Cuando Tom apareció cojeando entre los enormes pinos y robles, Sarah Spence saltó del banco metálico que había junto a los buzones. Se había duchado y puesto un vestido de lino azul sin mangas, y su pelo resplandecía.
—¿Dónde te has metido? —preguntó, y un segundo después, al examinarlo más detenidamente, añadió—: ¿Qué te ha sucedido?
—No es nada. Fui a Eagle Lake y me caí —respondió, acercándose a ella cojeando.
—¿Te has caído? El señor Langenheim dijo que te habías ido al pueblo, pero pensé que debía de haber oído mal… ¿Y dónde te caíste?
Sarah se le había acercado también, y por un instante le cogió los brazos con ambas manos y le miró seriamente con sus enormes ojos.
—En la calle Mayor —explicó él—. Ha sido todo un número.
—¿Te encuentras bien?
Sarah no había dejado de mirarle fijamente y en sus ojos las pupilas saltaban alocadas de un lado a otro. Tom asintió, y ella lo abrazó, apoyando la cabeza en su pecho, igual que un gato.
—¿Y cómo es posible que te cayeras en plena calle Mayor?
—Cuestión de suene —dijo Tom, acariciándole la cabeza y sintiendo que recuperaba las sensaciones normales—. Luego ya te contaré.
—¿No viste cómo te indicaba que nos encontraríamos en el club?
—Quería enviar una carta por correo. —Sarah ladeó la cabeza y le miró sin comprender—. Y además quería leer algunos viejos artículos en el periódico local.
Ambos se internaron entre los árboles, cogiéndose de la cintura. Tom tenía que hacer esfuerzos para no cojear.
—Hoy he tenido al menos tres experiencias de esas que se recuerdan toda la vida —dijo ella—. La mejor ha sido la del avión, en nuestro pequeño compartimento. —Y, al cabo de unos cuantos pasos, añadió—: Buddy se ha enfadado conmigo. Este verano no me fascina. Y va contra las reglas no sentirse fascinada por Buddy Redwing.
—¿Hasta qué punto se ha enfadado?
Sarah se volvió a mirarlo.
—¿Por qué? ¿Le tienes miedo?
—No es eso. Pero alguien me empujó en la acera, lanzándome en medio del tráfico. Me caí, y un coche estuvo a punto de atropellarme.
—La próxima vez que salgas de excursión, quiero que me lleves contigo.
—Parecías muy entretenida con Buddy y su amigo.
—Oh, claro, el gran Kip Carson. ¿Sabes lo que hace? ¿Sabes por qué Buddy lo conserva a su lado? Porque lleva su bolsita de píldoras con él, y las reparte como si fueran caramelos. Hablar con él es como mantener una conversación con un flipado. A Buddy le encantan esas pildoritas. Ese es otro motivo por el cual se ha enfadado conmigo. Me he negado a tomarlas.
En la cuesta que descendía hasta el lago, ambos se detuvieron a mirar las aguas tranquilas y los silenciosos chalets.
—No creo que Buddy llegue nunca a ser el capitán de una industria, o a ser lo que su padre es —comentó Sarah—. Pero no pudo haberte empujado en medio del tráfico. A eso de las cuatro se tomó dos de esas píldoras, y a continuación se sentó con Kip en el embarcadero y se limitó a decir «Uau, uau».
—¿Y qué me dices de Jerry Hasek?
—¿El chófer? Buddy le obligó a meterse en el lago y a sacar la lancha. Kip lo intentó, pero Kip es incapaz de hacer nada, aparte de distribuir esas píldoras.
—¿Y después? ¿Viste a Jerry y a sus amigos por la residencia de los Redwing?
Los chalets parecían deshabitados, y en la terraza del club se veía a un camarero con el cuello de la camisa blanca sin abrochar, apoyado en la barra del bar junto a la piscina, mientras se peinaba con amplios ademanes.
—Imagino que entrarían y saldrían por allí. ¿No crees que pudo ser simplemente un accidente?
—Es posible. El pueblo parecía un zoológico.
La luz anaranjada de la tarde se reflejó en la superficie del lago.
Ambos bajaron la cuesta con un silencio lleno de frases sin expresar. Al llegar junto a la orilla pantanosa del lago, Sarah le soltó la mano.
—Yo pensé que aquí estarías más seguro —dijo—. Aquí la gente se limita a comer, beber y chismorrear. ¡Pero tú no llevas aquí ni un día, y alguien ya te empuja delante de un coche!
—Seguramente habrá sido un accidente.
Sarah le sonrió casi con timidez.
—Si lo deseas, puedes cenar con nosotros esta noche. Pero haz el favor de no señalar a nadie con el dedo acusándole de asesinato, como en el último capítulo de una novela policíaca.
—Seré bueno —prometió Tom.
Sarah le rodeó con sus brazos.
—Buddy y Kip me han invitado a ir con ellos al Oso Blanco, después de cenar, pero les he dicho que deseaba quedarme en casa. Así que si tú vas a quedarte en casa…
Tom se dio una ducha en el cuarto de baño que había junto al antiguo dormitorio de su madre, se enrolló una toalla a la cintura y salió al pasillo. Barbara Deane debía de sacar algo pesado de un estante para depositarlo sobre el piso de madera. Tom se apresuró a entrar en su habitación. Retiró la suave manta india y se estiró entre las sábanas. Aunque éstas estuviesen recién lavadas, la cama desprendía olor a rancio. Tom se quedó dormido en cuestión de segundos.
Se despertó una hora y media más tarde. A su alrededor, nada le resultaba familiar. Por un momento no fue ni siquiera él, sino simplemente un extraño en una habitación vacía, aunque agradable. Se sentó en la cama, vio la toalla colgando de una silla y recordó dónde se encontraba. Todos los fantásticos acontecimientos del día acudieron a su mente. Se dirigió al armario y se vistió con unos pantalones ligeros de algodón, una camisa blanca de cuello alto, una corbata, y la chaqueta azul marino cruzada que su madre le había obligado a llevar. Se calzó unos mocasines y bajó las escaleras. La casa se hallaba desierta.
Tom salió afuera y se dirigió, con paso rápido por entre el sendero de árboles, hacia el edificio del club.