Grand Forks era una pequeña ciudad a unos treinta y cinco kilómetros de Eagle Lake, y debido a los pasajeros que llegaban procedentes del Canadá, así como de Mill Walk, su pequeño aeropuerto tenía una oficina de aduanas e inmigración, situada en una especie de hangar cuadrado de hormigón, adyacente a la terminal. El capitán Mornay acompañó a sus pasajeros y equipajes hasta el mostrador de aduanas, donde el inspector le saludó llamándole Ted y luego marcó con tiza todas sus maletas sin preocuparse de abrirlas. El departamento de inmigración estampó el visado de turista en sus pasaportes de Mill Walk color granate.
—Supongo que Ralph habrá mandado un coche a buscarnos —dijo la señora Spence, logrando parecer molesta por el hecho de tener que formular aquella duda.
—Acostumbra hacerlo, señora —dijo el piloto—. Si se dirigen con su equipaje por aquellas puertas de cristal hacia la terminal principal, encontrarán al chófer esperándoles.
El inspector de inmigración y el agente de aduanas se quedaron mirando embobados las esbeltas piernas de la señora Spence, igual que un joven con chaqueta de cuero color marrón que permanecía con las piernas abiertas, sentado en una silla cuyo respaldo se apoyaba contra una de las paredes grises del hangar.
La señora Spence se cubrió su atractivo rostro con las enormes gafas de sol y se encaminó hacia las puertas de cristal sin llevar otra cosa que su bolso de mano.
—Que disfruten de la estancia —les deseó el piloto, y se dirigió hacia el joven de la chaqueta de cuero, que sonreía con una mueca.
El señor Spence cogió su enorme maleta de Papá Oso y siguió a su esposa.
Una de las maletas de Tom tenía una larga correa, que éste se pasó por el hombro. Cogió la otra maleta más pesada por el asa y, con la mano izquierda, agarró la correa de la maleta de Mamá Osa.
—Oh, deja que yo la lleve —dijo Sarah—. Al fin y al cabo, ella es mi horrible madre, no la tuya.
Sarah le quitó la delgada correa, Tom volvió a arreglar la distribución de su equipaje para nivelar el peso, y ambos se encaminaron hacia la puerta de cristal.
Entre el avión y el edificio de aduanas, Tom había estado demasiado ocupado mirando a Sarah para darse cuenta de otra cosa que no fuera el frescor del aire y la extraña luminosidad del cielo. En el breve trayecto entre la oficina de aduanas y el edificio de la terminal, captó la intensidad del aire, la pizca de frialdad en el centro del calor, y comprendió que se hallaba a miles de kilómetros más al norte de lo que había estado nunca. El cielo de allí hacía que el de Mill Walk apareciera como si lo hubiesen lavado miles de veces. Sarah abrió la puerta de la terminal con un golpe de cadera, y él la siguió.
El señor y la señora Spence estaban de pie en el extremo opuesto de la terminal, hablando con un joven rechoncho de poco más de veinte años, con la gorra de chófer inclinada sobre la frente y una camiseta azul marino que se ceñía a su abultado vientre. Los tres se volvieron a mirar ceñudos a Tom y a Sarah.
—Vamos, chicos —dijo el señor Spence—. Dejad todo este número para el viaje.
—Dale a ese joven mi bolsa, Sarah —dijo la señora Spence.
El joven se le acercó y tendió hacia ella una mano regordeta para coger la correa de la maleta de la señora Spence. El señor Spence tosió discretamente en el puño y el joven le cogió su maletón con la otra mano. A continuación se dirigió hacia la salida.
Junto al bordillo de la acera había aparcado un enorme Lincoln negro y un policía, que vestía chaquetilla ajustada de color azul y correaje sobre el pecho, bajó del alero al verles. El chófer cargó las maletas en el portaequipajes y dio la vuelta para abrirles la puerta de atrás. Los Spence subieron a la parte trasera, mientras Tom se colocaba en el asiento contiguo al del conductor.
Los Spence empezaron a hablar entre sí en cuanto el Lincoln se apartó de la acera. Tom se recostó en el asiento y cerró los ojos. Parecía como si la señora Spence sólo hablara para que el chófer la oyera y, de vez en cuando, algunas de sus palabras se confundían al juntarse. Tom abrió los ojos y descubrió que el chófer le miraba impasible.
Salieron a una carretera asfaltada de cuatro carriles, a cuyos lados unos pinos de diez metros de altura subían por un terreno de grava hacia lo alto de las pendientes laterales. A intervalos espaciados, surgían pequeños hotelitos para turistas y campamentos de pescadores, levantados al final de unos estrechos caminos de grava entre los árboles, como si se hallaran al fondo de una cueva. Unos letreros pintados a mano mostraban sus nombres a la desierta carretera: «CABAÑA DE ALMIZCLE»; «GILBERTSON’S HARMONY LAKE, CABAÑAS A SU AIRE, CENTRO CON VISTAS AL LAGO»; «BOB & SALLY RIDEOUT, CAMPAMENTO DE PESCADORES Y GUÍAS DE PRIMERA». Desde la carretera se contemplaban pequeños bares y tiendas de cebos alrededor de unos aparcamientos con el piso de arena repletos de coches viejos. «LAGO DEEPDALE - FINCAS DEEP DALE», se leía en un cartel enorme y pintado con profesionalidad, junto a una brillante carretera asfaltada que había a la derecha de la que ellos seguían. «¡SU ENTRADA AL NORTE!». Tendidos en la carretera aparecían de vez en cuando mapaches muertos, igual que gatos que hubiesen crecido anormalmente.
—Jerry —dijo la señora Spence, que debía de haberse quedado dormida unos minutos—, ¿está el señor Buddy ya en la residencia?
Tom se volvió para mirar al perfil ceñudo que tenía a su lado. El ojo derecho del chófer se desvió hacia él. En la piel, debajo de las comisuras de la boca, tenía unas pequeñas cicatrices como ligeras depresiones.
—Sí, Buddy ya está allí. Hará unas dos semanas que llegó con un grupo de amigos.
—Creía que todos le llamaban «señor Buddy» —dijo la madre de Sarah un poco molesta por la familiaridad del chófer.
—Algunos de los viejos criados le llaman así —dijo el joven, y volvió a dirigir su ojo derecho hacia Tom.
—Te hará bien, Sarah, conocer a algunos de los amigos de Buddy —le dijo su padre—. Seguramente tendrás que ver a menudo a esa gente.
—La mayoría se fue el viernes —dijo Jerry—. Yo mismo les acompañé al aeropuerto. Tardé casi una hora en limpiar el coche. Uno de esos burros se bebió casi media botella de Southern Comford en diez minutos y vació sus tripas ahí donde están ustedes sentados.
—¡Oh! —exclamó la señora Spence—. ¿Donde está sentado quién?
—Tuve que volverle a llevar a la residencia, y Buddy lo tiró desde al embarcadero para limpiarlo.
—¡Oh, Dios…!
Tom oyó el roce de la señora Spence al moverse para inspeccionar el asiento.
—¿Han intentado alguna vez limpiar los vómitos de una tela? —preguntó el chófer—. El Cadillac tiene los asientos tapizados en tela, creo que por esta razón Ralph siempre manda a buscar a los compañeros de Buddy con el Lincoln.
—Debe usted de ver a menudo a Buddy —dijo el señor Spence, con tono falsamente amable y perspicaz.
—Bueno, durante la mayor parte del año trabajo en muchas otras cosas para Ralph. Sólo estoy con Buddy cuando viene por aquí —comentó, dirigiendo de nuevo su ojo hacia Tom.
—Todavía no nos han presentado, ¿verdad? —preguntó éste.
El ojo pareció agrandarse y brillar como el ojo de un caballo.
—Me llamo Tom Pasmore, y en una ocasión me acerqué por tu casa.
—No creo —dijo Jerry.
—Tus amigos Nappy y Robbie me persiguieron hasta la esquina y luego en la calle Burleigh, donde me atropello un coche. Debieron de creer que yo había muerto.
Del asiento de atrás llegaron sonidos de sorpresa y desasosiego.
Jerry le sonrió, recordándole a Tom los ojos empañados y los dientes como agujas del pez disecado en el aeropuerto de Grand Forks. ¿Será así cómo se remueven las cosas? Tom sintió que el rostro se le encendía. Pensó que iba a desintegrarse bajo el peso de la sonrisa de Jerry.
Éste volvió su atención a la carretera y penetró en un túnel de oscuro verdor. Desde que habían salido del aeropuerto, no habían adelantado ni se habían encontrado con ningún otro coche. Un gran letrero blanco informaba de la existencia en el bosque de «CABAÑAS RÚSTICAS Y MOTEL EL OSO BLANCO DEL NORTE». Un oso polar, con un pañuelo rojo en el cuello, saludaba con la pata en el sombrero.
—¡Oh, El Oso Blanco! —exclamó el señor Spence—. ¿Todavía preparan comidas tan buenas allí?
—Nosotros acostumbramos a comer en la residencia —dijo Jerry.
—No hace mucho que me preguntaba qué habría sido del perro —dijo Tom.
Las pequeñas cicatrices que había debajo de las comisuras de Jerry se tensaron como si le hubiesen tirado de los puntos. Sus labios se movieron y su ojo giró hacia Tom.
—¿Decías? —preguntó éste.
—Que el perro murió —contestó Jerry, con voz casi inaudible.
—Oh, debe de ser un alivio cuando un perro viejo muere —dijo la señora Spence—. Odio ver cómo sufren.
Al cabo de un rato pasaron ante un pequeño letrero en el que habían escrito, con unas complicadas letras llenas de curvas, grabadas quemando la madera, «EAGLE LAKE - PROPIEDAD PRIVADA - PROHIBIDO EL PASO - NO SE ALQUILAN CHALETS», y Jerry enfiló el coche por una angosta vereda con muchos baches que se perdía entre altos pinos y robles.
—¿Me he quedado dormido?
—Sí, papá —dijo Sarah.
Las ramas rozaban el techo del coche.