16
—¡Esto es chulísimo, Ignacio!
—¿Sí? ¿Te gusta?
—¿Que si me gusta? ¿Por qué no me invitas a vivir contigo?
—Me parece que a nuestros padres no les entusiasmaría la idea, Begoña. ¿Tú qué dices, madre? ¿Se viene Begoña conmigo?
—Mira que te digo que sí, y ya verás la gracia que te hace, ¿eh?
—Di que sí, di que sí, mamá.
—Venga, Begoña, déjalo, que Ignacio solo tiene una cama y tu madre bromeaba. No vamos a perder de vista a nuestros dos hijos al mismo tiempo.
—Ay, papá, qué plasta. Ya verás dentro de un año.
—Dentro de trece meses, hija, y a poco juicio que conserves harás lo imposible por seguir viviendo con nosotros. Y, si no, al tiempo.
—No me lo imaginaba así, Ignacio.
—Muchas escaleras, ¿verdad? Y muy pequeño.
—Sí, pero está bien. Parece que lleves aquí instalado dos años, y no dos días. Se ve limpio y bien conservado. ¿No te parece, Gerardo?
—No te lo discuto. Creía que ya no existían oportunidades así.
—Es que es una ganga. La vista es estupenda. Reconoce que Almonte no es tan feo desde aquí, Gerardo. Azoteas floridas, un campanario y huertas en el horizonte.
—No te olvides de las torres de alta tensión y el ensanche de adefesios a la derecha, madre.
—Déjate, Ignacio, que están lejos. Nosotros, por mucho que vivamos en Carnero, también tenemos que soportar arquitectura de baja estofa.
—Venga, sentaos. Cada silla es diferente. Espero que no os importe.
—¿Qué nos va a importar? Lo que cuenta es que hay para sentarse y que podamos brindar a tu salud.
—Coño, Ignacio, has comprado vino y todo. Y no uno cualquiera. ¿Qué abro, el tuyo o el nuestro?
—Acabarán las dos abiertas, padre. Empieza por la que quieras.
—Mira, papá. Hoy no te quejarás. Ignacio ha preparado una cena de tapas. Tortilla de patatas, morcillas, hojaldres, queso... ¿Qué es esto, Ignacio?
—Arena, lo llaman.
—¿Arena?
—Barriga de atún.
—¡Qué asco!
—¡Begoña!
—No sé la de años que hace que no tomo de eso. Tu madre ya no la compra.
—Es que no la encuentro, Gerardo. ¿Dónde lo has comprado, Ignacio?
—No he comprado nada en Almonte. Todo del mercado Santa Eugenia. Menos las croquetas, que son de la vecina del tercero, y la cazuelita de callos, de la del cuarto. Cuando han sabido que os invitaba, me han insistido en servir comida apetitosa y se han empeñado en que aceptara esos platos.
—Todavía tendrás mejores vecinos que nosotros.
—Parecen buena gente, madre.
—¿Pasas frío, Ignacio?
—¿Tienes frío, madre?
—Qué va, se está bien.
—Es que esto es pequeño y las paredes gruesas, y con la estufa lo caldeo en poco tiempo. ¿Qué tal el queso, padre?
—Fenómeno. ¿Oveja?
—Churra cruda.
—¿Qué, niña? Para ser que te daba asco, vaya castigo le estás dando al atún. ¿Está bueno?
—Es que lo demás engorda, mamá. Y no está mal. Sabe diferente.
—Caramba, Ignacio. Hoy nos estás dando lecciones inmobiliarias y culinarias.
—Y antes de que me salgas con una indirecta, padre, has de saber que hoy me he matriculado en un posgrado de la universidad a distancia, sobre sistemas operativos.
—Me cago en diez, Ignacio, hoy sí que me estás llenando, coño. [Por fin me has hecho caso, joder, de una puta vez, a ver si corriges el rumbo definitivamente.] Menudo notición. [En vez de aceptar ser mantenido, estudiar otra carrera entera a tiempo completo y vivir con nosotros o en el piso de su abuela, una jaula de cuarenta metros y todo a tiempo parcial. Pero menos es nada, y es mucho más de lo que esperaba antes de salir de casa. Supondré que todavía hay esperanza y que Ignacio ha recobrado parte de la cordura.] Me has dado un alegrón, hijo.
—Ya te contaré cómo va, padre. Y tú, madre, no te emociones.
—Es que son muchas cosas de golpe, Ignacio. Te veo un hombre [que solo me faltaría que me sacaras del armario una mujer]. Aprende de tu hermano, Begoña, y sienta la cabeza.
—No me rayes, mamá. Pero, si te empeñas, me voy de casa.
—Me refiero a los estudios, mocosa.
—¡Pero si no suspendo nada! [Que tiene mérito y no sé si durará, con la de cosas que tengo en la cabeza.]
—Pero es verdad que tú puedes mucho más, Begoña.
—¿Tú también Ignacio? Dejadme respirar un poco. ¿Nadie quiere más barriga de esta?
—Para ti toda, hija. Pero apúntate que yo soy el tercero que te recomienda que saques mejores notas.
—¡Papá! Ahora la vais a tomar conmigo, ya lo noto. Pues, para que os enteréis: yo también quiero aprender más.
—¿Qué quieres aprender, Begoña?
—Billar. [Y desde luego no os pienso explicar el puntazo que me marqué con el taco del señor López. Enrique se quedó de pasta de boniato. Yo creo que disfrutó tanto usando el palo nuevo como con la admiración de todos los que había en la sala. Ni que le hubiera regalado una varita mágica, oye. Ahora no tengo más remedio que aprender un poco porque, cuando probé, casi rasgo el tapete.]
—¿Has oído a tu hija, Gerardo? ¿Ha dicho billar? Esta niña me va a matar a pataletas.
—Huy, sí, mamá, cualquiera diría que cada día te traigo un pollo a casa. ¿No queréis que suba las notas? Pues estimuladme. Unas clases de billar y un punto más de media en los próximos exámenes.
—¿Hablas en serio o te estás burlando de nosotros, Begoña?
—Completamente en serio, papá.
—No te entiendo, Begoña, hija.
—Jo, mamá, cualquiera diría que os pido aprender a..., yo qué sé..., a tocar la armónica o a patinar sobre hielo.
—No me hubiera sorprendido tanto.
—Bueno, hija, ya hablaremos tu madre y yo más tarde.
—¿Y adonde irías a aprender, Begoña? ¿A los bajos fondos?
—¡Mamá!
—Déjala, Magdalena. Ya hablaremos.
—Ignacio, enséñame el palomar [y así pierdo de vista un rato a nuestros viejales, que a veces les daría de hostias].
—Eso, Ignacio, llévate a tu hermana y que le dé un poco el aire, que le sentará bien ventilarse. ¿De dónde sacará esas ideas?
—Enseguida subimos nosotros, pero antes déjame disfrutar de la morralla que queda, que vale la pena.
—Os esperamos arriba. [Creo que es mejor no sacar a relucir a López. No les quiero amargar el momento, ni me lo quiero amargar yo. Además parece un asunto olvidado por todos. Mejor. Estoy tan contento con este piso que hasta le hubiera invitado a cenar para agradecerle el soplo.]
—Bueno, Magdalena, ya volvemos a estar solos. Parece que fue ayer cuando estábamos concibiendo a Ignacio...
—¡Gerardo!
—¿Te crees que nos van a oír? Tampoco creo que se escandalizasen por eso.
—Soy yo la que se escandaliza por recordarme los años que han pasado.
—Date cuenta. No tiene remedio. Ayer..., lo que te decía, y hoy en la casa propia de nuestro primogénito. Alquilada, eso sí.
—Espero que hoy te guardes tus latiguillos, Gerardo. No te quejarás de lo que te estás encontrando esta noche.
—No me quejo. Reconozco que hoy Ignacio ha conseguido hacerme casi feliz. Saber que no está tirando el dinero, porque este sitio vale lo que paga [aunque yo no creo que me pudiese acostumbrar a algo tan chiquitín, pero Ignacio es joven y soltero], y que, sobre todo, ha decidido hacerme caso. [Para que te enteres, Magdalena. Tú venga a frenarme, venga a cortarme, venga a defenderlo, pero al final me he llevado el gato al agua. O lo he empezado a mojar, por lo menos.]
—Hacernos caso. [Claro, a mi esposo le falta tiempo para colgarse las medallas y no dejar que nadie se las toque. Pero deberías reconocer, Gerardo, que Ignacio te ha soportado el mismo sonsonete durante años, y se ha hecho el sordo, mientras que apenas ha pasado una semana desde que yo me pronuncié por primera y única vez, y ha dado su brazo a torcer. Qué casualidad.]
—Como quieras. [Sí, joder, después de años llevándome la contraria, restándome autoridad y apoyando la cabezonería de Ignacio, y ahora reclamas la mitad de los laureles. Hoy no tengo ganas de discutir. Aunque me busques, no me vas a encontrar.] El caso es que hoy, por primera vez, lo veo más encarrilado, más maduro. Hasta la cena estaba comestible.
—Desde luego que sí. Ha hecho un esfuerzo. Hoy ha procurado agasajar a sus invitados, no azotarlos con verduras orgánicas y dietas budistas.
—¿Has llegado a probar la morcilla?
—¡Pero si la has acaparado!
—Pues no sabes lo que te has perdido. Buena, lo que se dice buena.
—¡Qué cara más dura tienes! Y Begoña ha salido a ti. Me he quedado sin morcilla y sin arena.
—Mira que descolgarse con el billar...
—Me juego lo que quieras a que a su novio le va el juego.
—Si así fuese, ya le enseñaría el chaval, ¿no? Una bicoca, ayudar a la chica a coger una posturita y otra para golpear la bola.
—Eso demuestra que no está consolidado, sino que es una artimaña de Begoña para hacerlo suyo... Pero ¿qué es esto?
Cualquiera diría que estoy hablando de una felona y no de una criatura de dieciséis años.
—Nos hacemos viejos, Magdalena.
—Sí, pero mi trabajo es más inseguro que el de mi hijo de veintitrés.
—¿Sabes algo más?
—No, en realidad no. Nada concreto aún. [Porque no tengo ganas de contarte mi conversación con Ochoa, que, en resumen, repitió lo que me había advertido Luisa. Van a ajustar la plantilla. Me exigen una selección de entre los miembros del laboratorio. Ni siquiera mi plaza está segura. Nada más y nada menos.]
—Mejor. Mejor que no tengas novedades. Puede que todo acabe diluyéndose con ruido y sin daños. ¿Un poco más de vino? [Dejemos también este asunto, que necesito la cabeza despejada. Entre Rojas, Redondo, Montero y la madre que los parió, estoy hasta la coronilla. Cada cual con sus dolores y aguantando sus velas.]
—Bueno, pon. [El vino que viertes me ha recordado el vino de López. Nadie ha dicho nada. Nadie ha preguntado por él. Nadie parece mortificado ni atemorizado. Ni siquiera yo. ¿Habrá hablado con Gerardo o con los chicos? Me extrañaría. En todo caso disimulan muy bien, y si disimulan es que pocas ganas tienen de hablar. Tenemos. No sé.]
—Te has quedado reconcentrada. [Menos mal que ese López ha desaparecido de nuestras vidas. Al menos, de las de los demás. Solo lamento no haber descubierto de qué palo iba. Si Magdalena, que era la más neurótica, no abre la boca, es porque para ella es un asunto enterrado. No seré yo quien lo resucite.]
—Es el alcohol. Pero tú tampoco estás muy locuaz. [¿Qué diría si Gerardo me preguntase si López me ha llamado? No le podría decir que no. Menos por mentirle que por mentir. Sería ridículo. Pero sería más absurdo aceptarlo. No le iba a responder: «Ah, pues sí, me ha llamado, me ha preguntado un par de cosillas y ha tenido una atención encantadora conmigo».]
—Quebraderos de cabeza. [Porque de Magdalena todavía podría pensar que se lo guarda para evitarme un desvelo, o porque le haya rebajado el nivel de emergencia al buenazo de López; aunque no lo creo. Pero los chicos son lo suficientemente espontáneos como para cantarlo todo.]
—Ya. [Si te crees que voy a lanzarme a preguntar, vas listo. Con lo mío tengo para dar y vender. Así que acabo siguiendo la recomendación del tío ese. «Guarde discreción», me dijo. O algo así. Me estoy volviendo muy obediente, además de vieja. Tendré que comprar unas cortinas nuevas para este piso.]
—Bueno, ¿qué hacemos con Begoña? [Hoy no me he quedado a solas con Beatriz ni un momento, pero me ha parecido que, cuando cruzábamos las miradas, se recogía el pelo tras las orejas para mostrar los pendientes, y sonreía un poquito. También con ella tendré que inventarme una excusa para justificar que no sé cómo son. Encargadas por teléfono, o algo así. Joder, me estoy rodeando de excusas.]
—¿Hacer? ¿De qué?
—Del billar, mujer.
—Así que crees que hablaba en serio.
—Claro.
—Pues le tomas la palabra.
—No te conozco, Magdalena.
—Me está cambiando el cuerpo. Eso incluye el cerebro.
—Contaba con tener que convencerte.
—Pues ya ves. Total, tampoco ha pedido clases de posturas del Kamasutra.
—Ya habrá superado el curso.
—¡Gerardo!
—Es broma, Magdalena. Lo he dicho a propósito para ver hasta dónde habías cambiado. Tranquila. Todavía eres tú misma.
—No sé cómo tomarme lo que me has dicho.
—Bien, mujer, bien.
—¿A qué hora sales mañana?
—Antes de que toquen las siete.
—Te he preparado la maleta de cabina.
—Bien. Muy bien. Estupendo.
—Recuerda guardarte la cuchilla de afeitar y el cepillo de dientes.
—Bueno.
—Con gusto te acompañaría a Viena.
—Solo te perderás dos grupos de trabajo, una comisión y un plenario en cuarenta y ocho horas. Ya te lo regalo.