Una vez al año, Gloria Pasmore conducía a Tom a unos veinte kilómetros de distancia, a lo largo de la costa oriental de la isla, más allá de los muros de la fortaleza de los Redwing y de los antiguos cañaverales en los que habían plantado hileras de sauces, hasta la garita de entrada del Club de los Fundadores de Mill Walk. Allí, un guardia uniformado, con una pistola enorme en la cadera, anotaba el número de la matrícula y lo registraba en una hoja que sujetaba sobre una tablilla, mientras otro realizaba una llamada telefónica. Cuando se les autorizó el paso, enfilaron por un estrecho camino asfaltado, cuyo nombre era Ben Hogan Way, en medio de dunas de arena y retama, y con el océano inmensamente plano que se mecía a su izquierda. Pasaron ante el enorme edificio blanco y azul, de estilo morisco, que constituía la sede del club, hacia las doce hectáreas de terreno frente a la playa donde los miembros del Club de los Fundadores habían construido sus grandes casas, que ellos denominaban «los bungalows». Donde el camino se bifurcaba, ellos tomaron el ramal de la izquierda —Suzanne Lenglen Lane— y avanzaron entre dunas más allá de las casas, hasta girar a la derecha por el ramal más próximo al océano —Bobby Jones Trail— y entrar en la impresionante zona de aparcamiento, frente a la playa, del bungalow a donde Glendenning Upshaw se había trasladado tras ceder su casa de Eastern Shore Road a su hija y a su yerno.

La madre de Tom salió del coche y miró casi con aprensión hacia los dos vehículos tirados por caballos que estaban en el aparcamiento. Tom y Gloria los conocían a la perfección. El pequeño tílburi, ligeramente cubierto de polvo y enganchado a una yegua negra, pertenecía al doctor Bonaventure Milton. El coche más grande, del que un mozo de cuadra acababa de desenganchar a una yegua de color castaño para conducirla a los establos, pertenecía al abuelo de Tom.

Era el fin de semana posterior a la clase de baile y Tom se había sentido agotado y nervioso toda la semana. Durante varias noches seguidas, había sufrido la misma pesadilla, hasta el punto de que temía la hora de irse a la cama. También Gloria parecía cansada y ansiosa. Sólo había hecho un comentario durante el trayecto desde Eastern Shore Road, en respuesta a lo que Tom había dicho respecto a que Sarah Spence y él volvían a ser amigos.

—Los hombres y las mujeres nunca pueden ser amigos —dijo.

Ir a ver a Glendenning Upshaw era como ir a la academia de miss Ellinghausen, al menos en un aspecto: que Tom debía pasar una inspección rigurosa antes de que todo se pusiera en marcha. Gloria se preocupaba de sus uñas, del nudo de su corbata, de cómo llevaba los zapatos y del peinado.

—Soy yo quien paga las consecuencias cuando hay algo que a él no le gusta. ¿Te has traído el peine, por lo menos?

Tom sacó un peine del bolsillo de su chaqueta y se lo pasó por los cabellos.

—¡Tienes bolsas debajo de los ojos! ¿Qué has estado haciendo?

—Jugar a las cartas, emborracharme, ir de putas, ese tipo de cosas.

Gloria sacudió varias veces la cabeza, como si lo que deseara realmente fuera volver a subir al coche y regresar a casa. A sus espaldas, una puerta se cerró al otro lado del Bobby Jones Trail.

—Ajá —suspiró ella, y Tom comprobó que su aliento olía a menta.

Tom se volvió y descubrió a Kingsley, el criado de su abuelo, que bajaba con paso cansino los relucientes peldaños de la fachada del bungalow. Kingsley era casi tan viejo como su patrón. Siempre llevaba un largo chaqué de cuello alto y pantalones a rayas. Su cabeza calva brillaba bajo el sol. Kingsley logró llegar al último peldaño sin caerse, pero tuvo que apoyarse en la barandilla.

—La estábamos esperando, señorita Gloria —les gritó con voz delgada y aguda—. Y también al señorito Tom. Su aspecto es muy elegante, señorito Tom.

Tom puso los ojos en blanco y su madre le lanzó una mirada angustiada antes de obligarle a cruzar el Bobby Jones Trail en dirección a Kingsley. El criado hizo esfuerzos por mantenerse en pie mientras ellos se aproximaban, y se inclinó ante Gloria cuando ésta le saludó. Luego les condujo con paso lento hasta la galería y, por debajo de un arco enyesado, al interior de un patio. Un colibrí bajó veloz al patio y luego subió a la cúspide del bungalow con un vuelo largo y fluido. Kingsley abrió la puerta y les dejó pasar al zaguán, forrado de pequeñas baldosas de porcelana azules y blancas. Junto a la puerta había un paragüero chino que contenía como mínimo nueve o diez paraguas de color negro. El año anterior, Glendenning Upshaw le había dicho a Tom que la gente que sólo pensaba en los paraguas a la hora de llover era capaz de robárselos ante sus propios ojos. Tom recordaba que había pensado que el viejo imaginaba que la gente le robaba los paraguas porque eran los de Glendenning Upshaw. Probablemente fuera cierto.

—En el salón, señorita Gloria —indicó Kingsley, que se alejó vacilante en busca de su patrón.

Gloria le siguió fuera del zaguán y luego giró en dirección contraria, hacia el amplio vestíbulo. Cubriendo las baldosas rojas había enormes alfombras tejidas con dibujos nativos, al estilo de los mandala, y una armadura española, del tamaño y la forma de un muchachito panzudo, hacía guardia desde una mesa de refectorio. Pasaron ante la mesa y, a continuación, giraron hacia una estancia larga y estrecha con grandes ventanales, desde los cuales se veía medio kilómetro de arena perfecta de la playa del Club de los Fundadores. Unos cuantos ancianos, sentados en sus tumbonas, se comían con los ojos a las chicas en bikini que entraban y salían del agua sin haberse mojado el pelo. Un camarero vestido con el mismo atuendo que Kingsley, aunque con camisa de cuello alto en vez de chaqué, paseaba entre los ancianos, sirviéndoles bebidas en una bandeja reluciente.

Tom dio la espalda a los ventanales y observó la habitación. Su madre ya se había sentado en un rígido sofá tapizado con brocado y le observaba como si temiera que pudiese romper algún jarrón. A pesar de los altos ventanales y de la franja luminosa del mar, el salón era tan oscuro como una cueva. Un helecho de color verde oscuro se derramaba por encima de la tapa del enorme piano que nadie tocaba, y una librería con puertas acristaladas cubría la pared del fondo, repleta de estantes con libros sin encuadernar, que se confundían con la neblina pardusca. Los libros ostentaban títulos como Actas de la Royal Geographic Society, Vol. LVI y Selección de sermones y ensayos de Sydney Smith. Había allí algo más de mobiliario del que la habitación podía admitir.

Gloria tosió, tapándose la boca discretamente con el puño, y cuando él se volvió a mirarla, le señaló con gesto imperioso un supermullido sillón que formaba ángulo recto con el sofá de brocado. Quería que él se sentase, a fin de que pudiera levantarse cuando su abuelo entrara en la habitación. Tom se sentó en el sillón y se quedó mirando las manos cruzadas en su regazo. Su aspecto era tranquilizadoramente sólido.

El sueño que le perseguía había empezado la noche siguiente a la clase de baile y Tom supuso que el sueño estaba relacionado con lo que le había sucedido en la escalinata de entrada a la academia. No es que viera ninguna relación, pero… En el sueño, el humo y el olor a pólvora llenaban el aire. A su derecha, pequeñas hogueras al azar ardían en medio de un ambiente sofocante, y a su izquierda había un lago helado y azul. Del lago salía vapor o humo, no podía precisarlo. Era un mundo de total perdición: de perdición y de muerte. Algo terrible había sucedido y Tom deambulaba entre las consecuencias derivadas de aquel suceso. El paisaje parecía un infierno pero no lo era: el auténtico infierno estaba dentro de él. El vacío y la desesperanza que sentía eran tan enormes que comprendió que era a sí mismo a quien estaba viendo: aquel lugar estéril y ruinoso era Tom Pasmore. Avanzó unos pasos tambaleante antes de darse cuenta de que en la orilla del lago se encontraba el cadáver de una mujer con el cabello rubio enmarañado. El vestido azul se le había desgarrado contra las rocas y yacía a su lado como un revoltijo informe. En el sueño, Tom se introducía en el agua y cogía el pesado cuerpo entre sus brazos. Tenía la sensación de que conocía a la mujer muerta, pero bajo otro nombre, y ese pensamiento no paraba de agitarse dentro de él, sacudiéndole hasta que se despertaba, gimiendo.

La noche es medio mundo, había dicho Hattie Bascombe.

—¿Te pasa algo? —le susurró su madre.

Tom negó con un movimiento de cabeza.

—Ya viene.

Ambos se irguieron, sonriendo a la puerta que se abría.

Kingsley entró y sujetó la puerta. Un segundo después, con su traje negro, entraba en la estancia el abuelo de Tom. Como siempre, traía consigo una estela de decisiones y poderes secretos, de habanos y de reuniones a medianoche. Tom y su madre se levantaron.

—Gloria —la saludó, y luego—: Tom…

No devolvió la sonrisa a ninguno de los dos. El doctor Milton apareció justo detrás de él, hablando desde el mismo momento en que cruzó el umbral, como para llenar el silencio que se había producido.

—¡Qué agradable sorpresa, ver a dos de mis personas favoritas!

El doctor Milton sonrió alegremente a Gloria mientras se le acercaba, pero ella mantuvo la mirada fija en su padre, quien se desvió con pasos lentos hacia la librería. De esta manera, el doctor se encontró frente a Gloria.

—Doctor… —le saludó, inclinándose para besarle.

—Querida. —El doctor Milton la examinó un momento con ojo clínico y luego se volvió para estrechar la mano a Tom—. Jovencito. Me acuerdo de cuando te traje al mundo. Parece increíble que hayan pasado ya diecisiete años.

Tom había escuchado tantas veces algunas variantes de este saludo, que no dijo nada y se limitó a estrechar la fofa mano del médico.

—Hola, papá —dijo Gloria, y besó a su padre, quien ahora había cruzado la habitación para inclinarse a besar a su hija.

El doctor Milton le dio a Tom unos suaves golpecitos en la cabeza y seguidamente se apartó a un lado. Glendenning Upshaw se desprendió del abrazo de Gloria y se detuvo ante Tom, quien tuvo que inclinarse para besar la mejilla correosa y profundamente arrugada de su abuelo. Rozó con los labios una superficie extraordinariamente fría, e inmediatamente su abuelo se apartó.

—Muchacho —le saludó, mirándole fijamente.

Siempre que hacía eso, Tom creía notar que su abuelo miraba directamente a su interior y que le tenía sin cuidado lo que allí pudiera ver. Esta vez, sin embargo, comprobó casi con disgusto que tenía que bajar la mirada para ver la cara ancha y poderosa del anciano: era unos cuatro o cinco centímetros más alto que él.

El doctor Milton también se percató de ello.

—¡Glen, el muchacho es más alto que tú! Para ti debe de ser una experiencia poco habitual tener que levantar la cabeza para mirar a alguien, ¿verdad?

—Acaba ya con eso —dijo el abuelo de Tom—. Todos nos encogemos con la edad. Incluso tú.

—Por supuesto; no lo pongo en duda.

—¿Qué tal encuentras a Gloria?

—Bien, echémosle un vistazo —dijo el doctor, sonriendo, y de nuevo se aproximó a Gloria.

—No he venido para que me hagan un examen médico… ¡He venido a almorzar!

—Claro, claro —dijo Glendenning Upshaw—. Echa un vistazo a la muchacha, Boney.

El doctor Milton hizo un guiño a Gloria.

—Todo cuanto necesita es descansar un poco más de lo que suele hacerlo.

—Si necesita descansar más, recétale algo.

Su abuelo sacó un grueso cigarro de la caja humedecedora que había sobre la mesa circular. Dio un pequeño mordisco a la punta del habano, lo hizo rodar entre los dedos y lo encendió con una cerilla.

Tom observó atentamente cómo su abuelo realizaba el ritual de encender el cigarro. Su cabello cano aún era lo suficientemente vigoroso para que se le desordenara, como a Tom. Y aún parecía lo bastante fuerte como para cargar sobre su espalda aquel enorme piano. Tenía la corpulencia de dos hombres y parte de la estela que siempre le rodeaba era pura fuerza física. Tom pensó que sería excesivo esperar que alguien como él se comportara igual que un abuelo corriente.

El doctor Milton había anotado algo en una receta y la arrancó de su cuaderno.

—Ésta es la razón de que tu padre me haya retenido hasta vuestra llegada. —Entregó la receta a Gloria—. Quería de mí una consulta gratis. En fin… —El doctor comprobó la hora en su reloj—. Todavía me queda un largo camino de regreso al sur de la isla. Me gustaría quedarme para el almuerzo, pero en el hospital hay ciertas cosillas que debo solucionar.

—¿Algún problema?

—Nada serio. Aún no, en cualquier caso.

—¿Algo que yo deba saber?

—Sólo algo que hay que poner en claro. Está relacionado con una de las enfermeras. —El doctor Milton se volvió hacia Tom con mirada expectante—. Alguien a quien quizá recuerdes de tu estancia allí. ¿Te acuerdas de Nancy Vetiver?

Tom experimentó una pequeña explosión en lo más profundo de su pecho y se acordó de la pesadilla.

—Claro que sí.

—Seguramente recordarás que siempre había problemas con esa mujer.

—Era muy rígida —dijo Gloria—. La recuerdo. Sí, muy rígida.

—Una insubordinada —dijo el doctor—. Estaremos en contacto, Glen.

El abuelo de Tom expulsó el humo de su cigarro y le hizo una inclinación de cabeza.

—Llámame si sigues teniendo dificultades para dormir, Gloria. Tom, eres un muchacho muy apuesto. Cada día te pareces más a tu abuelo.

—Nancy Vetiver era una de las mejores personas del hospital —fue la respuesta de Tom.

El doctor frunció las cejas y Glen Upshaw alzó su enorme cabeza para mirar de soslayo a su nieto a través del humo del cigarro.

—Bien, ya veremos —dijo el doctor, esforzándose por sonreír a Tom.

Después de efectuar otra ronda de despedidas, el doctor Milton abandonó la estancia. Oyeron que Kingsley le acompañaba hasta el zaguán y le abría la puerta. Glen Upshaw continuaba mirando de soslayo a Tom, mientras metía y sacaba de su boca el cigarro, como si se tratara de un pezón.

—Boney se encargará de arreglar eso. Te gusta esa chica, ¿eh?

—Era una gran enfermera. Sabía más de medicina que el doctor Milton.

—Esto es ridículo —exclamó su madre.

—Boney es más un administrador… probablemente —comentó su abuelo con peligrosa mansedumbre—. Pero siempre se ha portado muy bien conmigo y con mi familia.

Tom advirtió cómo un pensamiento se hacía visible en el rostro de su madre, una especie de destello; pero lo único que dijo fue:

—Eso es cierto.

—Es un hombre leal.

Gloria asintió con gesto ceñudo y luego miró a su padre.

—Tú también lo eres con él, papá.

—Bueno, él cuida de mi hija, ¿no es así? —El anciano sonrió y miró a Tom como si lo estudiara—. No te preocupes por tu querida enfermera, muchacho. Boney actuará de la forma más correcta, sea lo que fuere lo que haya ocurrido. Un pequeño correctivo en el hospital no tiene por qué excitarnos. La señora Kingsley nos ha preparado un magnífico almuerzo y, en cuanto fume un poco más de este cigarro, saldremos a la terraza para dar cuenta de él.

—Pero sigue preocupándome Nancy Vetiver —dijo Tom—. Al doctor Milton no le cae bien. Sería horrible que eso influyera en su decisión, independientemente de lo que haya hecho.

—Es difícil evitar que algunas cosas influyan en nuestras decisiones —dijo su abuelo—. En primer lugar, la chica debería haber ido con más cuidado. Boney es un doctor, a pesar de la consideración que te merezcan sus conocimientos médicos. Ha estudiado medicina y cuida de nosotros y de la mayoría de nuestros amigos. Además, es el hombre más importante del Shady Mount. Está en él desde el principio. Y, lo más importante, es uno de los nuestros.

Y así es cómo funciona todo, pensó Tom.

—Yo no creo que sea uno de los míos.

Su madre sacudió la cabeza vagamente, como si una mosca le estuviese molestando. Su abuelo aspiró una bocanada de humo, la soltó y le lanzó una mirada que sólo parecía carecer de intencionalidad. Con esa misma falsa carencia de intencionalidad se acercó al sofá y se sentó junto a su madre, quien apartó el humo con una mano.

—Pareces muy interesado en esa enfermera…

—Oh, por Dios, papá —exclamó su madre—. Sólo tiene diecisiete años.

—Por eso mismo.

—No he vuelto a verla desde que tenía diez —dijo Tom, sentándose en el taburete del piano—. Era sólo una enfermera, nada más. Sabía cómo tratar a los pacientes, mientras que el doctor Milton no hacía otra cosa que entrar y salir. Permitir que él decida si Nancy Vetiver está o no en dificultades me parece sencillamente demencial, eso es todo.

—Demencial… —repitió su abuelo, con un tono neutro.

—No pretendo mostrarme desconsiderado. No tengo nada contra el doctor Milton.

—Y, por supuesto, tampoco tendrás idea de lo que ha ocurrido en el Shady Mount. Debe de ser lo bastante importante como para que telefoneen a Boney y le obliguen a efectuar de nuevo el trayecto de vuelta al sur de la isla.

Tom empezaba a sentirse molesto y atrapado.

—Sí —dijo.

—Aun así, tú te pones irreflexivamente de parte de la empleada del hospital en vez de ponerte del lado del doctor. Das por sentado asimismo que este mismo doctor, que te trajo al mundo y que hace sólo un par de noches tuvo que acudir a ayudar a tu madre, no tiene ningún derecho a criticar a esa empleada.

—Yo sólo hablo de lo que vi.

—Cuando tenías diez años y en un estado de ánimo poco normal.

—Bien, puedo estar equivocado…

—Me alegro de oírte decir eso.

—Pero no lo estoy —concluyó Tom, y parte de su ser se preguntó qué era lo que le hacía decir aquellas cosas.

Tom alzó los ojos y vio que su abuelo lo miraba fijamente.

—Déjame que te recuerde un par de cosas. Bonaventure Milton se crió a un par de manzanas de donde tú vives ahora. Fue a la Brooks-Lowood. Estudió en el Barnable College y en la Escuela de Medicina de la Universidad de St. Thomas. Pertenece al Club de los Fundadores. Es jefe de la junta en el Shady Mount y lo será del centro médico que pensamos construir aquí y que costará muchos millones de dólares. Con esta hoja de servicios, ¿aún sigues pensando que resulta demencial, como tú dices, que el doctor Milton critique o juzgue a esa enfermera?

—Que no tiene formación —comentó Gloria con voz débil—. Vino a casa esperando que le diésemos una propina por cuidar de Tom.

—No vino por eso —exclamó Tom—. Y además…

—Lo llevaba escrito en sus ojos.

—Abuelo, no creo que el historial del doctor Milton tenga nada que ver con la clase de médico que es. La policía y los taxistas también ayudan a nacer a los bebés. Además, lo único que hace por mamá es recetarle inyecciones y píldoras.

—No tenía idea de que fueras un revolucionario exaltado.

—¿Es eso lo que soy?

Glendenning Upshaw se quedó mirando a Tom un momento.

—¿Te gustaría que te informara de qué trata ese…, llamémosle asuntillo, en el Shady Mount, puesto que pareces tan interesado por la carrera de esa enfermera?

—Oh, no —suspiró Gloria.

—Te lo agradecería. Es una magnífica enfermera, nada más.

—Cuando me entere de lo que ha sucedido, te llamaré. Entonces podrás emitir tu propio juicio.

—Gracias —dijo Tom.

—Bien, no estoy muy seguro de que siga teniendo apetito, pero vayamos a comer.

Glen Upshaw dejó en un cenicero el resto de su cigarro y, levantándose, tendió la mano hacia su hija.

El comedor estaba en la parte trasera del bungalow y daba a una amplia terraza. La mesa se había preparado fuera y la mujer de Kingsley les aguardaba de pie junto a ella cuando llegaron. Llevaba un vestido negro, con cuello de encaje y delantal blanco. Al igual que su marido, se enderezó visiblemente al verlos.

—¿Va a tomar hoy alguna bebida, señor? —preguntó.

La señora Kingsley era una viejecita delgada, de cabello cano y escaso, que se peinaba en un moño hacia atrás.

—Mi hija y yo beberemos unos gin-tonics —dijo Glen Upshaw—. No, yo prefiero algo más fuerte. Digamos un martini. ¿Tú también, Gloria?

—Cualquier cosa —contestó ella.

—Y tráigale una cerveza aquí a Karl Marx.

La señora Kingsley desapareció por el arco hacia el interior del comedor. El abuelo de Tom retiró la silla para Gloria y luego se sentó a la cabecera de la mesa. Tom lo hizo frente a su madre. En la terraza se estaba fresco a la sombra, mientras la brisa del océano agitaba los bajos del mantel y las hojas de la buganvilla que se extendía a lo largo del panel divisor al final de la terraza. Gloria se estremeció.

Glendenning Upshaw lanzó una mirada gélida a Tom, como si le culpara del malestar de su madre.

—¿Quieres un chal, Gloria?

—No, papá.

—La comida te hará entrar en calor.

—Sí, papá —dijo, y luego suspiró.

A Tom le pareció que los ojos de su madre tenían un matiz vidrioso, y se preguntó si el doctor Milton le habría dado alguna pastilla cuando él no estaba atento. Gloria permanecía sentada, esperando su cóctel con los labios entreabiertos, y Tom deseó estar sentado ante la gran mesa en la casa de Von Heilitz, manteniendo una conversación, en vez de estar allí.

Luego, la imagen del álbum encuadernado en piel le recordó algo que su padre había dicho.

—Abuelo, ¿tú ayudaste a Friedrich Hasselgard en sus comienzos?

Glen Upshaw frunció las cejas y gruñó. Su mirada seguía siendo gélida.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por curiosidad, nada más.

—Pues no hace falta que sientas curiosidad por esas cosas.

—¿Crees que se suicidó?

—Por favor —suplicó Gloria.

—Ya has oído a tu madre. Sé considerado y obedécele.

La señora Kingsley regresó con la bandeja de las bebidas, y las sirvió. No dio la sensación de que esperara que le diesen las gracias. Glendenning Upshaw tomó un sorbo de su martini helado y se recostó en el respaldo de su silla, remetiendo la barbilla, de modo que su rostro se transformó en un paisaje de promontorios y hondonadas. Tan pronto como probó la bebida, pareció como si perdiera parte de su expresión taciturna. Friedrich Hasselgard acaba de desaparecer, pensó Tom. Había culminado su carrera en la administración gubernamental llevándose un botín de trescientos mil dólares, había matado a su hermana, se había marchado con su embarcación y bastaba que Glendenning Upshaw tomara un pequeño sorbo de su martini para que Friedrich Hasselgard viera cómo él mismo iba desapareciendo.

—De todos modos, mi opinión es que sí, que se suicidó. ¿Qué otra cosa pudo suceder, si no?

—No estoy muy seguro —dijo Tom—. La gente no desaparece así como así, ¿no?

—A veces ocurre.

Hubo un silencio, y Tom aprovechó para beber un trago de cerveza fría y ligeramente amarga.

—Últimamente me ha llamado la atención un vecino nuestro —dijo—. Lamont von Heilitz.

Tanto su madre como su abuelo volvieron hacia él sus miradas: Gloria con una falta de concentración que hizo que Tom se preguntara qué tipo de pastillas le recetaría el doctor Milton, y su abuelo con asombro e irritación repentina.

—¿Lamont? —dijo Gloria—. ¿Has dicho Lamont?

Su abuelo frunció el entrecejo.

—Olvídate de ese asunto.

—¿Ha dicho Lamont?

Glendenning Upshaw carraspeó y se volvió hacia su hija.

—¿Qué has estado haciendo, Gloria? ¿Sales con frecuencia?

Su madre se dejó caer de nuevo contra el respaldo de la silla.

—Victor y yo fuimos a casa de los Langenheim la semana pasada.

—Eso está bien. ¿Qué tal lo pasaste?

—Oh, me lo pasé muy bien.

—¿No te parece curioso que Hasselgard desapareciera de su barco el mismo día en que la policía mató a ese individuo en Weasel Hollow? —preguntó Tom—. ¿Qué opinas de eso, abuelo?

Glendenning Upshaw dejó su copa sobre la mesa y se volvió lentamente hacia Tom.

—¿Te interesa saber lo que pienso o lo que te interesa es saber si pienso que resulta curioso?

—Lo que piensas realmente.

—Pues a mí me interesa saber qué piensas tú, Tom. Te agradecería que me lo dijeras.

—Está bastante claro que había robado dinero de Hacienda, ¿no? —Al ver que su abuelo no respondía, Tom prosiguió—: Al menos, todas las noticias publicadas inducen a pensar que ha sido así. Cuando trabajaba para ti debía de ser honrado pero, tras llegar al poder, empezaría a robar a manos llenas. Cuando su hermana le exigió parte del botín, él la mató y pensó que podría escapar con el dinero.

—Esto me parece una extraña suposición.

—Son rumores que he oído por ahí. Ejem… De otros alumnos en el colegio.

Su abuelo seguía mirándole fijamente.

—¿Y qué otras cosas imaginan esos alumnos?

—Que la policía mató al ministro y que incriminó con pruebas falsas a ese hombre.

—Lo cual quiere decir que el departamento de la policía también está corrupto.

Tom no hizo ningún comentario.

—Imagino que eso implica que en el Gobierno también hay corrupción.

—Eso es lo que dicen.

—¿Y qué cuentan esos amigos tuyos sobre la cana que recibió Fulton Bishop?

—Oh —fue la respuesta de Tom.

—Me refiero a la carta de un ciudadano que ayudó a identificar a Foxhall Edwardes como el asesino de la señorita Hasselgard. Yo diría que esa carta invalida de golpe la mayor parte de tu teoría, ya que indica que el ministro Hasselgard no asesinó a su hermana. Por consiguiente, ella no le exigió parte del botín y, por lo tanto, la policía no enmascaró su asesinato. De modo que la corrupción parece interrumpirse en Hasselgard. ¿Tú crees que el capitán Bishop recibió esa carta, o piensas que inventó toda esa historia a fin de corroborar la versión oficial?

—Creo que recibió esa cana.

—Perfecto. Veo que la paranoia no ha destrozado completamente tu cerebro.

Su abuelo finalizó de un trago el martini y, como si esto fuera una señal convenida, la señora Kingsley apareció con la bandeja sujeta debajo del brazo y un recipiente con hielo en la otra mano. Por el borde del recipiente asomaba el cuello de una botella de vino.

—¿Seguirás con la cerveza?

Tom asintió.

Con extremo cuidado, la señora Kingsley dejó el pesado recipiente junto al plato de su abuelo y sacó dos copas del hielo picado que había alrededor de la botella. Luego cogió la bandeja y depositó en ella la copa del martini del anciano y, acto seguido, rodeó la mesa para colocar ante Gloria la segunda copa de vino. Su madre agarró apresuradamente con ambas manos la copa con el martini, igual que una criatura temerosa de que fueran a quitarle su juguete. La señora Kingsley desapareció nuevamente en el interior del comedor. Un minuto después regresaba con una bandeja más grande, en la que llevaba tres cuencos llenos de gazpacho, que depositó encima de os platos.

Cuando la mujer regresó al interior de la casa, Glendenning Upshaw probó una cucharada de gazpacho y de nuevo miró a Tom. Ya no parecía irritado.

—En cierto modo, me alegro de que hayas hablado tal como lo has hecho esta mañana. Eso significa que mi decisión ha sido acertada.

Gloria se quedó inmóvil, con la cuchara a medio camino le su boca.

—Creo que necesitas ensanchar horizontes.

—Mi padre me comentó algo acerca de que querrías introducirme en el mundo empresarial cuando salga de la universidad. Eres muy generoso. La verdad es que no sé qué decir, a parte de agradecértelo. Así que… gracias.

Su abuelo le quitó importancia con un gesto de la mano.

—¿Has elegido Tulane?

Tom asintió.

—Louisiana está llena de oportunidades. Conozco a un montón de hombres importantes allí. Algunos se sentirán muy felices de acogerte cuando termines arquitectura.

—Todavía no he decidido cuál va a ser mi especialidad —dijo Tom.

—Elige arquitectura.

—Oh, sí, Tom —exclamó su madre.

—Es como una institución. Te dará todo cuanto puedas desear. Si quieres estudiar literatura o las obras completas de V. I. Lenin, puedes hacerlo en tu tiempo libre.

—No sé si podría ser un buen arquitecto —dijo Tom.

—Bueno, ¿entonces en qué piensas que podrías ser bueno? ¿Mordiendo la mano de quien te alimenta? ¿Insultando a tu familia? No creo que Tulane imparta estas asignaturas.

Durante unos instantes pareció como si hirviera por dentro, y Tom y Gloria se dedicaron a tomar la sopa. Al cabo de un momento, el anciano pareció acordarse del vino y, de un tirón, sacó la botella del recipiente con hielo. Se sirvió vino y luego sirvió a Gloria.

—Deja que te diga una cosa. La arquitectura es lo único importante. Todo lo demás no son más que ejercicios académicos.

—Todo requiere su tiempo —dijo Tom.

—Es una idea excelente, papá —dijo Gloria.

—Deja que sea Tom quien lo diga —concluyó, apartando a un lado el cuenco de la sopa.

—Vamos —le indicó Gloria.

—Es una idea excelente —repitió Tom, sintiendo cómo el rostro se le encendía.

Así es cómo la gente se vuelve invisible, pensó.

—Por supuesto, los gastos de tus estudios correrán de mi cuenta. Ah, señora Kingsley, ¿qué tenemos ahora? ¿Ensalada de langosta? Estupendo. Así celebraremos que mi nieto haya tomado la decisión de graduarse como arquitecto en Tulane.

—Oh, eso es fantástico —dijo la mujer, depositando otra bandeja sobre la mesa.

Casi tan pronto como empezaron a comer, su abuelo le preguntó:

—¿Has estado alguna vez en Eagle Lake? —Tom le miró sorprendido—. No, ¿verdad? Gloria, ¿cuándo fue la última vez que estuviste en Eagle Lake?

—No me acuerdo. —Gloria mostró en su rostro una expresión cauta, recelosa.

—En cualquier caso, eras sólo una niña. —De nuevo se volvió hacia Tom—. Para nosotros, Eagle Lake no es un lugar tan alegre como lo es para nuestros amigos. —Tom pensó que se refería a Jeanine Thielman, pero luego comprendió que se refería a la muerte de su esposa—. Allí sufrimos una gran pérdida. Tenemos muy buenas razones pata no haber vuelto desde entonces.

Excepto el verano que siguió a esa pérdida, pensó Tom.

—Yo era un hombre muy atareado. El trabajo me absorbía totalmente. Pero ¿estaba ocupado hasta ese punto? No estoy muy seguro…

—Trabajabas muchísimo —dijo Gloria, y de nuevo empezó a temblar.

Glendenning Upshaw miró a su hija con gesto impaciente.

—En cualquier caso, el chalet ha seguido allí todos estos años, bajo el cuidado de diversas personas. ¿Te acuerdas de la señorita Deane, Gloria? ¿De Barbara Deane?

—Por supuesto —contestó ella, sin alzar la vista del plato.

—Barbara Deane lleva algo así como veinte años cuidando del chalet. Antes cuidaban de él los Truehart, unas gentes de allí.

Tom se preguntó por la causa del repentino malhumor de su madre y pensó que Barbara Deane debía de ser otra de las antiguas amantes de Glendenning Upshaw.

—En cualquier caso —dijo el anciano, con el aire de mover con la mirada un objeto pesado—, hace décadas que en el viejo chalet no han habido auténticos moradores. Normalmente, un joven de tu posición habría pasado allá en el Norte todos los veranos de los últimos diez años. La mayoría de tus amigos debe de veranear allí y he pensado que hace ya demasiado tiempo que nuestra tragedia te impide que vayas.

Gloria dijo algo para sí en voz baja, pero con vehemencia.

—¿Decías…?

Ella negó con un gesto y él volvió a dirigirse a Tom:

—He estado pensando en insuflar un poco de vida a nuestra vieja casa. ¿Qué te parecería pasar un mes o así en el lago?

—Me encantaría. Sería fantástico.

Su madre lanzó un suspiro casi inaudible y se dio unos toquecitos en los labios con una servilleta rosa.

—Un alegre verano antes de que empieces a trabajar duro.

Y entonces Tom comprendió: Eagle Lake era una especie de recompensa por haber aceptado estudiar arquitectura. Su abuelo no era un hombre muy sutil.

—Yo no puedo ir a Eagle Lake —dijo su madre—. ¿O no estoy incluida en esa invitación?

—Queremos que te quedes aquí, Gloria. Todo irá mejor si te tengo cerca.

—Tú quieres que me quede aquí. Te sentirás más tranquilo si me tienes cerca. Lo que quieres decir realmente es que de nuevo pretendes quitármelo todo. No finjas que no sabes a qué me refiero, porque lo sabes muy bien.

Glendenning Upshaw dejó a un lado el tenedor y el cuchillo, adoptando una tranquila expresión de inocencia.

—¿Quieres dar a entender que deseas ir al Norte? ¿O que yo no estaría preocupado por ti todo el tiempo que estuviese allí?

—Sabes muy bien que no puedo ir. Sabes que no lo soportaría. ¿Por qué no decirlo?

—No te excites, Gloria. Además, no vas a estar sola. Victor se quedará contigo. Por lo que a mí respecta, su único trabajo ha consistido siempre en cuidar de tu bienestar.

—Muchas gracias —replicó ella—. Muchísimas gracias. Gracias por decir eso delante de Tom.

—Tom ya es un jovencito.

—¿Quieres decir que ya tiene edad suficiente para…?

—Quiero decir que está en la edad de salir por ahí y pasárselo bien con otras personas de su misma edad. En el entorno adecuado. ¿No es así, Tom?

—Supongo —contestó, pero la expresión de sufrimiento que veía acumulada en el rostro de su madre le hizo desear retractarse de aquel tibio asentimiento.

Tom se estremeció de vergüenza. Tan pronto como su abuelo terminó de hablar, tuvo la seguridad de que había escuchado la verdad: el auténtico trabajo de su padre consistía en cuidar de su madre. Tom se sintió ligeramente mareado.

—Me quedaré en casa, mamá —le dijo.

Ella le dirigió una torva mirada.

—No digas eso para complacerme, porque no me complace en absoluto. Me saca de quicio.

—¿Hablas en serio? —inquirió Tom, desde el otro lado de la mesa.

Su madre no le miró directamente.

—No necesito que cuiden de mí.

—Con seis semanas habrá bastante —dijo Glendenning Upshaw—. Es tiempo suficiente para que resulte una auténtica experiencia. Cuando dependas de tus propios recursos, y siempre que tu trabajo te lo permita, el chalet estará allí a tu disposición.

—Dale las gracias —dijo su madre, con voz inexpresiva.

—Gracias —dijo Tom.

Misterio
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