¿no? Doble, pero uno de los dos es un espejismo. Al final parecemos todos afeminados, cojones. Se manda construir una planta para almacenar lo que de verdad conviene guardar como Dios manda, se construye, se acaba, y dejamos que se pudra por el miedo al qué dirán. Es de locos. Porque...
—Caballeros, con su permiso, cabrito de día.
—¿Todavía te queda un rinconcito, Gerardo?
—El olorcillo invita.
—Que les aproveche, señores. Por cierto, don Vicente, ¿empezamos a preparar su postre?
—La duda ofende, Francisco. Y tráete otra botellita de lo mismo.
—Enseguida se la trae la sumiller, don Vicente.
—¿Adonde iremos a parar, Gerardo? ¿Tú recuerdas de pequeño ir a un restaurante y que tuvieran a un tío, ¡o a una tía!, exclusivamente dedicado a avisarte de si el vino te va a gustar o no? Tú me dirás: «Te puede ayudar a escoger». Pero a escoger ¿el qué? Si yo ya lo tengo más que elegido, y nadie me puede enseñar si un jarabe me sabe bueno o amilanado.
—Ya. [¿Para qué le pueden interesar al tal López los países proveedores de uranio? Sea como sea no tiene nada de malo decírselo. Solo hace falta tomarse la molestia de ojear un par de fuentes. El consejo, la Organización Mundial o la balanza de pagos detallada se lo dicen a cualquiera que sepa leer.]
—Eso sí, ya has visto la que tienen aquí. Yo la dejo hacer y me hago el sumiso (siempre que no se pase de lista, se comprende) porque así, revoloteando por la izquierda y por la derecha, se da la vuelta, se inclina, cierra los ojitos cuando se acerca el vino a los morritos y hasta es gracioso verla escupir. Está como un tren, en una palabra. Cualquier día le pido a Francisco que me sirva un muslito de esa pava. ¿Qué tal el cabroncito?
—De rechupete.
—Lo bordan, esa es la verdad. Lo preparan una o dos veces al mes, y solo en otoño y en invierno, por no sé qué de la consistencia de la carne del animal, pero yo, si engancho el día, ya tengo plato.
—Sublime. [¿Y lo de los niveles de radioactividad de un residuo? Raro. Desde luego, raro. Ahora bien, inocuo. Es lo que marca la ley, casi, y recogido de cualquier libro de texto. Eso lo debe de estudiar Begoña en su bachillerato. Se lo tengo que preguntar.]
—Pareces ensimismado, Gerardo, y no creas que no lo entiendo. Este cabroncillo resucita a un muerto. A mí no me cabe en la cabeza que la carne esté dale que te pego un montón de horas, y esté crujiente por fuera. No me cabe en la cabeza ni aun sabiendo la explicación, porque, claro, se lo pregunté la primera vez a Francisco, que no hay nada que me joda más que no saber qué me meto en la boca, pero no me ayudó mucho. Al final, que si horno, que si tantos grados, que si lo llaman un repente (será aquí, porque no lo había oído nunca en ningún otro sitio), que si es una tradición árabe.
—¿Árabe?
—Sí, y ahí me jodió. No me gustan los moros. A ti supongo que te lo puedo decir con confianza, porque hoy día hay mucho remilgado y fingen escandalizarse. O no lo fingen, que no sé qué es peor. Y si me preguntas por qué, no sabré qué decirte, pero tampoco podría justificar que no me gusta el color rosa o los jerséis de cuello alto. Es así, y basta. ¿De qué estábamos hablando?
—Del cabritillo tostado.
—Eso, sí, árabe. Menos mal que Francisco se las ingenió para tranquilizarme cuando arrugué el ceño, porque, al fin y al cabo, es de la misma opinión que yo en cuanto a esa gentuza, y me recordó que, por ejemplo, «alféizar» es una palabra de origen árabe, y así tantas, y no pasa nada. Es de sabios aprovechar lo bueno, lo poco bueno, de cada pueblo. Y así me trago el cabroncillo más a gusto que Dios.
—Es que dan ganas de rebañar el plato.
—Pues sin manías, ¿eh?, que quien paga manda. Y, mientras untas pan, dime, ¿qué pasa con El Nuevo Petril?
—¿Te puedo hablar en confianza, Vicente? [¿Qué mierda estás diciendo, Gerardo? ¿Hablar con confianza a este arribista hueco?]
—Me afrentas si es de otro modo.
—Daría un ojo de la cara por tenerlo en funcionamiento la semana entrante.
—¿Por qué tantas prisas después de años paralizado?
—Una central está al borde del colapso y necesita urgentemente vaciar sus piscinas. [¿Qué más le vas a decir, Gerardo? ¿Que te gusta la franela para dormir en invierno? ¿Que hace unos meses que vas estreñido? Ya no importa una indiscreción más.] Es la situación absurda que dibujabas antes: tenemos porquería en las manos, un cubo de la basura nuevo y al alcance, y miedo a estrenarlo.
—Bueno, Gerardo, esto merece una pausa. ¿Qué nos traes, Francisco?
—Su postre, don Vicente.
—El cabroncillo estaba bueno, Francisco. Mereces saberlo. ¿No es así, Gerardo?
—Para chuparse los dedos.
—Me alegro de que les haya gustado, caballeros. Confío en que los postres no desmerezcan. ¿Quieren algún vino dulce con la sopa?
—Acabaremos lo que tenemos entre manos, Francisco, gracias. ¿Tiene la sopa todo lo que ha de tener?
—Todo y uno más, como siempre, don Vicente.
—Pues hala, después te lo contaremos.
—No estoy entendiendo nada, Vicente.
—Normal. El postre lo llamo sopa porque parece sopa. Las tres cuartas partes de las veces que vengo, la pido. Destapa la sopera y huele.
—Creía que ya no me cabía nada más, pero tendré que hacer sitio. Huele a trópico, a frescura, a paraíso.
—Muy fina, la descripción. A mí solo me sale que huele de cojones.
—Es una sopa de chocolate, faltaría más.
—Esa es la gracia. Comamos primero. Luego te explico lo de la sopa. Y, mientras, cuéntame lo de tu ojo de la cara y El Nuevo Petril. Decías que urge ponerlo en marcha.
—Sobremanera. Joder con la sopa de chocolate, Vicente. Mira que, a mí, el dulce no me hace ni me dice nada, pero esto está riquísimo.
—¿A que sí? Pero sigue: ¿qué se necesitaría para ponerlo en funcionamiento?
—Personal. Financiación. Rodaje. Firma del ministro. Esconderlo al público o convencerlo de que no había otro remedio. ¿Sigo? [Si lo digo en voz alta, todavía me parece más grave. El favor que me ha brindado López no sé si es eso, un favor, o una puñalada por la espalda. Si Magdalena se enterase...]
—¡Qué país del copón, Gerardo! Tener que tapar el uso de una infraestructura necesaria. Y el Gobierno más preocupado por los titulares que por hacer las cosas bien hechas. ¿Y de quién depende? ¿Del Ministerio de Industria o del de Bienestar? Porque tal como va todo, ya no me extrañaría nada.
—De Industria. Del excelentísimo y burrísimo señor Juan José Negrete. [¿Para qué me ha pedido discreción, ese López? No le voy a decir a Magdalena que he consentido en el envío de un regalo a Beatriz.]
—¡Negrete! Si es que cuando las cosas pueden ir peor, van. ¡Menudo figura! La semana pasada me llamó dos veces, y la que viene no me escapo de comer en el ministerio. ¿Te lo puedes creer, tener que comer en las dependencias de Industria?
—Así que ya lo conoces.
—Nos hemos visto un par de veces y hemos hablado unas cuantas más. El hombre está nervioso porque la ampliación de la A-14 ha de estar a punto antes de las municipales, y la adjudicataria no está cumpliendo. Si es que es normal. Se la dan a temerarios, y luego pasa lo que pasa. La sopa, bien, ¿no?
—Extraordinaria. [López ha sido amable, coño, tengo que admitirlo. Si me olvido de que se ha colado de rondón y que sabe demasiado sobre mí, y mucho más que yo de él, me parecería un pariente lejano bien dispuesto a cuidar de su sobrino segundo, que ese sería yo. ¿Será un benefactor? Como escasean, es fácil tomarlos por sospechosos y hasta por delincuentes. Joder con el vino. Ya no pienso con mucha claridad. Y, aquí, Patilla presumiendo de codearse con el ministro.]
—¿Te pido otra ración de ese jamón del entrante?
—Estoy que reviento, Vicente. No puedo más. [No tiene tanta importancia. Me ha dicho que son unas criollas de plata. Valen menos que una corbata. Está bien empleado el dinero. Y está bien justificado.]
—¿Cafetito y Napoleón?
—Perfecto. Solo lamento perder el sabor de boca de la sopa. Me tienes en vilo con la receta. [Un año ya desde que Beatriz es mi secretaria y...]
—Solo te puedo decir lo que sé, que es lo que hace tiempo me explicó Francisco, al cual considero muy capaz de engatusarme. A mí me dijo que la base es de un cacao especial, mexicano. Según él son pepitas blancas de Tabasco. Suena sugerente, es verdad, pero por el mismo precio nos ha metido una tableta de supermercado. No sé. Además...
—¿Pepitas qué, has dicho?
—Pepitas blancas de Tabasco. Para que veas. A eso le añade una docena de ingredientes fijos, de los que solo le he sonsacado dos: el jengibre y la naranja.
—Pero ¿lo de todo y uno más? [Magdalena, siempre tan suspicaz, se me amoscaría si supiera que he regalado una bagatela a Beatriz para conmemorar el primer año que trabaja conmigo. Es lo suyo.]
—Un desafío que nos traemos Francisco y yo. Para no caer en la rutina, cada vez añade un ingrediente nuevo a los de siempre, y luego nos apostamos un habano que me tiene que encender él mismo si acierto.
—Y hoy, ¿qué tiene de nuevo? [Porque yo ya no me acordaba de que se cumplían doce meses. Es verdad que coincidió con el viaje a Viena, el año pasado. Todavía me acompañó doña Milagros, y eso que era su último servicio antes de jubilarse. Qué cambio con Beatriz.]
—Ni idea, chico; me tendrás que echar una mano.
—Pero yo no puedo comparar, Vicente.
—¿Qué más da? Es para darle el gusto a Francisco. El hombre tiene el detalle de hacérmela ex profeso y yo siempre acabo pagándole el puro. No acierto ni a tiros.
—¿Café, señores?
—Uno para mi amigo y dos para mí. Y dos copas de coñac.
—¿Napoleón?
—Napoleón, claro. Y lo nuevo en la sopa era... ¿qué habíamos dicho, Gerardo?
—Canela. [Me da igual decir canela que curry. Estas comilonas no se pueden hacer a diario.]
—Lo siento, señores, pero hoy era nuez moscada.
—Si es que lo haces a propósito, Francisco, que vaya duelo desigual. Hala, vete a buscar tres Montecristos del cuatro y cerillas largas para encendértelo, que no hay forma de ganarte.
—¿Siempre pides dos cafés, Vicente? [Este año el fin de semana en Viena promete ser más apasionante. Yo creo que Beatriz cederá.]
—El café que hacen aquí es bueno, pero se han apuntado a esa moda de servir una miseria. Parece que te traigan una taza manchada, coño, más que un café. Así que, de buen principio, pido dos. Bueno, Gerardo, vamos a ver. ¿Cómo te podría echar una mano con eso de El Nuevo Petril?
—No veo la forma... [¿A qué me vas a ayudar tú, pedazo de fantasma de marca mayor? Como no sea colocándote un par de barras radioactivas para decorarte el despacho y otro par para hervirte la piscina...]
—Si no consigues el sí del ministro, ¿evitar el no serviría de algo?
—Hombre... [Hombre, ya, de paso, por pedir imposibles, ¿por qué no conseguir que dimita y pongan a alguien competente en su sitio? Son muchos años de diferencia, ya lo sé. Veinte buenos. Beatriz está más en los treinta que en los treinta y cinco. No sé. Tendría que consultar su ficha. Pero no ha pasado nada. Nada grave.] Hombre, eso sería un buen paso adelante, pero me parece más sencillo de decir que de hacer.
—Hasta las más verdes maduran, Gerardo. Por probar no pierdo nada. Y ten en cuenta que ahora estoy en una posición de fuerza. Es él quien me necesita, no yo. Ven, vamos a fumarnos el puro en la terraza, que hoy el día está templado y yo estoy de esta silla hasta los cojones. Necesito un sillón.
—Venga. [A ver dónde me agarro para que no se me note que me ha subido el tinto. Y vaya ojazos que tiene Beatriz.]
—Negrete es un patán, de eso se da cuenta hasta su madre, pero es un tío listo. Percátate de que digo «listo», ¿eh?, no «inteligente», que no sabes lo que me molesta que se confundan los términos. ¿Se trata de verdad de una emergencia, Gerardo?
—Como no he conocido otra. [Nunca había tenido una secretaria tan resultona. Hombre, Magdalena, a su edad, le daba vuelta y media, excepto los ojos, que los de Beatriz son como soles. Y, en cuanto a cabeza, no hay comparación. Magdalena es todo cerebro. Inteligente, que diría este mamarracho que no para de hablar. Beatriz es normalita.]
—Pues yo creo que a Negrete le gustaría vestir el traje de salvador de la patria. Eso le da para renovar su escaño, aunque el Gobierno pierda las siguientes, callar a la oposición y hacer algo de provecho en el cargo, que vaya legislatura lleva. Tantearé el terreno.
—Se podría vestir de ensayo. [Ahora se me acaba de meter en la cabeza la idea de desvestir a Beatriz. ¿Cómo será por dentro?]
—¿Cómo dices?
—Se me acaba de ocurrir que, si se descubriera el traslado, el Ministerio lo podría justificar como estudios de puesta en marcha, pruebas de funcionamiento. Cualquier cosa, menos inauguración.
—Bien pensado, Gerardo. La hiel se traga con miel. Tú puedes afinar el plan, y yo dejo caer la enorme preocupación soterrada de las fuerzas vivas de la sociedad civil, y todo eso, y le sugiero que te convoque para que le presentes la solución. ¿Qué te parece?
—Demasiado bonito para que se cumpla. [Porque López no puede saber que le soy infiel a Magdalena con Beatriz. Ni él, que lo sabe todo, lo puede saber, porque no lo soy. Me gustaría, lo admito, pero no ha pasado nada entre nosotros.]
—Y, ahora, hablemos de ti, mi querido Gerardo.
—¿De mí? [¿Más? Porque cuatro miradas, cuatro roces y lo de hace unos días no significa nada.]
—Tengo planes, Gerardo. Podría decirse que tengo planes para este país.
—Gente como tú es la que hace falta. [No tiene abuela, el tío, pero ya le hago yo el papel. Quería detenerme en la cortesía, pero me he pasado de largo y ahora estoy lamiéndole el culo.]
—Y como tú, Gerardo. Gente que después de comer, y de comer bien, y de beber lo que haga falta, no se va a echar la siesta, sino que con un puro en una mano y un coñac en la otra es capaz de discurrir soluciones para graves problemas nacionales. Esa es la gente que a mí me interesa, y que me interesa que trabaje conmigo.
—Hablabas de planes ambiciosos.
—¿Cuántas centrales nucleares tenemos en el territorio?
—Catorce, contando con Escorihuelo.
—¿De qué edad?
—Entre este año y los diez siguientes, todas cumplirán los cuarenta.
—¿Todas prolongables?
—Diez, seguro. Las otras son de modelo norteamericano, más difícil.
—¿A sesenta?
—A sesenta años. Veinte más para cada una.
—Eso significa el equivalente a la vida de cinco centrales nuevas.
—Veinte por diez, entre cuarenta. Justo.
—En el consejo tendréis un escandallo de actualización.
—Caduco. Me dediqué por mi cuenta a la tarea hace un par o tres de años.
—¿Y qué te salía?
—Unos cincuenta cada una.
—¿Cincuenta? Vamos, Gerardo. La remodelación de una central, a precios de hoy, se está pagando en el extranjero a entre doscientos y trescientos millones.
—Tal vez fueron cuatro años.
—Ya ves el negocio que representa.
—Entre dos y tres mil en diez años.
—Súmale la posibilidad de convencer al personal de sustituir las cuatro que cerrarán por sendas de nueva planta con todas las garantías de la ciencia actual. Suma.
—¿Diez mil?
—Pon quince mil millones en los próximos diez años. Cerrar las que hay que cerrar no es gratis, y tú sabes cómo se comporta la inflación de costes en estas tierras.
—Suena apetitoso. [Ni que lo hubiéramos ensayado. Ya no me acuerdo si el papel se le cayó a ella o a mí, pero nos agachamos los dos a un tiempo para recogerlo. Coño. ¿Perdió el equilibrio a propósito? No creo. Menudos tacones llevaba. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Apartarme y dejar que se estrellara contra el suelo? Cogerla, claro. Algo reflejo. Lo que no comprendo bien fue cómo quedaron sus labios tan cerca de los míos.]
—¿Tú crees que quien dirigiera el tinglado se merecería el 0,1 % de lo que se facturase? ¿Qué opinas?
—Hombre, así, a bote pronto, yo diría que sí.
—Pues echa cuentas.
—Son sencillas.
—Pues ahora te las voy a complicar, hombre, que tú eres entendido en números. Me vas a comparar la cantidad resultante con tu remuneración actual hasta el día que te jubiles. ¿Qué? ¿Vas sumando?
—Son palabras mayores, Vicente. [Joder, ¿cambiar de vida a mi edad? ¿Cambiar de trabajo? ¿Cambiar de ...?]
—Las palabras de Vicente Patilla suelen ser mayores, Gerardo, ya lo comprobarás. No hay cosa que soporte menos que la falsa modestia. Hoy vamos a dejar las cosas aquí. La comida ha sido buena, y lo tratado, sustancioso. Espero haberte convencido de que nos queda mucho de qué hablar. Pronto tendrás noticias mías, Gerardo. Directamente o a través de Cornicabra.
—Iré preparando papeles.
—Y yo al ministro.