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—¿Me va a tener mucho más tiempo aquí entretenida, señor López?
—¿Tiene prisa?
—Por las responsabilidades que usted me buscó, o me ayudó a obtener, y sobre las que me ha estado preguntando un buen rato. Me va a amargar el cigarrillo.
—No me diga que vuelve a fumar.
—¿Cómo sabe que es una recaída y no un vicio nuevo?
—¿Desde cuándo?
—Desde anoche. Gracias a usted. Últimamente todo es gracias a usted. Es lo menos que puedo hacer por mí. Concederme alguna indulgencia.
—¿Tan grave fue?
—¿El qué? ¿Ayer, cuando tuvimos el honor de su compañía? Sí, fue muy desagradable, y peor cuando colgó.
—Algo me han dicho sus hijos al respecto, pero...
—Sigue su plan.
—Para eso están los planes. Si la estoy llamando es porque considero que, con más o menos estilo, Begoña e Ignacio han cumplido.
—No sé si alegrarme.
—No le quiero ocultar que ambos han pagado un precio.
—[Había resuelto no rebajarme más, pero esto es inaguantable.] Dígame que están bien, que no les ha hecho ningún daño.
—¿Yo, pobre de mí? ¿Hacerles daño? Las personas tienen las fuerzas suficientes para hacérselo solas; no necesitan mi ayuda. Yo los he dejado tan enteros como estaban antes. Hasta donde yo sé, están (como usted diría) perfectamente.
—Solo quedamos nosotros dos. Mi marido y yo.
—Solo ustedes dos. Son el centro de interés. Por eso le preguntaba cómo habían acabado ustedes.
—[Tirando a matar. Vejándonos. Desnudándonos las vergüenzas delante de los chicos. Olvidando el sentido del ridículo y el mínimo de decencia. Sacándonos los ojos. Culpándonos de todas las culpas. Coincidiendo únicamente en maldecir a López. Y, como si fuese una rito, durmiendo poco más tarde en el mismo catre.] Mal, muy mal. No merece la pena entrar en detalles.
—Pero nada irreparable, espero. ¿Siguen juntos?
—¿Es esta mi paga de hoy? ¿Terapia de pareja? Sí, seguimos juntos, pero no saque conclusiones precipitadas. Estoy chapada a la antigua y mi matrimonio es indestructible. Ni que sea de palabra. Compartimos cama, como cada noche...
—Señora Moral, no hace falta...
—Faltaría más, señor López. Si para que esta conversación sea la última tengo que desvestirme de cuerpo y alma, cuente con que lo haré con fervor. La peor acusación entre nosotros fue usted. Ahí nos enquistamos y cada uno mantuvo la responsabilidad del otro por haber metido al enemigo en casa. ¿No le ofenderá mi sinceridad, verdad, señor López?
—Tal como usted ha observado, un último encuentro admite unas licencias fuera de lo común. Sus intenciones son insultantes, pero lo importante es que se sienta cómoda.
—¿Cómoda? ¿Usted cree que puedo sentirme cómoda después de lo que ha pasado? ¿Qué ha sido de lo que robé para usted?
—Robar, robar... No suena bien. Traslado, puesta en servicio, eliminación, llámelo como quiera, pero no robo. No es un objeto cualquiera que se posea como un mueble. Mírelo así: seres vivos maltratados que esperaban otra oportunidad de dar de sí lo que en sí encierran.
—Está usted enfermo.
—Eso ya está muy visto.
—¿Me puede anticipar hasta qué hora va a durar esto? A las dos tendría que volver a mi despacho.
—Su despacho, claro. Si no hay contratiempos, llegará puntual, no se preocupe. Por mí no quedará. ¿Qué tal su nuevo puesto? ¿Contenta?
—Usted me lo dio y usted me impide disfrutarlo.
—El mérito es suyo en ambos casos. No sea tan derrotista, al menos por trivialidades. Lo malo y lo bueno tienen en común con lo pequeño y lo grande que están muy afectados por la relación. Uno cree que está contemplando el curso de un río enorme hasta que cae en la cuenta de que es afluente de otro mucho mayor. Aquel otro disfruta o se lamenta de lo pequeño de esto o aquello sin pararse a pensar que hasta lo que nos han enseñado que es indivisible lo es.
—[¡Cómo le gusta desbarrar a este hombre!] He apurado la colilla. ¿Lo dejamos aquí o enciendo otro? [¿Cuántas cámaras me estarán enfocando ahora? La de aquí, la de las oficinas de enfrente, la del banco... ¿Me está viendo? Claro que me está viendo...]
—¿Para qué me pregunta, si ya ha empezado con el segundo?
—Me está contemplando. Estoy en desventaja. [No sé cómo es ni cómo se mueve. Cómo se arrastra.]
—No se pierde nada. Bien, ¿le parece que tratemos de lo nuestro?
—No quiero empezar, pero sí deseo acabar. Así que, cuanto antes, mejor.
—Si usted responde, será rápido. Le voy a pedir consejo, precisamente, sobre qué uso dar a ese material...
—¡Quémelo!
—Ya, una reacción previsible. La aprovecharé. Pero ha de ser una opinión más concreta, como enseguida le explicaré. Antes quiero dejarle claro que, a cambio, tal como discutíamos ayer, ni usted ni su familia volverán a oír de mí. Han de cumplir usted y su marido. Eso es todo.
—No me lo repita más. Lo tengo muy claro.
—Vamos allá. Preste atención y espere a que haya acabado. Los bacilos están repartidos en tres partes no iguales. En números fríos: ochenta de cien, diecinueve de cien y el uno de cien restante. Descompensados, como ve, pero con algo en común: pueden ser inutilizados o impelidos. Ahí es donde interviene usted, porque solo se admiten tres combinaciones: una parte difundida, las otras dos neutralizadas.
—¡No le entiendo, y además no le quiero entender! ¡Está usted loco, loco y...!
—Pues decídase. ¿Quiere que hoy sea el último día? En tal caso atienda y no me interrumpa más.
—[He de seguirle la corriente. Cálmate, Magdalena, que creas que entras en su juego... Pero ¿acaso no lo estoy haciendo ya?]
—No necesita lecciones sobre los artilugios. Además, son circuitos muy simples. Una posición excluye físicamente a la otra, y los tres aparatos actúan como un todo. Cuando uno de ellos se sumerge en un fluido preparado para la difusión, los otros dos serán destruidos por temperatura. Quemados, tal como usted reclamaba. Una batería es suficiente para todo. Ahora solo falta que le diga dónde están situados. Si antes de las tres de la tarde no reciben otra orden, un segundo mecanismo, independiente del anterior, liberará los contenidos de los tres recipientes. Se lo digo por si está pensando en negarse a escoger. Si de verdad quiere limitar los efectos, la mejor decisión es tomar una. Escoger. De otra forma, ya le digo, todos esos... seres... completarán su misión en la vida. ¿Qué le parece? ¿A que se podría expresar así?
—¿Qué ha estado haciendo durante toda su vida, señor López? ¿Cómo ha esperado tanto a ser tan malvado?
—¿De verdad le interesa? Por observación, reflexión y hartazgo.
—¿Qué les ha pedido a mis hijos?
—Eso no viene al caso. Ya le he dicho antes que ellos están bien, si eso es lo que le da miedo. Begoña ha quedado hasta contenta, y su hijo Ignacio puede que algo consternado, pero sano, salvo y trabajando. La vida, para ellos dos, sigue. No nos podemos eternizar, señora Moral. Ya le he dicho bastante. Solo queda escoger el lugar de apertura de una de las partes: el polideportivo Arenal...
—¡No!
—Sí. Se está celebrando un partido de no sé qué. Tengo entendido que son aficionados, pero con la entrada gratuita ya se sabe qué sencillo es llenar. En segundo lugar, la depuradora Norte, y en...
—¡No puede ser!
—No podemos negociar cada lugar. Son inamovibles. Y no puede hacer tantos aspavientos. Está usted en la vía pública. Pero si se refería a que el agua no es el mejor vehículo para nuestros colaboradores, tiene razón. Sin embargo, la vida está llena de experimentos. El tercer nido está situado en el colegio Vitura.
—¿Vitura? ¡Pero si es el de Ignacio, en Almonte!
—Es verdad, ha dado en el clavo. En este caso, igual que en el pabellón Arenal, he previsto como medios de locomoción las canalizaciones de aire. Hoy día todo se hace así, y es más fácil...
—¡Basta! Por favor, no lo haga. [Está mintiendo. Es imposible que sea verdad. Tengo que detenerle. Tengo que impedir que lo haga.]
—Señora Moral, es su turno. Escoja.
—No me haga esto, se lo ruego. ¿Se da cuenta de la cantidad de inocentes que pueden morir? El contagio se descontrolará, no está comercializada la cura y...
—¿Inocentes? ¿Inocentes de qué? ¿De ser seres humanos? No, señora, de eso son culpables, definitivamente culpables.
—¿Eso es suficiente para atacarlos?
—Atacarlos, dice usted... No, no se equivoque. Las plagas se controlan, se exterminan, si cabe, pero no se atacan. Hablemos con propiedad.
—Me da usted asco.
—Es muy libre de sentir lo que le plazca, pero eso no detiene el reloj.
—¿Me está obligando a decidir quién muere? ¿Quién muere primero?
—Le estoy pidiendo que elija un lugar.
—¡Donde esté la menor parte! ¡Ese uno por ciento! [¿Ilusa de mí? Sé cuál será la respuesta, pero también necesito tiempo. Dios, ¿dónde estás? ¿No ves que te necesito? Fulmínalo, joder, fulmínalo.]
—No me tome por idiota. Opte. Tal vez acierte con la dosis que me pide. Ni siquiera yo se lo puedo decir. Los tres recipientes son idénticos, y fueron desordenados a conciencia antes de distribuirlos, así que no hay nadie que sepa cuál de los tres alberga el grueso y cuál la muestra.
—No le puedo seguir... No concibo tanta maldad, tanto odio... ¿Por qué? [Si cojo el coche... Si consigo convencer a las autoridades... ¿A qué autoridades...? Si es verdad que al menos dispongo de una hora...]
—Repetir la pregunta no lleva a ningún sitio. ¿Quiere escoger de una vez?
—[He de decidirme. Eso me dará margen hasta las tres... Da lo mismo cuál. Pabellón, depuradora... o Ignacio. Maldito, maldito seas, López. ¿Y si no llego a tiempo? ¿Y si no me creen? ¿Cuál de los tres es menos terrible? El ásara, suspendido en el aire, es incontrolable. Al cabo de cuarenta y ocho horas puede haber llegado a las fronteras. Y no puedo escoger a Ignacio, al colegio de Ignacio. No se hicieron pruebas de la resistencia de los bacilos al agua... Según la fase de depuración en la que sean liberados... No sé, no sé qué es menos malo...]
—Tiene cinco segundos. Si no, cuelgo. Todos los especímenes se difundirán, en los tres sitios. Y ya la llamaré otro día. A todos ustedes. Uno, dos, tres, cuatro y...
—¡La depuradora!
—¿La depuradora?
—Sí, la depuradora, la depuradora.
—Me está diciendo que, en estas circunstancias, prefiere la difusión de las esporas en la depuradora Norte.
—¿También se ha vuelto sordo? Me acercaré a una cámara para que me pueda leer los labios. Sí, la depuradora Norte. Contamine ese lugar y dé una pausa a los otros dos. Total... [Total, poco importa por dónde empiece... No habrá tiempo de poner en servicio la pentabutamina]. ¿Nos quiere ver a todos muertos?
—Dicho así... Dejémoslo en que estoy experimentando. Usted, que tiene experiencia en un laboratorio, sabe que unos animales dan más pena que otros a la hora de ser sacrificados... o de ser torturados. Algo así es para mí el ser humano.
—[Tal vez si me acerco al despacho de Gerardo... Sus relaciones con los que pueden parar esto... No sé qué policía puede salvar a medio país en medio día... Si vamos los dos es más fácil que nos crean. Los dos no nos vamos a volver locos al mismo tiempo... De camino llamaré a Ignacio y a Begoña... Tomar el primer avión hacia cualquier sitio... Lejos, bien lejos...]
—Ha sido un placer conocerla, señora Moral. Aquí nos despedimos. Supongo que le satisfará saber que esta es la última vez que hablamos. Dos advertencias finales y la dejaré. La primera es que lo inevitable es, de verdad, inevitable. No se haga mala sangre intentando corregir lo irremediable. La segunda le servirá si no hace caso del primero: Ignacio, con su curso, ha salido de excursión. No está en Almonte. Dentro de unos minutos iniciarán una visita guiada a la depuradora Norte.