En el extremo inferior de la calle Hoffmann, entre los peldaños simétricos que conducían a la jefatura de policía unos, y otros a los juzgados de Mill Walk, se alzaba una plaza de cemento llamada Armory Place, con bancos, hileras de cocoteros y unos parterres enormes y ovalados, sembrados con buganvillas. Ambos edificios constituían unos cubos de un blanco deslumbrante que se levantaban contra un cielo aguado. En el extremo más alejado de Armory Place, concentrados en una fila de edificios de estilo georgiano color pastel, llenos de abanicos y de hileras de ventanas, se hallaban la sede de Hacienda, el Parlamento, la antigua residencia del gobernador y la imprenta gubernamental. Un entramado de estrechas calles —en las que se alineaban restaurantes, cafés, bares, drugstores, papelerías, despachos de abogados y libreros de segunda mano— partía desde Armory Place, y era a una de esas calles, a un pasaje llamado Callejón de la Caña de Azúcar, adonde Andrés acompañaba de mala gana a Tom.
—¿Ya sabes lo que estás haciendo? —le preguntó.
—No, pero Lamont quería encontrarse con ese hombre antes de que los otros policías le atrapasen. No sé en quién más puedo confiar.
—Quizá no debieras confiar en él —dijo Andrés.
—Tengo que empezar por alguna parte —replicó Tom, acordándose de que Hobart Ellington le había informado de que Natchez había esperado una hora en la trastienda.
Andrés le explicó que le aguardaría a la vuelta de la esquina, y Tom se dirigió hacia el café Griego, pidió un café y se lo llevó a uno de los reservados que había a lo largo de la pared. Se sentó y tomó un sorbo de café ardiendo. Por un momento, la impresión y el dolor por la muerte de Lamont von Heilitz se adueñaron de él, y tuvo que inclinarse sobre la taza humeante a fin de ocultar sus lágrimas al camarero.
Soy un apasionado del crimen… Una frase absurda, por supuesto.
Se secó las lágrimas y se encaminó hacia el teléfono público del fondo del café. Un sobado listín de Mill Walk, con una fotografía de Armory Place en la cubierta, colgaba de un cordel deshilachado junto al teléfono. La foto parecía la de una hermosa plaza tropical: blancos edificios y palmeras destacando frente a un cielo azul pálido. Tom marcó el número de la jefatura de policía que aparecía en la lista del interior de la cubierta.
Le costó un buen rato localizar a David Natchez, y cuando éste contestó al teléfono, lo hizo con tono brusco y poco amistoso.
—Aquí el detective Natchez. ¿Qué quiere?
—Desearía hablar con usted. Estoy en el café Griego, justo detrás de Armory Place.
—Quiere hablar conmigo… ¿Y no puede ser usted más concreto?
—Se supone que anoche debía encontrarse con alguien llamado Lamont von Heilitz en la parte trasera de una tienda frente al hotel St. Alwyn. Quiero hablarle de lo que él pensaba comunicarle.
—Pero él no se presentó —dijo Natchez—. Y, la verdad, tengo mis dudas acerca de usted.
—El está muerto —dijo Tom—. Dos policías debieron atraparle en cuanto salió del hotel. Le llevaron a su casa, y allí le mataron. Luego saquearon la casa. ¿Le interesan a usted esta clase de asuntos, detective Natchez? Confío en que sí, porque no tengo nada más que ofrecerle.
—¿Quién es usted?
—La persona que escribió al capitán Bishop la carta sobre el asunto Hasselgard —explicó Tom.
Se produjo un prolongado silencio.
—Imagino que estoy obligado a conocerle —comentó Natchez.
—Estoy en el pequeño…
—Conozco el sitio —interrumpió Natchez, y colgó.
Tom regresó a su reservado y se sentó de cara a la entrada. Algo iba a ocurrir ahora, y apenas importaba lo que fuera. Por aquella puerta entraría un hombre, o una docena. Alguien le escucharía, o alguien se lo llevaría para matarle. Y se produciría un interesante problema legal cuando averiguasen que él ya estaba muerto, pero ese interés no duraría demasiado. Al día siguiente se internarían de nuevo en otro bar, pedirían un ron Pusser’s Navy y brindarían por otro día perfecto. En aquel instante, toda su vida parecía cerrarse a sus espaldas, separarse, huir flotando, autosuficiente y solitaria, como si su yo consciente le hubiese abandonado en el dormitorio ensangrentado de su padre. Lo que quedaba de él era la parte que había sostenido el cuerpo de Lamont von Heilitz, y, por consiguiente, ahora tenía que efectuar el trabajo de Lamont Von Heilitz. Sorbió un poco del café, ya frío, y aguardó.
Al cabo de seis minutos —el tiempo necesario para que un hombre colgara el teléfono y bajara desde el último piso del cuartel general de la policía, los peldaños de salida a Armory Place y siguiera por las estrechas calles con nombres de la Mill Walk colonial (una isla desaparecida mucho tiempo atrás) hasta el Callejón de la Caña de Azúcar—, un hombre de aspecto fornido y con traje azul oscuro pasó frente al escaparate del café y, al llegar ante la puerta, giró para entrar.
Descubrió a Tom instantáneamente y Tom se fijó en que, al mismo tiempo, también tomaba nota de todo lo demás: el camarero sin afeitar; la loncha de cerdo momificada girando en una broqueta en el escaparate; el teléfono y las puertas de los lavabos; las fotos de Poros, ampliadas en blanco y negro, sobre los reservados, y a la anciana y el niño sentados donde la barra describía una curva en la entrada del café… Todo aquello que Tom no había percibido hasta ese mismo instante. Y toda aquella información se convertía en el centro de su interés, porque era su atención lo que le había mantenido hasta ahora con vida.
Natchez siguió la hilera de reservados con la atlética resolución que Tom ya había advertido en otra ocasión: un hombre de aspecto corriente, facciones amplias y cabello negro y corto. A su alrededor crepitaba un magnetismo fatal, una especie de seguridad autorreflexiva que negaba todo tipo de ambigüedades y tonos grises. Un auténtico abismo separaba a alguien como él de Lamont von Heilitz. Tom comprendió que existían dos tipos de detective, y que los hombres como David Natchez siempre considerarían a la gente como Von Heilitz demasiado extravagante, intuitiva y teatral para tomársela en serio.
Con un gesto, Natchez encargó una taza de café, y se sentó en el reservado frente a Tom. En los próximos noventa segundos, Natchez destruyó todas las ideas preconcebidas que Tom se había formado.
—¿Estás seguro de que Von Heilitz ha muerto?
—Acabo de ver su cadáver. Por cierto, me llamo Tom Pasmore.
—Ya lo sé —dijo Natchez, sonriente—. Estabas en el hospital el día en que murió Mike Mendenhall. Mantuviste una especie de charla con el doctor Milton y el capitán Bishop.
—No sabía que se hubiese fijado en mí.
—No veo por qué no… Has notado cómo me fijaba en todo al entrar aquí.
El camarero le sirvió el café a la mesa, y Natchez le dio las gracias sin siquiera apartar los ojos de la cara de Tom.
—La idea generalmente aceptada es que has muerto en un hospital del Norte a causa de las inhalaciones de humo. Supongo que regresaste con el anciano. —Tomó un sorbo de café, todavía con la mirada fija en Tom—. Por si te interesa saberlo, siento envidia de tu relación con él. Yo no sabía nada de Lamont von Heilitz hasta que el capitán Bishop me mandó a su casa para buscar la máquina con que habían escrito aquella carta, pero en cuanto le conocí, investigué en su pasado. Era un gran hombre, y yo no utilizo ese término a la ligera. Le respeto más de lo que soy capaz de expresar. Ese hombre disponía de una especie de recursos naturales. Me habría gustado tener la posibilidad de conocerle mejor.
Las propias emociones de Tom se turbaron ante aquella sorprendente afirmación, y tuvo que apartar la mirada para ocultar las nuevas lágrimas que aparecieron en sus ojos. La barbilla le temblaba igual que a un bebé. Una mano firme le sujetó la muñeca de la mano con que intentaba ocultar el rostro.
—Mira, Tom, muchas de las cosas que ocurren en esta isla me resultan más o menos intolerables, pero el que los matones de Fulton Bishop liquiden al mejor detective de este siglo, minuto antes de que yo vaya a reunirme con él, lo considero una ofensa personal. Así que tú y yo vamos a sentarnos aquí hasta que me hayas contado todo lo que sabes. Yo ya no voy a trabajar con Lamont von Heilitz, y tú tampoco, pero creo que podemos sernos de gran utilidad el uno al otro.
David Natchez soltó la muñeca de Tom.
—Háblame de la carta que escribiste.
—Tendré que retroceder a la época en que Wendell Hasek se presentó borracho ante nuestra casa, cargado con una bolsa llena de pedruscos —explicó Tom.
Natchez apoyó los codos sobre la mesa, inclinándose hacia delante, para apoyar la barbilla sobre los dedos entrelazados.
Media hora más tarde, Tom concluía:
—Y en el suelo del dormitorio donde lo encontré vi el rastro de esas pequeñas manchas rojas y redondas partiendo de allí donde el paraguas de mi abuelo había rozado la sangre. Y también olía a humo de cigarros. De modo que comprendí que él había presenciado la muerte de Von Heilitz y cómo lo metían en el armario. Durante un par de minutos creí que iba a enloquecer sólo de pensar en cómo le había odiado por mostrarme la verdad. En fin, cuando Andrés me sacó de allí y me dio ropa que no estuviera empapada en su sangre, lo único que se me ocurrió fue telefonearle.
—¿Así que lo hiciste todo tú? —preguntó Natchez con un tono de admiración—. Pues vaya.
—No, yo sólo lo descubrí por casualidad —dijo Tom—. En ningún momento quise admitir que mi abuelo debía de haber matado a Jeanine Thielman y a Antón Goetz.
—Pero aun así lo sabías. Y adivinaste quién mato a Marita Hasselgard. Y de ti partió la idea de enviar las notas que inquietaron a Glen Upshaw.
—Y le obligaran a asesinar a mi padre.
—Upshaw también te habría liquidado a ti de haber acompañado a Von Heilitz. En cualquier caso, por lo que has dicho, él debió de pensar lo mismo.
Pero él nunca habría sabido nada de esas notas si yo no las hubiese encontrado, pensó Tom, y los nombres de todas las personas que aún seguirían con vida si él hubiese acompañado a Dennis Handley a su apartamento para ver el original mecanografiado de Los despojos de Poynton, desfilaron por su mente: Foxhall Edwardes, Friedrich Hasselgard, Michael Mendenhall, Román Klin, Barbara Deane, Lamont von Heilitz.
—Tú único error fue enviar la carta al policía equivocado —dijo Natchez—. Salgamos para el Club de los Fundadores y comuniquemos a Glendenning Upshaw algunas malas noticias.
Natchez se levantó y depositó tres dólares sobre la mesa.
Tom también se incorporo, y descubrió una silueta que, con gesto de preocupación, espiaba a través del escaparate.
—¿Es tu amigo Andrés?
Tom contestó afirmativamente.
—Un auténtico perro guardián, ¿eh?
Al salir Natchez del café, Andrés echó un vistazo a Tom y retrocedió.
—Aguarde —le dijo Natchez.
—Todo va bien, Andrés —le tranquilizó Tom.
Andrés volvió a retroceder un paso.
—Este es el hombre con quien iba a reunirse Lamont. Vamos a detener a mi abuelo. Regresa a casa, y ya te llamaré cuando todo haya finalizado.
El taxista dio media vuelta y se dirigió hacia la esquina, sin dejar de lanzar miradas de desconfianza por encima del hombro.
Tom y Natchez se encaminaron por las estrechas callejuelas hacia la parte trasera de la fila de edificios de estilo georgiano. El policía le indicó que le esperara al otro lado de Armory Place hasta que él regresase con el coche, y se alejó con paso rápido hacia el aparcamiento del cuerpo policial. Tom rodeó el edificio de la imprenta gubernamental y bajó por la parte alargada de la plaza, sintiéndose el blanco de todas las miradas con el traje de su padre. Policías con el uniforme azul tomaban el sol en los bancos, debajo de las palmeras que crecían en los parterres. Al oír que las campanas tañían, comprendió que era domingo.
—Hay algo que no entiendo —dijo Natchez, frenando ante la garita del Club de los Fundadores—. ¿Cómo llegaron a juntarse tu abuelo y Fulton Bishop? Ha resultado ser una asociación afortunada, pero Glen Upshaw no podía saberlo al comienzo. Fulton Bishop no era más que un joven policía de la zona occidental de la isla. No creo que demostrara ser una promesa excepcional, pero alguien siempre le estaba apoyando, consiguiendo que le promocionaran, procurando que no le asignaran casos que no era capaz de manejar… —Un guarda avanzó despacio hacia ellos, mirando desdeñoso el abollado Studebaker negro que Natchez había recuperado del desguace—. Piensa, por ejemplo, en el caso de la Rosa Azul. Estaba tan por encima de sus posibilidades, que tuvieron que sustituirle y, en vez de mandarlo a un distrito amodorrado como Elm Cov, lo promocionan concediéndole un despacho en el cuartel general de la policía, y a Damrosch…
El guarda había girado en torno al coche y, acercándose a Natchez, se apoyó en la ventanilla.
—¿Tiene usted algo que hacer por aquí, señor?
Con un gesto mecánico, Natchez abrió la funda de la insignia y puso su placa a un centímetro de la nariz del guarda.
—Apártese del coche o voy a pasar por encima de su pie —dijo.
El guarda retiró las manos de la ventanilla y retrocedió.
—Sí, señor.
Natchez pasó por su lado y se internó en los terrenos del club.
—Tal como te explicaba, a Damrosch le entregaron el caso, y acabó perdiendo la cabeza. No estoy muy familiarizado con este lugar. ¿Por dónde debo seguir?
—Todo recto —dijo Tom—. ¿Cree usted que Damrosch era el asesino de la Rosa Azul?
—Bueno, sospecho que él pensaba que lo era. ¿Por qué Von Heilitz nunca trabajó en ese caso?
—Sé que se sentía fascinado por él, pero me contó que en aquella época estaba muy ocupado con otros asuntos, y cuando quedó libre para dedicarse a él, ya todo había acabado. Ahora debemos bajar por ahí.
Natchez giró por Suzanne Lenglen Lañe hacia Bobby Jones Trail.
—¡Jesús! ¿Quién bautizó estas calles? ¿Joe Ruddler?
Tom le señaló el último bungalow de Bobby Jones Trail, y Natchez trazó un doble giro para detenerse ante la casa de Glendenning Upshaw.
—A mí me gusta el deporte tanto como a cualquiera, pero esos aullidos no hacen más que degradar el buen gusto del público.
Natchez salió del vehículo, y Tom le imitó por el otro lado.
—¿Qué piensa decirle?
—Ya se me ocurrirá algo.
Natchez subió a trote corto los peldaños de la entrada.
Ambos cruzaron la terraza, y por debajo del arco pasaron al patio central del bungalow. El detective pulsó el timbre.
—¿Tiene criados? —preguntó.
—El señor y la señora Kingsley. Los dos deben de estar cerca de los ochenta.
Natchez volvió a pulsar el timbre. Al cabo de un largo rato, les llegó el ruido de Kingsley al arrastrar los pies.
El detective no retiró el dedo del timbre hasta que la puerta se abrió y apareció la figura esquelética de Kingsley.
—Lo siento, pero el señor Upshaw no…
Kingsley divisó a Tom, a un paso detrás del policía, y su rostro ya pálido adquirió el color de la cera. Pareció como si, debajo de la piel, todos sus huesos pugnaran por salir.
—Hola, Kingsley —saludó Tom.
El anciano se tambaleó hacia atrás, abriendo literalmente la boca en busca de aire, y Natchez empujó la puerta con delicadeza. De hacerlo con más fuerza, Kingsley habría caído de espaldas.
—Señorito Tom —balbuceó el mayordomo—. Pensábamos que…
Al interrumpirse para tomar aliento, sus labios desaparecieron, exponiendo la encía rosada de su dentadura postiza. No llevaba la chaqueta de frac, y se había subido las mangas de la camisa.
—Lo sé —dijo Tom—. El periódico se equivocó. ¿Dónde está mi abuelo?
Natchez entró en el zaguán y atravesó sin vacilar el amplio vestíbulo que conducía a la sala de estar en la parte delantera del bungalow, y al estudio, al comedor y a la terraza en la parte trasera. Natchez se dirigió al estudio, y Kingsley le lanzó una mirada angustiosa.
—El señor no se encuentra aquí, señorito Tom. Salió apresuradamente hará una hora, y dejó instrucciones para que empacáramos sus cosas. Nos comunicó que pasaría lo que quedaba de verano en Tranquilidad.
Kingsley tuvo que sentarse en el oscuro banco de madera junto a la armadura.
—¿Te informó de a dónde iba cuando salió?
—Nos ordenó que no habláramos con ningún periodista ni dejáramos entrar a nadie en casa. Aunque, por supuesto, no sabíamos que usted… —Se quedó mirando embobado a Tom unos segundos—. Siento mucho lo que le ocurrió cuando telefoneó usted desde el lago. Él se ha mostrado muy alterado desde entonces… Yo esperaba noticias acerca de su funeral cuando esta tarde recibimos una llamada…
Natchez había entrado como una tromba en el vestíbulo, y dirigió una mirada de impaciencia a Tom. La señora Kingsley le seguía con el brazo extendido, como si intentara agarrarle de la chaqueta.
—Se ha ido —exclamó Natchez, y volviéndose hacia Kingsley preguntó—: ¿A qué llamada se refiere?
—A la de un agente de la policía allá en el Norte —explicó la señora Kingsley—. Mi marido estaba en el dormitorio preparando el equipaje del señor Upshaw y yo atendí la llamada.
—¿Truehart? —preguntó Tom.
—Creo que no, señorito Tom. Era un nombre… cómico.
—Spychalla —gruñó Tom.
—Ese es. Después de colgar, el señor me entregó el teléfono y me pidió que le buscara un pasaje para Venezuela lo antes posible. Intenté conseguir uno para hoy, pero los domingos no se realizan vuelos internacionales, de modo que me dijo que él ya lo arreglaría más tarde.
—Nappy ha cantado —dedujo Tom—. O han detenido al tipo que provocó el incendio, y Jerry ha cambiado de idea, denunciando a mi abuelo.
—El abuelo de usted es un hombre excelente —protestó la señora Kingsley—. Debería usted tenerlo en cuenta.
—¿Quién es ese Spychalla?
—El estúpido ayudante del jefe de policía en Eagle Lake.
—¿Y ha telefoneado? —gritó Natchez—. Sígueme —ordenó, cruzando a toda prisa el vestíbulo en dirección al estudio.
Cuando Tom entró en el despacho, Natchez ya se hallaba detrás del escritorio, sosteniendo el teléfono con una mano al tiempo que pedía que le comunicaran con el jefe de policía de Eagle Lake, y con la otra abría los cajones del escritorio.
—¿Dónde está esa caja fuerte? —inquirió, volviéndose hacia Tom.
Éste se acercó a la pared lateral del estudio y empezó a tantear los paneles.
—Póngame con el jefe Truehart —pidió Natchez—. Jefe, soy el detective David Natchez, y me encuentro en casa de Glendenning Upshaw con Tom Pasmore. Upshaw ha recibido una llamada telefónica de uno de sus hombres. ¿Qué diablos está pasando ahí arriba?
Tom empujó un panel que cedió bajo su mano. Deslizó los dedos bajo la juntura del panel hasta que halló una muesca. Tiró de ella, y una puerta cuadrada se abrió en la pared. A unos quince centímetros en el interior de ésta había otra puerta, cerrada únicamente con un gancho. Tom lo sacó del pasador, abrió aquella segunda puerta, y se quedó mirando el profundo vacío de aquel nicho.
—En fin, su amigo está muerto —dijo Natchez—. El muchacho encontró el cadáver esta mañana.
Tom se dirigió al sofá con vistas a la terraza y se hundió en él.
—¿Spychalla pensó que…? Bueno, si estaba usted esperando esa llamada urgente de Marinette, ¿por qué no se encontraba en su oficina para atenderla?
—Estaba haciendo de piloto —explicó Tom.
—¿Estaba haciendo de piloto? —gritó Natchez al teléfono, y luego hizo una pausa para escuchar—. ¡Sí, le estoy culpando a usted…! Pues me alegro de que usted también se culpe, pero eso no soluciona nada, jefe Truehart. De acuerdo… Encargúese de lo que pueda, y ya volveré a ponerme en contacto con usted.
Natchez aplastó el auricular sobre el soporte. Tenía el rostro encendido.
—Ayer tu abuelo telefoneó dos veces a la policía de Eagle Lake, preocupado por cómo se desarrollaba la investigación sobre el incendio. Y hoy, cuando ese payaso de Spychalla se enteró de que la policía de Marinette había arrestado al tipo que provocó el incendio, quiso ser el primero en darle la buena noticia. —Hizo girar el sillón hacia la pared lateral—. Y dime, ¿aún siguen ahí esos papeles?
—Está vacía —dijo Tom.
—¿Te das cuenta de lo difícil que es ahora esta situación? —preguntó Natchez, mirando fijamente a Tom.
Este asintió.
—Lo sé.
Natchez lo miró sólo un instante. Abrió la boca, y luego la volvió a cerrar.
—El todavía cree que estoy muerto, ¿no es así?
—Pero eso no nos servirá de nada si sube a un avión.
—Necesita algún sitio para esperar. Y necesita un lugar para esconder todas las grabaciones y los documentos.
La señora Kingsley avanzó un solo paso para entrar en el estudio.
—Fuera —ordenó Natchez.
Pero ella no le hizo caso.
—Debería usted defender a su abuelo —dijo—. No debería ayudar a ese hombre. Lo hace porque es débil, como siempre ha dicho su abuelo. —Tom se quedó mirándola atónito, y descubrió que estaba furiosa—. El estaba dispuesto a proporcionarle estudios universitarios y una carrera, ¿y cómo se lo paga usted? Viene aquí con ese policía renegado. El señor es un gran hombre, y usted está ayudando a sus enemigos para destruirlo.
Kingsley, inquieto en la puerta del estudio, intentaba hacerla callar.
—Debería avergonzarse siquiera de respirar —dijo ella—. Le oí. Oí cómo defendía a aquella enfermera y acusaba al doctor Milton el día que vino a almorzar.
—¿Sabe a dónde ha ido? —le preguntó Tom.
—No —contestó Kingsley.
—Criado en Eastern Shore Road… —murmuró la señora Kingsley—. Lo que usted se merecería…
La anciana apartó los ojos de él y trasladó toda la fuerza de su rabia y su desprecio a Natchez.
—Eastern Shore Road… —repitió Tom—. Ya veo. Cree usted que yo merezco otra cosa. ¿Y qué merecería yo, señora Kingsley?
—No sé dónde está el señor Upshaw —se apresuró a decir la anciana—. Pero usted nunca lo encontrará.
—Está usted mintiendo —exclamó Tom.
Por su boca estaban hablando Barbara Deane y Nancy Vetiver, y esta agradable convicción hizo que sonriera a la anciana.
La señora Kingsley dejó de intentar matar a Natchez con la mirada, y cruzó veloz ante su marido. Los tres hombres oyeron cómo se alejaba pisando fuerte por el vestíbulo. La puerta de un dormitorio se cerró de un portazo.
—En ningún momento nos ha informado de a dónde se dirigía —dijo Kingsley—. Ella está muy alterada, temiendo lo que pueda suceder. Señorito Tom, ella no ha querido decir…
El mayordomo imprimió un suave balanceo a su cabeza.
—Ya sé que él no les ha dicho nada —dijo Tom—, pero sé a dónde ha ido.
Natchez se había puesto en pie, y Tom hizo lo mismo.
—No es necesario que siga empacando sus cosas, Kingsley.
El anciano se encaminó con paso vacilante hacia la salida, y Tom y el detective le siguieron.
—Ya encontraremos nosotros el camino —dijo Tom.
Kingsley dio media vuelta, como si ya hubiese olvidado que ellos estaban en el bungalow.
Tom y Natchez cruzaron el vestíbulo y salieron afuera, donde el calor y la luz del sol les aguardaban al otro lado del patio.
—Muy bien —dijo Natchez—. ¿A dónde ha ido ese viejo bastardo?
—A Eastern Shore Road —dijo Tom.
Ambos bajaron rápidamente los escalones en dirección al coche negro. Natchez miró inquisitivamente a Tom mientras pasaba al otro lado del vehículo, y Tom le sonrió al entrar en el horno en que se había convertido el interior del coche.
—A la otra Eastern Shore Road —añadió Tom.