18

—¡Ignacio!

—Lucía, pero qué guapa estás. [Pero qué buena que estás, Lucía.]

—¡Aquí, Matías!

—Así que ya tiene nombre.

Matías. ¿Te gusta? Y ahora mismo, antes de que nos enseñes esto tan cuco, me vas a explicar cómo lo supiste.

—Que supe, ¿qué? [Tocará hacerse el longuis para añadir un poco de salsa. Salsa y alcohol para olvidar.]

—Hombre, pues que quería un cachorro.

—Intuición masculina.

—¡Siéntate, Matías! Es travieso como uno que se llama Abel, uno muy rubito y chiquitín que tengo en la clase. ¿Sabes quién te quiero decir?

—¿Uno que se queda a comer y no come?

—Ese. Lo tienes fichado.

—Cuando me toca comedor, ya tiemblo. No para ni atado.

¡Matías, calla! Pues Matías igual, oye, pero estoy chiflada con él. Pero ¿cómo sabías que, además, estaba prendada de los fox terrier?

—Intuición de viejo. [La de López, claro.]

—Venga, en serio. Es que no me explico... ¡Matías! ¡Aquí, Matías! Es que no me lo explico. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Casualidad, Lucía. Me concentré intensamente para adivinar un regalo que te arrastrara hasta aquí. Llegué a la conclusión de que nada mejor para tirar de ti que un perro. En ese momento, además, estaba fregando los platos, así que se me ocurrió un perro de aguas. [Vaya colección de estupideces. Espero que tapen la verdad. Que...] Vendí mi alma al diablo.

—Pues casi me lo creo, ¿sabes?, porque me he devanado los sesos tratando de recordar si se me escapó, o si hablé en sueños, pero todavía no hemos pasado juntos una noche entera...

—Eso es completamente cierto [y completamente injusto].

—Mira qué llevo... Oye, que te lo has ganado en un momento, fíjate, mi Matías en tu regazo y tranquilito. Eso todavía no he aprendido a hacerlo. Seguro que tú lo tuviste una semana contigo para que te reconociera al llegar...

—Qué va. Directo de la tienda...

—Lo que te decía. Mira qué llevo en el bolso.

—Un cepillo...

—De dientes, sí, por si tú no tenías dos. Hoy pienso estrenarlo todo, chaval, hasta el despertador, que mañana es domingo, pero lo pondremos a las ocho y nos quedaremos un rato más.

—Caramba, no esperaba...

—A lo mejor no quieres, o te va mal... [No me jodas, Ignacio, ahora que me estoy enamorando yo, no me digas que no.]

—¿Qué lado de la cama?

—Izquierdo, pese a quien pese.

—Me conformaré. [Cagondiós con el perrillo. Es la poción mágica para seducir a mi Lucía.]

—Bueno, venga, enséñame todo esto.

—Acabaremos enseguida. Estás sentada en el salón, que también es comedor y, ¿ves ahí?, cocina; y, como la puerta de entrada queda a mano, también es recibidor.

—¡Pero si esto es monísimo! No, no, tú no te muevas, que Matías está en el Cielo contigo. A ver..., ¿qué tenemos para cenar? Esto tiene una pinta estupenda.

—Eso que contemplas es el plato de Matías.

¿Queeé?

—Picaste, reina. Es pisto, a la manera del sur. Para el perro he comprado lo más apetitoso que he encontrado, para que te obligue a volver.

—¿Qué tienes en el horno?

—Sorpresa. No retires el trapo del vidrio. [Menos mal que López me aconsejó hasta en qué no hacerle caso. El plato preferido de Lucía, por lo visto, es el besugo al horno. Estaba dispuesto a hacerlo, pero eso ya habría sido demasiado.]

—No me puedo aguantar. [Por favor, que no sea carne. Si es carne, me estoy equivocando]. ¡Pescado! Oye, pero esto es una dorada.

—No me digas que no te gusta.

—¡Me encanta! Casi tanto como el besugo.

—¡Qué mala suerte! Me ofrecieron los dos y, mira, me pareció el ojo más fresco, pero ya lo sé para otra vez.

—Mejor, Ignacio, mejor. Un fox terrier y un besugo en el mismo día y empezaría a sospechar algo malo.

—Poderes sobrenaturales. [Los que da la impresión de tener López.]

—¿No habrás hablado con mi madre? [Dime que no.]

—¿Con tu madre? No he tenido el gusto.

—¿A qué hora acaba el pez?

—Diez minutos.

—Tengo tantas ganas de ver el palomar que me voy a reprimir hasta mañana. Quiero que la primera vez sea de día. ¿Cuántas son?

—Veintiuna, en el primer recuento. Todavía no sé si hay otras de viaje.

—¿Los muebles son tuyos?

—Casi todos forman parte del lote.

—Son muy bonitos.

—No están mal.

—¿Puedo ver el dormitorio?

—Todo tuyo. [Por culpa tuya me he dejado liar, Lucía. Por las ganas tan grandes que tenía de verte venir por tu voluntad. Por las ganas que tenía de que renunciaras a la maldita inauguración de tu amiga para verme. Hasta ahora solo te hacías de rogar, y para nada.]

—Oye, pero estas cortinas parecen nuevas, y la alfombra, y la ropa de la cama está por estrenar. [Y todo me gusta, quién me lo iba a decir.]

—Las cortinas son un regalo de mi madre. El resto es el resultado de un sábado agitado. Me he pasado el día comprando. [Solo faltabas tú. López ha cumplido su parte.] Pero el colchón estaba casi nuevo, y es cómodo, así que solo he cambiado la funda. Del baño también son nuevas las toallas y la tapa del váter. Hala, así ya lo sabes todo. [Todo lo que puedes saber.]

—Está pero que muy bien, y muy limpio, y... ¡flores! ¡Claveles! ¡Qué bonito, Ignacio!

—¿Te gusta? [Claro que te gusta. Me consta. Flor cortada, no. Flor en maceta, sí. Dentro y fuera de la casa. En cualquier rincón.]

—Me encanta.

—Pienso poner más, pero hoy quería aprovechar esa repisita. Le llega buena luz, a pesar de que la ventana es diminuta.

—¡Qué envidia, chico! [Se me ha escapado, pero no hay para menos. Yo creía que era un infeliz que acabaría alquilando algo tan feo como lo que vimos, y que se lo arreglaría peor, de cualquier manera, y lo gordo es que es tan pulcro que...]

—Me alegro de que te guste. [Estoy siguiendo el manual López de seducción al pie de la letra. Debe de ser un hombre con tablas en el amor, además de un tipo peligroso. Yo te hubiera respondido con una invitación a compartirlo, pero López me aseguró que la invitación más efectiva era omitirla.]

—Ya lo creo. [¿Por qué echo en falta que me proponga quedarme a vivir con él?] Matías, ven aquí, cariño, que te voy a enseñar este piso tan cuco. Joder, Ignacio, que me lo tienes hipnotizado, y yo quiero que sea alocado durante unos meses.

—Hala, Matías, vete con tu ama, que yo voy a encender dos velas y a abrir el vino. Coño, Lucía, todavía no te he ofrecido nada.

—¿Te parece poco? Perro, piso, flores y pescado para cenar [y un Ignacio desconocido que me sabe a nuevo, y a bueno].

—Venga, Lucía, a la mesa. Siéntate aquí. De cara al balcón y cerca del radiador. [Y aprovecho para retirarte y ponerte la silla, y para acariciarte el pelo y la nuca. Aquí se acaba mi iniciativa sexual. Según la voz de la experiencia, la voz de López, hay que esperar a que tú no te aguantes, y nunca antes de una prolongada sobremesa, y siempre y cuando te arrastres un poco, Lucía. «Para variar», me dijo el tío.] Aquí, a tu lado, te dejo a Matías con sus manjares.

—¡Cómo me cuidas! Oye, míralo cómo come, con qué afición. También has adivinado las debilidades de Matías.

—Hoy es mi día de suerte [a diferencia de ayer. Por fortuna, el paso del tiempo desdibuja las emociones]. Venga, vamos, a comer.

—Deja, Ignacio. Si la intentas mover de la fuente, la dorada se te va a romper. ¿Y si nos la comemos directamente, sin sacarla de ahí? [Muy cortés veo yo a este chico. Demasiado, para las confianzas que tengo intención de tomarme. Mejor empiezo la aproximación.] Si no te da reparos, vamos.

—¿Reparos? Al contrario. [Comería la dorada de tu boca.]

—Empiezo yo por la parte del vientre.

—No, quita, que eres la invitada, y por arriba está rolliza. Cuando le demos la vuelta, ya veremos.

—A tu salud. El vino huele bien.

—A la tuya, Lucía. [Por ella acepté, Lucía. Por ti. En cierto modo, pues, también por la mía.]

—Esto está riquísimo, Ignacio. [Encima se defiende cocinando.] Estás muy cambiado.

—¿Cambiado? ¿Tú crees? ¿A qué te refieres? [Esconderé lo que es evidente.]

—No sé, más moderno, más hecho. [Más hombre y más atractivo, caray. O yo soy una caprichosa, que si me empujan el juguetito, lo rechazo, y si me lo quitan, lo persigo. Será eso.]

—Es la independencia. No, no te rías, Lucía. Es la independencia [física, que anhelaba, y la dependencia moral, que no esperaba. Puede que exagere. El intercambio se ha reducido a un perro contra un fichero. Cualquiera diría.]

—¡Pero bueno! ¿Has visto? Matías, baja del sofá del amo. [Espero que capte el detalle: «el amo».] Míralo, como si le perteneciera de toda la vida. Pero qué gracioso queda, con las patitas cruzadas y la cabeza encima. [No me importaría que este instante se prolongara tiempo y tiempo. Soy feliz. Estoy feliz.]

—¿Más pisto? [El fichero era el del colegio, eso sí.]

—Una cucharada, que está bueno, pero no me conviene. Y un poco más de vino, por favor, que yo no alcanzo. [Hago mal en beber. El vino me altera la carne, y no estoy, lo que se dice, sosegada. Estoy caliente. Voy caliente.]

—Venga, mujer, no disimules, que tienes la comida muy bien repartida. [Frena, tío, frena. Sobriedad ante todo, que ya llegará la fiesta. Eso espero. Eso me vino a decir López.]

—¿Tú crees? [Bueno, menos mal. Todavía tiene sangre en las venas. Y yo voy a conseguir que la concentre en cierto sitio.]

—¿Qué quieres? ¿Que te regale los oídos? Me cuesta poco: eres muy guapa, Lucía. Te habrás hartado de oírtelo decir. [López solo quería ponerme a prueba, estoy seguro. Si es capaz de esclavizar un teléfono o de suplantar el correo de quien le place, entrar en la red del colegio, protegido con una contraseña que es su propio nombre, no le podía costar mucho.]

—Oye, hasta el pan me parece especial. [¿Por qué será que, estando todo bastante bueno, de lo que tengo ganas es de que se acabe la cena? Vaya pregunta.]

—Me ha llamado la atención la forma. Me han dicho que es de trigo candeal, o algo así, que no sé exactamente qué es, y me ha dado vergüenza preguntarlo.

—Ah, pues nada, después, en la cama, lo buscamos con el portátil. [Ahí va una directa, chaval.]

—Joder, Lucía, igual te quedas con hambre, porque no he preparado otra cosa más que el postre. [¡Cómo me he tenido que aguantar para no seguirte la cuerda! Por mis huevos que hoy vas a ser tú quien desabroche el primer botón.]

—¿Tiene chocolate? [¡Qué cabrón! Me cambia el colchón por el postre.]

—¿No te gusta? [Pondré cara de miedo ante el error, a pesar de que sé que prefieres los chocolates fuertes con algún invitado, como la menta o la pimienta. Te sorprendería lo mucho que un desconocido, desconocido incluso para mí, sabe sobre ti.]

—Más que el besugo, no te digo más. ¿Qué es? ¿Lo has hecho tú?

—Comprado en la mejor pastelería de Almonte, aunque eso no es decir demasiado en su favor. Un bracito de gitano de trufa. [Puede que estuviese trastornado al aceptar. Todos los datos de alumnos, familias y personal. Me voy repitiendo que, por muy grave que parezca, no se puede comparar con el placer de tener aquí a Lucía. Además, ya no se puede deshacer.]

—Un pedazo pequeñito. [Acabemos de una vez, que tengo ganas de probar las sábanas.] ¡Matías, no! ¡Bájate de aquí!

—Compartís afición por el chocolate. Joder, sí que salta el renacuajo.

—Cógemelo un rato, Ignacio, que, si no, no me dejará comer tranquila. Está bueno, y está reciente.

—¿Vino dulce?

—Con este tengo bastante. Y mejor no bebo mucho más, que me achispo.

—Pues directos al champán.

—¡Qué dices!

—Que ya lo estoy abriendo, y se acabó. Faltaría más. Si hoy no tengo motivos de celebración, ¿cuándo los voy a tener? [Me come la sospecha de que López solo quería comprometerme. Vale. Pues ya me tiene comprometido. El se ha salido con la suya, pero yo no voy a ser menos. Y no lo voy a disfrutar menos.] ¿Quieres más brazo?

—No puedo más [aunque no del estómago, de más abajo].

—Pues bebamos y brindemos.

—¿Y nos la tenemos que acabar? [¿Antes de follar?, iba a añadir. Me he callado a tiempo. Hostia, estoy fatal]

—Lo que nos apetezca, claro. Pero, si quieres, brindamos y seguimos más cómodos en el sofá, con Matías o como tú quieras. [¿Esperabas una romántica invitación a bebería entre polvo y polvo? Pues hoy abres tú el camino.]

—Yo es que estoy cansada, no te creas, el primer día, todo el día, detrás de Matías. [Y un huevo, en el sofá, y con el perro por en medio. En la puta cama, con la puerta cerrada y Matías atado y con bozal]. ¿A que sí, Matías?

—Él se lleva el primer brindis, que se lo merece. Por Matías.

—Por Matías.

—No estoy hecho al champán. ¿Está bueno?

—Muy bueno. Le falta algo de frío.

—Pues lo voy dejando en la nevera entre copa y copa.

—¡Sí, hombre! ¿Tienes cubitos de hielo? Pues voy a por ellos. [Y, aprovechando que tú te has levantado antes, y que esto es estrecho, y que voy a fingir un traspiés, me voy a arrimar a ti].

—Cuidado, Lucía. [Nunca pensé que me podría aguantar así. Estiraría el mantel y me la tiraría encima de la mesa. Firmeza, macho.]

—Esto servirá de cubitera.

—Aquí van.

—Ahora un poco de agua.

—Lucía, eso que coges no es la botella de champán.

—¿De veras? Venga, niño, de frente y hacia el dormitorio. Tú, Matías, aquí quieto y callado, o mañana a pan y agua.

—Te ha hecho caso, Lucía. Ya haces de él lo que quieres.

—Tira para adelante. Esta noche no va a ser el único que hará lo que le pida.