Cuatro escalones de piedras rústicas, unidas con argamasa, de unos seis metros de largo, conducían al porche cubierto de Glendenning Upshaw. Tom cargó sus pesadas maletas entre los muebles de mimbre y, seguidamente, llamó a la puerta. A su derecha distinguió el lugar donde los árboles se detenían bruscamente y cedían terreno al podado césped de Roddy Deepdale. La luz del sol salió despedida al rebotar contra una de las ventanas de aquel enorme chalet angular.
La puerta se abrió a una amplia estancia en penumbra, interrumpida por neblinosas rayas de luz.
—De modo que ya estás aquí —dijo una mujer joven y alta, vestida de negro, que inmediatamente dio un paso atrás—. Eres el nieto de Glen, ¿no? ¿Tom Pasmore?
Tom asintió. La mujer se ladeó para mirar detrás de él, y la impresión de juventud que antes había dado se desvaneció. En su cabello liso había abundantes hebras grises y en sus mejillas profundas arrugas verticales. A pesar de su edad, resultaba sorprendentemente atractiva.
—Yo soy Barbara Deane —dijo ella, estirándose para mirarlo de frente.
Por un momento, Tom pensó que intentaba ver cómo respondía él ante su nombre. Llevaba una blusa de seda negra, suavizada por un collar de perlas de doble vuelta, y una falda negra ajustada. Aquellas prendas no llamaban la atención, ni disimulaban las curvas auténticas de su cuerpo, que parecían ajustarse mejor a otro rostro más joven.
—¿Por qué no entras tu equipaje? Te enseñaré tu habitación. Es la primera vez que vienes aquí, ¿verdad?
—Sí —dijo Tom, y seguidamente entró las maletas.
—En esta planta hay dos habitaciones, la sala de estar y el estudio, que conduce a la terraza y al embarcadero. La cocina está detrás de este arco y todo funciona. Florrie Truehart vino esta mañana a limpiar, así que todo estará en orden.
Las paredes y el suelo eran de madera noble, que con el tiempo habían perdido color y se habían vuelto grisáceas. De las paredes colgaban astas de venado y peces disecados. Unos grandes almohadones descoloridos suavizaban el rústico mobiliario, y una mesa redonda de nogal con seis sillas de respaldo curvo ocupaban una zona aislada, cerca de la cocina. Unos ventanales que daban al lago, cubiertos de polvo, dejaban pasar algunos apagados rayos de luz. Otras dos ventanas daban al porche. Tom estaba seguro de que hasta aquella misma mañana no habían retirado las sábanas que cubrían los muebles.
—En fin —dijo la mujer, que se hallaba a su lado—, se ha hecho todo lo que se ha podido. Cuando lleves unos días por aquí, la casa se verá más animada.
—¿La señora Truehart sigue haciendo la limpieza? Yo pensé que ella estaría…
—La señorita Truehart. Florrie. Su hermano es el cartero de este distrito.
La mujer se dirigió hacia una amplia escalera de madera, cubierta por una alfombra india de color rojo ya apagado, y a Tom le dio la sensación, una vez más, de que en ella había dos personas: una mujer joven, fuerte y vital, y otra más vieja y autoritaria.
—Por cierto, ¿cuándo llega el correo? —preguntó Tom, que había cogido sus maletas y la seguía escaleras arriba.
—Creo que lo dejan en los buzones a eso de las cuatro —dijo ella, por encima del hombro—. ¿Por qué? ¿Estás esperando algo?
—Pensaba escribir a alguna gente mientras estuviese aquí.
Barbara Deane asintió, como si pensara que aquél era un punto a tener en cuenta, y lo guió hasta el final de las escaleras.
—Los dormitorios están en este piso. Yo guardo algunas cosas en el dormitorio de delante, así que te he destinado el más grande de los otros dos. Al lado de la puerta encontrarás un baño. ¿Quieres que te ayude con esas maletas? Debería habértelo preguntado antes.
Sudoroso, Tom dejó las dos en el suelo y negó con un gesto de cabeza.
—Hombres —murmuró Barbara Deane y, aproximándose a él, levantó la más pesada como si no le costara el menor esfuerzo.
Su dormitorio estaba en la parte trasera de la casa y olía a una mezcla de cera y limón. Las estrechas y oscuras tablas de las paredes y el suelo resplandecían. Barbara Deane colocó la maleta grande en la cama estrecha, cubierta con una manta india desteñida, y Tom hizo una mueca y puso la suya al lado de la otra. Luego se acercó a la puerta de cristales de la pared exterior, y afuera descubrió un estrecho balcón de madera, casi cubierto por un inmenso roble.
—Esta habitación era la de tu madre —dijo la mujer.
Cuarenta años atrás, su madre había visto a través de aquella ventana cómo Antón Goetz corría entre los árboles hacia su cabaña. Ahora, ni siquiera se distinguía el suelo.
Tom se apartó de la ventana y vio que Barbara Deane se había sentado en la cama, junto a las maletas, y que le observaba. La falda negra le llegaba justo a las rodillas, insinuando unas piernas que debajo de una minifalda habrían resultado más atractivas que las de la señora Spence. La mujer tiró de la falda sobre sus rodillas, y Tom se puso colorado.
—El lago está muy tranquilo ahora. Yo lo prefiero así, pero puede que para ti resulte algo aburrido.
Tom se sentó en una silla de respaldo alto junto a una mesita cuadrada, con un tablero de ajedrez incrustado en la superficie.
—¿Eres amigo de Buddy Redwing?
—La verdad es que no lo conozco. Debe de ser unos cuatro o cinco años mayor que yo.
—Es curioso… Pareces mayor de lo que eres.
—La vida dura —dijo Tom, pero ella no respondió a su broma—. ¿Vive usted aquí todo el año?
—Vengo al chalet tres o cuatro veces a la semana. El resto lo paso en una casa que poseo en el pueblo —dijo, mirando a su alrededor como si inspeccionara la habitación en busca de polvo—. ¿Qué es lo que sabes de mí? —inquirió, mirando las tablas resplandecientes y desnudas de la pared que había frente a la cama.
—Bueno… Sé que fue usted mi comadrona, o la de mi madre, o como quiera que usted lo llame —Barbara Deane le miró de soslayo, y con gesto elegante se apartó un mechón de pelo que le cubría el ojo.
—Y sé que también fue uno de los testigos en la boda de mis padres.
—¿Y qué más?
—Imagino que cuida de este sitio por encargo de mi abuelo.
—¿Y eso es todo?
—Bueno, sé que monta a caballo —dijo Tom—. Cuando llegamos, la vi cabalgando entre los chalets.
—Suelo hacerlo por la mañana temprano —explicó ella—. Pero había mucho por hacer aquí, de modo que lo aplacé. De hecho, cuando has llamado a la puerta terminaba de cambiarme. —Aquí le dedicó el espectral esbozo de una sonrisa, y se alisó la falda sobre los muslos—. Como vamos a estar aquí juntos al menos parte de la semana, quiero que sepas que considero muy importante mi vida privada. No tienes por qué entrar en mi habitación.
—Por supuesto —dijo Tom.
—Me mantengo alejada de la gente de Mill Walk, y espero que me devuelvan ese favor.
—Muy bien. ¿Podremos charlar, al menos?
El rostro de la mujer se suavizó momentáneamente.
—Por supuesto. Ya hablaremos. No pretendo mostrarme brusca contigo, pero… —Con un impulso de la cabeza, se sacudió el cabello, en un gesto que resultaba femenino y petulante a la vez, y pareció como si quisiera decirle algo que había pensado en callar—. La semana pasada robaron en mi casa y eso me trastornó enormemente. Yo soy de esas personas que… En fin, que ni siquiera me gusta que la gente sepa dónde vivo. Así que cuando regresé al pueblo viniendo de aquí, y me encontré que habían saqueado mi casa…
—Comprendo —dijo Tom, pensando que aquello explicaba muchas cosas, pero no el que quisiera mantener en secreto incluso donde vivía—. ¿Averiguaron quién lo hizo?
Barbara Deane negó con la cabeza.
—Tim Truehart, el jefe de policía de Eagle Lake, piensa que se trata de una pandilla de fuera de la ciudad, quizá de Superior. Los últimos veranos han habido muchos robos por aquí. Suelen elegir los chalets de los veraneantes, y se llevan los aparatos estereofónicos o los televisores. Pero nunca piensas que pueda sucederte a ti. La mayoría de la gente de Eagle Lake ni siquiera cierra su casa con llave. Y aún no te he contado lo peor… —Ahora le miraba directamente, y se giró sobre la cama para colocarse frente a él—. Mataron a mi perro. Supongo que lo tenia principalmente como guardián, pero nunca pensé en él de esa manera. Era únicamente un animal enorme y cariñoso… Un chow, de raza china. Le cortaron el cuello y lo dejaron en la cocina…, como si fuera su tarjeta de visita. —Tenía que hacer esfuerzos para controlarse—. De todos modos, después de aquello traje algunas de mis cosas aquí, donde me parecía que estaban más seguras. Todavía me siento… trastornada. Indignada. Es una cosa tan personal…
—Lo siento —dijo Tom, y con ello dio por finalizada la conversación.
Barbara Deane saltó de la cama y frunció el entrecejo.
—No querría que te preocuparas con todo esto. No lo menciones en la residencia, ¿quieres? La gente de Eagle Lake detesta todo lo que le produzca desasosiego. Estoy convencida de que querrás salir y conocer este lugar. En el club empiezan a servir la cena a las siete, a no ser que prefieras que yo te cocine algo.
—Probaré en el club —dijo Tom—. Pero ¿podremos charlar en otro momento?
—Cuando quieras —dijo ella, y lo dejó a solas en el dormitorio.
Tom oyó sus pasos alejándose por el pasillo y cómo se cerraba después la puerta de su dormitorio. Se dirigió entonces a la cama y abrió sus maletas. Sacó los libros y la ropa, que colgó en un armario que parecía un ataúd con una bombilla. Metió luego las maletas debajo de la estrecha cama y, al incorporarse, se quedó mirando la pequeña habitación con sus delgados tablones. Sin la presencia de Barbara Deane, toda la estancia parecía un ataúd. Cogió un libro y salió al pasillo.
Al otro lado de la escalera, la puerta de Barbara Deane seguía cerrada. ¿Qué es lo que sabes de mi? Se la imaginó sentada en una silla, mirando hacia el lago.
Una lancha rápida lanzó su rugido.
Tom bajó a la planta baja, pensando que Barbara Deane estaría pendiente de cada pisada y de cada crujido de las escaleras. Atravesó la gran sala, pasó bajo el arco y entró en la cocina. Aquélla era muy parecida a la de Lamont von Heilitz, con estantes sin armarios, un ancho mostrador y una gran cocina negra. En las paredes había los mismos tablones estrechos que en el dormitorio de su madre, antes de un color marrón claro y ahora de un gris apagado con grietas del barniz viejo. El polvo gris y la suciedad de muchos años habían tapado las grietas de las tablas anchas que cubrían el suelo. El único aparato moderno era un pequeño frigorífico blanco. En el mostrador, junto al frigorífico, había una barra de pan integral de molde dentro de su envoltorio. Tom abrió el grifo colocado sobre el fregadero cuadrado de bronce y se lavó la cara y las manos con una barra amarillenta de jabón de brea; luego se secó con un paño de cocina ya gastado. Barbara Deane había llenado el frigorífico con leche, huevos, queso, bacon, pan, carne picada y embutidos. Tom sopló en el interior de un vaso polvoriento y lo llenó de leche. Cruzó con él la otra habitación, abrió una puerta de madera rústica y entró en el estudio.
Una oscura librería, llena de libros sin encuadernar, se alzaba frente a un amplio escritorio sobre el cual había un antiguo teléfono negro de baquelita, un secante de fieltro verde con los bordes de cuero y una escribanía vacía. En el suelo había una alfombra de estilo casero rosa y verde, y otra parecida, en dos tonos de color marrón, delante de un sofá color canela y brazos sin tapizar, con protecciones metálicas en las juntas. Al otro extremo del sofá había una vieja lámpara de tipo corriente, y otra junto al escritorio. Allí todo recordaba a su abuelo, más que en cualquier otra parte de la casa. De manera instintiva, Tom comprendió que aquella pequeña habitación que daba al lago había sido la parte de la casa que su abuelo prefería. Un rayo de luz que entraba por dos grandes ventanas, divididas en paneles acristalados, llegaba hasta el centro de la habitación. El rugido de la lancha motora había ido en aumento. Tom bebió un poco de leche y se sentó detrás del escritorio. Abrió los cajones y halló unos cuantos clips viejos, una pila de papel grueso que llevaba impreso «Glendenning Upshaw, Eagle Lake, Wisconsin» y un delgado listín telefónico de los pueblos de Eagle Lake y de Grand Forks. Tom lo abrió por las páginas de Eagle Lake y con el dedo recorrió los nombres que empezaban con D. El teléfono de Barbara Deane no aparecía entre ellos. Terminó de beber la leche, dejó el vaso sobre el listín y salió afuera.
Buddy Redwing trazaba con su lancha figuras repetitivas y cerradas de ochos frente a la residencia y el club, y al alcanzar la cúspide del ocho, casi rozaba los cañaverales. Cuando la embarcación parecía a punto de zozobrar, dos cabezas rubias del tamaño de una pelota de ping-pong se ladeaban a un lado y luego al otro. El cabello de Kip Carson era más largo que el de Sarah. Tom se sentó en una gruesa mesa de picnic que había en la terraza, hecha con madera de secuoya y llena de rayas, y se entretuvo observándolos mientras daban vueltas y más vueltas. Cuando la embarcación llegaba a la parte más baja del ocho, las dos cabezas rubias alzaban ambos brazos como si fueran pasajeros de las montañas rusas, y Buddy lanzaba un graznido. Sarah le saludó con la mano, y él le devolvió el saludo. Buddy le gritó algo ronco e ininteligible. Tom se levantó, y Buddy volvió a enfilar la lancha hacia los cañaverales. Sarah alzó de nuevo los brazos hacia él. Entonces Buddy metió la lancha aún más en las aguas pantanosas, el motor gruñó y gimió, y de repente se paró, dejando un gran silencio extendiéndose sobre el lago. Un pájaro lanzó un chillido y otro le contestó. Buddy se trasladó pesadamente a la parte trasera de la lancha y empezó a tirar de la cuerda del motor. Sarah le hizo señas hacia el edificio del club.
Tom se dirigió al borde de la enorme terraza y, a unos treinta metros de distancia, vio al señor y la señora Spence, vestidos con nueva ropa deportiva, tomando el fresco en la terraza. El señor Spence daba la espalda a Tom, con las manos apoyadas en sus gruesas caderas, y balanceaba la cabeza al ver cómo Buddy maltrataba la embarcación. La señora Spence, que se apoyaba afectadamente contra el amarradero, al ver a Tom se volvió hacia otro lado.
En medio del lago, un pez saltó fuera del agua y lanzó destellos azules y grises sobre la superficie azul oscura antes de salpicar al zambullirse de nuevo. Una serie de ondas se esparcieron para volver a fundirse con la superficie cristalina.
A la derecha de Tom, el embarcadero de los Deepdale abandonaba la orilla sin árboles y se introducía en el agua. Más allá, se divisaba el embarcadero de los Thielman. Tom se acercó al otro extremo de la terraza para ver el chalet de estos últimos y topó con un trozo de orilla profundamente cubierta de árboles, a través de los cuales se vislumbraba únicamente una puerta gris, una ventana cerrada con persianas y el telón de fondo de una pared gris. El motor tosió un par de veces y de nuevo enmudeció. Tom se volvió a mirar más allá de los Spence y distinguió a Kip Carson, con el agua a la altura del pecho, tirando de la parte delantera de la lancha. Tanto el pecho como los brazos eran pálidos y flacos, y se le veía irritado.
—¡Jerry! ¡Jerry! —gritaba Buddy una y otra vez con el tono monótono y exigente de un niño malcriado.
Finalmente, Jerry Hasek apareció por la puerta de la verja de la residencia. Se había cambiado los tejanos y la camiseta por un traje gris. Echó una mirada hacia la lancha, y luego desapareció de nuevo en el interior de la residencia.
Tom volvió a entrar en el estudio y, sacando un puñado de hojas del cajón del escritorio, tachó el nombre de su abuelo y escribió el suyo debajo. Se quedó unos instantes pensativo y luego empezó a escribir a Lamont von Heilitz. Cuando había escrito ya una página, oyó a Barbara Deane que bajaba veloz las escaleras y cómo sus pasos cruzaban la gran sala de estar. La puerta se cerró, y Tom empezó la segunda página. Oyó que un coche se ponía en marcha entre los árboles, en la parte posterior del chalet. En el instante en que el coche alcanzaba el ancho sendero de piedras que había delante del chalet, el motor de la lancha arrancó nuevamente. Tom finalizó la larga carta, y miró la hora en su reloj. Eran las dos y media. Dobló la carta con tres pliegues y, acto seguido, realizó otra incursión en los cajones del escritorio hasta que encontró una pila de sobres. Tachó en el primero el nombre de su abuelo, escribió Tom debajo de éste y la dirección de Lamont von Heilitz. Seguidamente metió en él la carta y lo cerró. Después abandonó el chalet y se alejó por el sendero.
Junto a la entrada de la residencia se veían dos coches aparcados y otros seis vehículos, más viejos y pequeños, en la polvorienta zona de aparcamiento del club.
—¿Quién anda por ahí? ¡Eh, hola! —le llamó una voz desde lo alto.
Tom alzó los ojos y descubrió a Neil Langenheim apoyado en la barandilla de una terraza, sonriéndole debajo de un toldo de lona a rayas verdes y blancas. La frente enrojecida había empezado a pelarse, y los carrillos y la papada se le plegaban sobre el cuello sin abrochar de una camisa color melocotón. Neil Langenheim, el vecino de los Pasmore, era uno de los abogados de los Redwing y, con anterioridad, Tom no lo había visto nunca con otra indumentaria que no fueran trajes oscuros.
—Soy Tom Pasmore, señor Langenheim.
—¿Tom Pasmore? ¡Mira por donde! ¿Estás en el chalet de tu abuelo?
—Así es —dijo Tom.
—Bien. ¿Y adonde vas, muchacho? Sube aquí, que te invito a tomar una cerveza. ¡Qué diablos, te invito a lo que quieras!
—Voy a Eagle Lake, a echar una carta al correo —le dijo Tom—. Además, quiero conocer el pueblo.
—Oh, pero si nadie va allí —protestó el señor Langenheim—. No seas tonto. Además, aquí no se pueden escribir canas. ¡Nunca pasa nada! Y si ocurriese algo de importancia, ¡toda la gente a la que puedas escribir se encuentra aquí contigo!
Tom levantó la mano para despedirse de él, y de nuevo prosiguió su camino.
—¡Te veré a la hora de la cena! —le gritó el señor Langenheim.