En la calle Mayor se alineaban las tiendas de regalos, los puestos de comidas, drugstores, tiendas de licores, cafés con nombres como El Tomahawk Rojo y El Cinturón de Cuentas, una tienda de cañas de pescar y cebos de moscas hechas a mano, una pequeña joyería que vendía relojes suizos y joyas en oro, una tienda de caramelos y helados, otras de postales y calendarios con fotografías de garitos sobre ramas de abeto, el estudio de un fotógrafo, una galería de arte donde se exhibían cuadros de patos en formación e indios alrededor de una fogata, y dos armerías. Tres pequeñas tiendas que se comunicaban ofrecían camisetas con eslóganes turísticos, ceniceros de madera Puro Pino del Norte e ídolos kachin. Los coches estaban aparcados en diagonal. Jeeps y carromatos cargados de criaturas iban calle arriba y abajo, mientras familias enteras, con pantalón corto, esmalte en las uñas, tocados indios y camisas holgadas, acarreando bolsas de plástico en las que habían grabado pinos y peces saltando fuera del agua, se paseaban por las aceras entarimadas y con postes para atar a los caballos.
El edificio de dos plantas que albergaba a la Eagle Lake Gazette estaba construido en piedra y situado entre una oficina de correos de madera y la arqueada fachada de la biblioteca al final de la calle Mayor, donde los turistas acudían generalmente para averiguar si se habían dejado algo. Al otro lado de la calle, parecida a una pequeña fortaleza, se hallaba el puesto de la policía, pegado como una lapa al ayuntamiento de estilo Victoriano, al lado del cual había un enorme letrero blanco en el que se podía leer: «EAGLE LAKE LE AGRADECE SU VISITA». Y otro más pequeño que decía: «LAGO DEL ALCE, 9 km; LAGO PERDIDO, 20 km; POLO NORTE, 4100 km. VISITE LA AUTÉNTICA RESERVA INDIA».
Tom entró en las oficinas del periódico y se acercó al mostrador de madera. Un hombre con corbata de pajarita y escaso cabello castaño daba golpecitos con un bolígrafo sobre el montón de galeradas que tenía encima del escritorio atestado. Detrás de él, un individuo alto y delgado, con camisa a cuadros y una visera, escribía en una linotipia con forma de órgano. El hombre de la pajarita tachó una fiase en una de las galeradas, y en el momento de alzar la vista descubrió a Tom. Entonces se levantó de su escritorio y se aproximó al mostrador.
—¿Desea poner un anuncio? Puede redactarlo en uno de estos formularios, si es que logro encontrarlos por ahí debajo… —dijo, agachándose detrás del mostrador.
—Deseaba echar un vistazo a algunos números atrasados de su periódico —aclaró Tom.
—¿Muy atrasados? Los de la semana pasada están en la pila que hay al lado de esa especie de escritorio, pero si son más antiguos los guardo en carpetas y los archivo por estantes en el almacén de arriba. ¿Desea ver los periódicos únicamente, o busca algo en particular? —Se volvió hacia su escritorio y el montón de galeradas—. El archivo no es precisamente una de nuestras atracciones turísticas.
—Desearía ver algunos ejemplares recientes que hablen de la serie de robos que se han cometido en algunas casas de la localidad, en especial en la de Barbara Deane, pero también sobre tantas como sea posible. Además, me gustaría ver periódicos del verano de 1925 que hablen del asesinato de Jeanine Thielman.
—¿Y tú qué eres? —preguntó el hombre, que se apartó del mostrador y, sacando de su bolsillo un par de gafas redondas con montura de concha, lo examinó detenidamente.
Si le digo que soy un aficionado a los crímenes, este tipo me echará con cajas destempladas, pensó Tom. Y tendrá razón.
—Hago penúltimo de carrera en Tulane —dijo Tom—. Sociología. Para el año que viene tengo que hacer una tesina, y dado que pasaré el verano en Eagle Lake, he pensado hacer aquí parte de mi trabajo de investigación.
—¿El crimen en los centros de veraneo y ese tipo de cosas?
Tom contestó que ésa era la idea en general.
—¿Pasado y presente, o algo por el estilo?
—Si estuviésemos más cerca, podría usted escribirla por mí.
—De acuerdo —dijo el hombre—. Dentro de un par de semanas me habría visto obligado a decirte que no, pero las cosas todavía están algo tranquilas por aquí. Aunque parezca que la calle es una locura ahora, a mediados del verano debe de haber el doble de gente por aquí. Por cierto, mi nombre es Chet Hamilton. Propietario y director de este pequeño e insignificante periódico.
El hombre de la linotipia rió entre dientes.
Tom le dijo cómo se llamaba, y ambos se estrecharon la mano.
—Puedo acompañarte arriba y facilitarte el material, pero no podré quedarme para echarte una mano. Cuando termines, debes volver a dejarlo todo en su sitio y apagar las luces. Basta con que me avises cuando hayas terminado.
—Fantástico. Muchas gracias.
Hamilton levantó una hoja plegadiza del mostrador y pasó al lado de Tom.
—He escrito una serie de artículos sobre estos robos, así que podrás utilizar parte de mi material —dijo, y, abriendo la puerta de la calle, dejó que Tom saliese.
Un hombre de rodillas protuberantes y una mujer con el pelo ensortijado y gruesos muslos estaban mirando a través del escaparate de la Gazette.
—Oiga, ¿eso es auténtico o se trata de una exposición? —preguntó el hombre a Hamilton.
—Yo mismo no estoy muy seguro —dijo el director del periódico.
—¿Ves? —dijo la mujer—. Ya te lo había dicho. Pero ¿acaso me escuchas? No, todo lo que yo digo son estupideces.
Hamilton condujo a Tom al lateral del edificio y sacó del bolsillo un llavero repleto de llaves.
—¿Te has fijado en eso? —le preguntó, mientras buscaba la llave adecuada—. Allá en sus casas, estas gentes son individuos sensibles y responsables, que pagan sus impuestos y procuran conservar sus empleos. Pero al trasladarse a un centro de veraneo ochocientos kilómetros más al norte, se transforman en criaturas babeantes que no ven más allá de sus narices.
Por fin encontró la llave, y la introdujo en la cerradura de la puerta.
—Los delitos tienen distinta naturaleza en los centros de veraneo, y éste puede ser uno de los motivos. La gente cambia cuando está lejos de su casa —dijo mientras abría una puerta, que daba a un tramo de escaleras en mal estado—. Subiré yo delante y encenderé las luces.
Tom le siguió escaleras arriba.
—Personas que nunca han robado en su vida, se transforman en cleptómanas.
Al llegar al piso superior, pulsó un interruptor, y en unos estantes metálicos aparecieron los volúmenes encuadernados de la Gazette. Al fondo de la sala había una mesa escritorio y una silla de oficina.
—Imagino que eres de Mill Walk.
—Sí —dijo Tom.
—Tenías que serlo. Tú estás al norte de Eagle Lake, que ha sido Mill Walk al ciento por ciento desde que yo nací. David Redwing compró todos esos terrenos y los repartió entre sus amigos; desde entonces así se ha quedado. —Cogió dos volúmenes de un estante y los depositó sobre el escritorio—. Por otra parte, has mencionado a Jeanine Thielman.
—Tenías que ser de Mill Walk para conocer ese nombre. Ella fue la primera veraneante que asesinaron aquí, o al menos el primer homicidio que pudo probarse. —Hamilton volvió a meterse entre las filas de estanterías metálicas y puso su mano sobre dos de los volúmenes más recientes—. Creo que aquí encontrarás casi todo lo relacionado con esos robos —dijo, sacándolos de su sitio y regresando junto al escritorio.
—Parece como si usted creyera que asesinaron a otro veraneante antes de la señora Thielman —dijo Tom.
Hamilton sonrió, y dejó los dos volúmenes encima de los anteriores.
—Bueno, mi padre así lo creía. El era el director de la Gazette en aquella época. Un año antes del asesinato de la señora Thielman, una mujer se ahogó en el lago. El investigador judicial lo declaró muerte accidental, aunque la mayoría de la gente pensaba que en realidad se trataba de un suicidio. Mi padre estaba bastante convencido de que habían sobornado al investigador judicial. Entonces, en Eagle Lake no teníamos un funcionario fijo, sino a tres distintos, que se turnaban uno cada mes.
Tom experimentó un escalofrío en medio de aquella sala calurosa y cerrada.
—¿Recuerda usted cómo se llamaba aquella mujer?
—Creo que era algo así como Magda algo más.
Tom se dio cuenta de que, hasta ese momento, nunca había oído el nombre de pila de su abuela. Hasta tal punto había conseguido su abuelo borrar el recuerdo de su esposa.
—¿Magda Upshaw?
—Eso es. —Hamilton se apoyó sobre el montón de periódicos encuadernados y frunció las cejas al mirar a Tom—. ¿Estás seguro de que tienes la edad que dices? A mí no me pareces un estudiante a punto de terminar la universidad.
—Magda Upshaw era mi abuela.
Tom tragó saliva, y sintió como si su nuez de Adán adquiriera el tamaño de una pelota de béisbol.
—¡Anda! —El director del periódico se irguió al tiempo que sus manos se dirigían al lazo de su corbata y tiraban de los dos extremos—. En fin, yo debería decir que lo siento… Me refiero a… —balbuceó, apartándose un paso del escritorio.
—¿Por qué creía su padre que la habían asesinado?
—Si te interesa, puedes leerlo aquí. Debía tener mucho cuidado en cómo decía las cosas, pero si sabes leer entre líneas verás cuál era el sentido de lo que escribía. —De nuevo Hamilton se metió entre las estanterías y regresó con otro volumen—. En aquel entonces, el jefe de la policía no era muy… Recuerda que era la época de la Prohibición, y que a través de Eagle Lake pasaba mucho licor. Algunos ganaron mucho dinero con el contrabando. —Apiló el volumen sobre los demás—. Es posible que el jefe de la policía no se esforzara gran cosa para que se cumplieran las formalidades, en especial cuando se trataba de los ricos veraneantes que contribuían en gran medida a dar negocio a las destilerías clandestinas.
—Tenemos un tipo de policía muy parecido en Mill Walk —comentó Tom.
—Eso tengo entendido. Te darás cuenta de que la gente de por aquí mantiene cierta distancia respecto a los de tu isla. La verdad es que actualmente no gastan ni un centavo en Eagle Lake. —Dio una palmada sobre el montón de periódicos encuadernados—. Probablemente tendrás que regresar mañana, así que puedes dejar estos volúmenes sobre la mesa. Pero acuérdate de las luces y de la puerta, ¿lo harás?
Tom asintió.
Chet Hamilton se quitó las gafas y volvió a meterlas en el bolsillo de su camisa. Luego dirigió a Tom una mirada tranquila e inquisidora: se trataba de un hombre honesto, y se sentía turbado e interesado en igual medida.
—Aunque yo no me hubiese ido de la boca, ¿no crees que habrías llegado a la conclusión de que retrocediendo un año a partir del caso Thielman, hallarías todo lo que se había escrito acerca de la muerte de tu abuela? Debió de provocar un tremendo impacto en toda tu familia.
—Ahora creo que tenía un buen montón de razones para venir a Eagle Lake.
—En fin, puede que en esta habitación encuentres algunas. —Hamilton se metió las manos en los bolsillos y cambió de postura—. ¡No sabes cuánto siento haber sacado a relucir todo eso! —Se dirigió hacia las escaleras—. Te he apartado mucho de esos robos en los que estabas interesado.
—Puede que no tanto, después de todo.
—Viéndote aquí, me recuerdas a una persona, un detective, a la que mi padre invitó varias veces a cenar, en aquel entonces. También era de Mill Walk. La gente solía conocerla como La Sombra… ¿Has oído hablar de él?
—¿Leyó La Sombra todo lo relacionado con mi abuela? —preguntó Tom.
—No… Él estaba interesado todavía en el caso Thielman. Imagino que era muy importante para él. Por aquí se convirtió en una especie de héroe, te lo aseguro.
Hamilton se despidió fríamente con un gesto de la mano, y se dispuso a bajar las escaleras. Tom pudo oír cómo se cerraba la puerta.
En el piso de abajo, la linotipia tableteaba y el ruido del tráfico penetraba apagadamente a través de las ventanas de la sala. Tom abrió el volumen que estaba encima de la pila, lo apoyó en su regazo y empezó a pasar las páginas.
S. L. H., Samuel Larabee Hamilton, el fundador de la Eagle Lake Gazette, había venido en su periódico la expresión de su personalidad agresivamente obstinada, y durante las tres horas que Tom pasó en el archivo del piso superior averiguó tantas cosas sobre él como sobre Eagle Lake. Samuel Larabee Hamilton consideraba la Prohibición y los impuestos principales exponentes del intrusismo gubernamental. Detestaba a quienes estaban en contra de la vivisección, a los que abogaban por la igualdad racial o por la liberación de la mujer, a Franklin Delano Roosevelt, a la Seguridad Social, al control de armamento, a la Universidad de Wisconsin, a las leyes del libre comercio, a Roben LaFollette. Aborrecía a los criminales y a los agentes de la ley corrompidos, y no temía en absoluto dar nombres.
En la década de los veinte, habían disparado en dos ocasiones contra las ventanas de la Gazette, con la esperanza de matar, herir o amedrentar a su director. Su respuesta hablan sido unos titulares con letras de cuerpo 18 anunciando: «¡LOS COBARDES HAN FALLADO!», y «¡HAN VUELTO A FALLAR!»
Desde el primer momento, S. L. H. se había opuesto a los intereses de los Redwing en Eagle Lake tratándolos de «invasión extranjera». Mill Walk era un «estado policial caribeño» que se apoyaba en «todas las prácticas indecentes que tan bien conocen aquellos que gobiernan con el terror». Y uno de sus editoriales llevaba el siguiente titular: «CRIMINALES EN NUESTRO PATIO TRASERO».
Cuando se encontró a una mujer de treinta y seis años en el fondo del lago con los bolsillos de su salto de cama llenos de piedras y se declaró que había fallecido de muerte accidental, incinerándola al cabo de dos días, Hamilton había gritado con toda la fuerza de sus pulmones que aquello era una indecencia.
La primera fotografía que Tom vio de su abuela mostraba una cara de rasgos indefinidos e infantiles, mirada indecisa y un cabello que parecía dorado pajizo, peinado en un moño hacia atrás. Magda Upshaw se apoyaba en la barandilla del edificio del club de Eagle Lake, y sostenía a una niña con tirabuzones, como si intentara protegerla de algo que nadie más podía ver.
La Gazette le informó de que su abuela era la hija de unos refugiados húngaros que poseían un pequeño restaurante en Miami Beach. Había abandonado muy pronto la escuela para trabajar en el restaurante de sus padres hasta que se casó con un hombre ocho años más joven que ella.
Glendenning Upshaw se había casado con una extranjera sin estudios y mucho mayor que él, la introdujo en una sociedad esnob y con gran conciencia de clase como era la de Mill Walk, y casi inmediatamente empezó a serle infiel.
La posibilidad de una certeza llegó hasta Tom desde aquellos antiguos periódicos: que su abuelo se había sentido tan cómodo después de la muerte de su esposa, como antes de que ella muriera. El tenía todo lo que quería y de la forma que lo quería: sus negocios —su asociación casi secreta con Maxwell Redwing, sus primeros contratos para edificar—, su hija, su vida privada, la casa de Eastern Shore Road…
Samuel Larabee Hamilton se había presentado en el lago poco después de que descubriesen el cadáver de Magda. Habían sacado el cadáver con una grúa después de haber permanecido cinco días en el agua y, tanto los garfios de la grúa como las rocas en el fondo del lago como los peces, habían dejado en ella sus marcas… El redactor opinaba que no todas las heridas visibles en el cadáver se debían a estas causas. Lo que le irritaba era que hubiesen quemado el cadáver después de una autopsia superficial, y que lo que, como mínimo, parecía un suicidio se hubiese blanqueado como una muerte accidental. La justicia isleña, criminales en el patio de atrás.
Una semana después de que las cenizas de Magda Upshaw fueran devueltas a sus padres, la dirección del club de Eagle Lake sustituyó a cada uno de los camareros, ayudantes, cocineros y bármanes del local con gente nueva de Chicago. Ningún empleado del club volvería a telefonear al quisquilloso director del periódico local en caso de que otro socio muriera en circunstancias que pudieran parecer equívocas.
Al cabo de poco tiempo, Hamilton se enteró de que algunos gángsteres estaban comprando cabañas y chalets de caza en la región, y emprendió una nueva cruzada.
En el siguiente ejemplar, Tom volvió a leer los acontecimientos relacionados con la muerte de Jeanine Thielman que ya había leído en casa de Lamont von Heilitz. «VERANEANTE MILLONARIA DESAPARECE DE CASA. JEANINE THIELMAN HA SIDO HALLADA EN EL LAGO. UN HOMBRE DE LA LOCALIDAD ACUSADO DE ASESINAR A J. THIELMAN. MISTERIO RESUELTO EN TRAGEDIA». Había fotografías de los Thielman, de Minor Truehart, de Lamont von Heilitz y de Antón Goetz. Lo que Tom no había percibido, al leer por encima del hombro de su vecino, era cuan extasiado se mostraba Hamilton al dar las gracias a Lamont von Heilitz. La Sombra no era sólo una celebridad, sino un héroe. Su investigación había salvado a un inocente de la localidad, devolviendo el buen nombre a la ciudad de Eagle Lake, de tal forma que calculaba poder vender el máximo de ejemplares del periódico. Él era un hito: era el Museo del Louvre, el Coliseo, era Mickey Mouse. Era, sencillamente, lo que S. L. H. había estado esperando.
Hamilton había patrocinado la creación de un día Lamont von Heilitz, había publicado las opiniones de La Sombra sobre los grandes misterios del pasado todavía sin resolver, había creado una columna en la que invitaba a los lectores a preguntar al detective lo que más les interesaba saber acerca de él, y el reservado detective había cedido ante los agasajos y el asalto de su vida privada. Había estrechado cientos de manos, había informado de buen grado de cuál era su color favorito (el azul cobalto), su música (una mezcla entre el Hot Five de Louis Armstrong y La creación de Haydn), su sastre (Huntsman’s de Savile Row), su novela (El jarrón dorado), y su ciudad (Nueva York). Opinaba que los buenos detectives no lo eran de nacimiento, como los buenos artistas, ni tampoco se hacían, como los buenos soldados, sino que eran producto de una combinación de ambas cosas.
Tom buscó en los volúmenes más recientes artículos relacionados con los asaltos y robos en Eagle Lake. Se enteró de en qué casas habían entrado y lo que habían robado: un amplificador Harmon Kerden y un tocadiscos Technics aquí, una pulsera de jade y un tapiz de Kerman allá, aparatos de televisión, instrumentos musicales, cuadros, muebles antiguos, recetas de medicamentos, ropa, dinero en efectivo y cualquier cosa que pudiera volver a venderse. Estos robos habían empezado hacía tres años en julio, y solían efectuarse entre junio y septiembre. Habían matado a dos perros más, aparte del de Barbara Deane, y los dos eran animalitos de compañía. Los ladrones habían empezado en las casas de los veraneantes, pero el último año habían entrado en algunas casas de Eagle Lake que pertenecían a gente que residía allí todo el año. Los artículos de Chet Hamilton confirmaban de manera detallada las ideas que ya había avanzado a Tom, e implicaban que quienes cometían esos delitos eran los hijos de algunos acaudalados veraneantes.
Tras considerar que Lamont von Heilitz habría actuado así, Tom examinó la mayoría de los artículos y noticias de los volúmenes más recientes, informándose acerca del traspaso de propiedades, reuniones del consejo en la alcaldía, arrestos de conductores borrachos o de aquellos que cazaban en los cotos vedados, nuevos nombramientos en la Cámara de Comercio o en la Epworth League, el viaje a Madison del Club 4-H, accidentes de tráfico, choques en que el conductor había huido, reyertas en los bares donde había habido heridas con arma blanca o arma de fuego, solicitud de licencias para vender bebidas alcohólicas, y sobre una calabaza de tamaño gigante que había crecido en el jardín de los señores Leonard Vale. Tomó unas cuantas notas en una hoja que había cogido del escritorio de su abuelo y que llevaba en el bolsillo de la camisa, dejó sobre el escritorio los periódicos encuadernados, apagó la luz y, seguidamente, bajó las escaleras, pensando en Magda Upshaw, en el show de Barbara Deane, y en los locales de un taller de maquinaria en Summers Street, que estaban vacíos, y que la Redwing Holding Company había alquilado.
Frente a las oficinas de la Gazette, detrás de una gruesa valla, se alzaba el edificio de correos, como si se tratara de un fuerte militar en la frontera, en una de las viejas películas del Oeste que realizaba John Ford. Tom se quedó de pie en la acera, observándolo, preguntándose si debía sencillamente tirar la carta de Von Heilitz al buzón que había delante de la oficina de correos o guardársela para entregarla al cartero al día siguiente. Pasaban algunos minutos de las cinco, y la mitad de los turistas que circulaban por la calle Mayor habían regresado a sus centros turísticos o a los campamentos de pescadores para la cena en plan americano. Un Cadillac color azul plomizo, con las aletas puntiagudas, giró hacia los carriles más próximos y describió una U demasiado cerrada para la longitud del vehículo. Los coches interceptados dejaron oír los cláxones, y los conductores de los carriles contrarios frenaron con un chirrido, patinando hasta detenerse. Un hombre con camisa rosa y pantalones cortos de color rojo abrió la puerta del Cadillac y cayó en medio de la calle. Se levantó, con la mano hizo un gesto despreciativo a los conductores de los otros coches que le gritaban, volvió a colocarse con dificultad detrás del volante y reculó lentamente sin cerrar la portezuela. Una furgoneta azul de correos esquivó el morro del Cadillac, se deslizó entre los coches que aguardaban y se detuvo frente a la oficina de correos. Un hombre delgado y de cabello negro, que vestía la camisa azul de los carteros y unos tejanos negros, saltó de la furgoneta y se dirigió a la parte trasera para descargar un saco medio lleno.
Tom se le acercó a un paso de distancia, y el cartero se fijó en él.
—Un borracho con su Cadi. Lamento tener que decirlo, pero así es este pueblo en verano.
Meneó la cabeza, se cargó el saco al hombro y se encaminó hacia el sendero que llevaba al edificio.
—Perdone —dijo Tom—, pero… ¿conoce a Joe Truehart?
El cartero interrumpió su avance y miró fijamente a Tom. Su expresión no era amistosa, pero tampoco lo contrario. Al cabo de un segundo, bajó el saco que cargaba en el hombro.
—Sí, conozco a Joe Truehart. Y condenadamente bien. ¿Quién se interesa por él?
—Mi nombre es Tom Pasmo re. Acabo de llegar de Mill Walk y un hombre llamado Lamont von Heilitz me ha pedido que le salude de su parte.
El cartero sonrió con una mueca.
—Está bien. ¿Por qué no has empezado por ahí? Acabas de encontrar a tu hombre, Tom Pasmore. Puedes decirle que le devuelvo el saludo.
Le tendió una mano firme y oscura, y Tom se la estrechó.
—El señor Von Heilitz me pidió que le escribiera, y me indicó que debía darle mis cartas a usted en persona. Dijo que no tenía que verme nadie al hacerlo, pero creo que ahora no nos están observando.
Truehart miró por encima del hombro de Tom, y de nuevo le mostró su sonrisa radiante.
—Todos siguen pendientes del accidente que no ha llegado a ocurrir. El señor Von Heilitz me dijo que estuviese atento a tu llegada. ¿Ya tienes lista la carta?
Tom se la entregó, y Truehart se la metió en el bolsillo trasero.
—Pensé que te darías a conocer cerca de los buzones. Generalmente acostumbro pasar por el lago alrededor de las cuatro.
Tom le explicó que se había acercado a la ciudad antes de las cuatro y que, en el futuro, aguardaría cerca de los buzones siempre que tuviera que entregarle alguna carta.
—No me esperes en terreno abierto —le advirtió el cartero—. Es mejor que aguardes entre los árboles hasta que oigas mi furgoneta. Si vamos a proceder de esta forma, será mejor hacerlo correctamente.
Los dos se estrecharon las manos, y luego Tom empezó a andar por la calle Mayor, hacia la gente que contemplaba cómo el tráfico recuperaba su fluidez.