Tom se despertó en una habitación blanca y, a través de la maraña de tubos y cables, vio unos rostros fatigados; sus padres se inclinaban sobre él como si no lo reconocieran. Un olor acre y extraño flotaba a su alrededor, y cada milímetro de su cuerpo parecía dolerle. De nuevo escapó hacia la inconsciencia.
Cuando volvió a despertar el dolor en el centro de su cuerpo tardó algo más en llegar, luego le golpeó como una explosión. Sentía como si toda la zona que unía la parte superior de su cuerpo con la inferior estuviera destrozada. La pierna derecha aullaba, mientras el brazo y el hombro derechos lanzaban en voz baja agudas protestas. Al tiempo que contemplaba a través de una maraña de tubos y cables un techo que no le resultaba familiar, pensando vagamente que se había estado encaminando a algún sitio —¿no era así?—, otra oleada de dolor más intensa penetró en el centro de su cuerpo. Oyó que alguien gemía. Había estado a punto de hallar el lugar, así que aquel dolor no podía ser suyo. Con una especie de terror exaltado, Tom comprendió cuán herido debía de estar para sentir tanto dolor, y luego, con una mareante sacudida de reconocimiento, supo que le había ocurrido algo terrible y desconocido. Vio su cuerpo desmembrado en la calle, y la oscuridad acudió a él desde una profunda cueva interna. Intentó levantar la cabeza. La oscuridad se dilató momentáneamente por encima de él, pero sus ojos se abrieron al mismo techo blanco y a los curvados tubos de plástico. Esta vez, Tom bajó la mirada hacia su propio cuerpo.
Un objeto largo y blanco se extendía a lo largo de la cama. El terror volvió a apoderarse de él. Le habían extirpado el cuerpo y lo habían reemplazado por aquella cosa extraña. Finalmente divisó su auténtica pierna, la izquierda, sobresaliendo de aquel objeto. Al lado yacía un montículo liso y blanco, escayola, que se extendía hacia la mitad de su pecho. Estaba en un hospital. De pronto tuvo una terrible premonición y con la mano derecha intentó tocarse los genitales.
El movimiento provocado por el asustado intento de alcanzar su escroto le abrasó el hombro y provocó un incendio en la cintura. Su mano derecha, metida dentro de otra escayola, permanecía suspendida por encima del pecho. Empezó a llorar. La izquierda, que milagrosamente no estaba inmovilizada por el yeso, se deslizó por sí sola sobre la costra blanca y fría de su cuerpo y se detuvo entre las piernas. Lo único que tocó fue una superficie lisa y sin pelos, como la ingle de una muñeca. Un tubo salía de un agujero en el yeso que, además, carecía de rasgos distintivos. Le habían castrado. La tranquilidad que un momento antes había sentido al ver que se encontraba en un hospital, se transformó en ironía: estaba en un hospital porque aquél era el único sitio en que alguien como él podía ser aceptado: se quedaría en un hospital para siempre.
Debajo del ardiente dolor que sentía en las caderas, en la ingle y en la pierna derecha, avanzaba otro nivel de dolor, parecido a un tiburón que acechara para morder. Era un dolor que iba a borrar el mundo. Después de experimentarlo, ya no volvería a ser la persona que había sido. Se vería apartado de sí mismo y de todo lo que había conocido. Tom aguardó a que aquel sufrimiento profundamente escondido saliera a la superficie y le atrapara, pero siguió trazando círculos en el interior de su cuerpo, tan poderosamente lento como una amenaza.
Tom movió la cabeza para mirar a ambos lados y lo único que consiguió fue un pequeño ardor en el hombro derecho. Al sentirlo, restregó inconscientemente la mano izquierda sobre la curvada superficie de su ingle, donde debería haber estado el pene: algo estaba expeliendo la orina, aunque no lograba imaginar qué era. Más allá de su cabeza, donde se terminaba la sábana, había tres tubos curvados de una barandilla de protección que marcaba el final de la cama y, más allá de ésta, una mesita blanca sobre la cual descansaba un vaso de agua y una pajita cómicamente doblada. El bolso de paja de su madre descansaba sobre una silla. Una puerta se abrió hacia un blanco pasillo. Dos médicos pasaron ante ella. ¡Aquí estoy! —hubiera querido gritar—. ¡Estoy vivo! Su garganta se negó a exteriorizar ningún sonido. Los médicos desaparecieron de la puerta y Tom recordó que había visto un vaso con agua. Sus ojos regresaron a la mesita de noche. ¡Agua! Alargó la mano izquierda hacia el vaso y, en el instante en que alcanzaba la mesita, oyó la voz de su madre a través de la puerta abierta.
—¡Basta ya! —gritó—. ¡Ya no puedo soportarlo más!
La mano de Tom experimentó una sacudida y el vaso de agua chocó contra una pila de libros. El agua se derramó por encima de la mesita y cayó al suelo igual que una sólida lámina de plata.
—¡Yo tendré que soportarlo toda la vida! —replicó su padre.
El dolor oculto que se escondía en lo más profundo de su cuerpo abrió las fauces dispuesto a devorarlo y, demasiado bajo para que pudieran oírle, Tom gritó antes de perder nuevamente el sentido.
Al volver a abrir los ojos, un rostro barbudo se inclinaba sobre él con una expresión de burlona seriedad.
—Bien, jovencito —dijo el doctor Bonaventure Milton—, creía que habías salido a tomar un poco el aire. Hay gente esperando para hablar contigo.
Su enorme cabeza se balanceó hacia atrás y a un lado, y los rostros de los padres de Tom ocuparon el espacio vacío.
—¿Qué hay, muchacho? —preguntó su padre.
—¡Oh, Tommy! —exclamó su madre.
Victor Pasmore dirigió una breve mirada a su mujer y luego se volvió hacia su hijo.
—¿Qué tal te encuentras?
—No debes hablar —dijo su madre—. Ahora vas a ponerte mejor. —Su rostro enrojeció, y las lágrimas empañaron sus ojos—. Oh, Tommy, estábamos tan… No regresabas a casa, y luego oímos… Pero los doctores dicen que te vas a curar…
—Pues claro que se va a curar —afirmó su padre—. ¿Qué clase de tonterías estás diciendo?
—Agua —consiguió pronunciar Tom.
—Has tirado el vaso de la mesita —le dijo su padre—. Ha sonado como si lanzaran una pelota de béisbol contra la ventana. Seguro que querías llamar nuestra atención.
—Lo que quiere es beber —señaló Gloria.
—Soy el médico, ahora te traigo otro vaso —dijo el hombre de la barba, y Tom oyó cómo salía de la habitación.
Por unos instantes, los Pasmore permanecieron en silencio.
—Como sigas rompiendo vasos, nos costarás una fortuna en cristalería —dijo su padre.
Su madre empezó a llorar abiertamente.
Victor Pasmore se agachó junto a su hijo, desplazando consigo una mareante mezcla de loción de afeitar, tabaco y alcohol.
—Estuviste a punto de volar por los aires, Tommy, pero ahora ya está todo bajo control, ¿eh? —procuró quitar importancia al asunto mientras se inclinaba sobre la cama.
Tom se esforzó para expulsar las palabras a través de su garganta:
—¿Es mi…? ¿Yo he…?
—Te atropello un coche, muchacho —le dijo su padre.
Se acordó entonces de la rejilla metálica y del parachoques que se le aproximaban.
—He tenido que ir al infierno para conseguir otro vaso —se quejó el doctor Milton al entrar en la habitación; luego se detuvo al lado del padre y miró hacia abajo—. Creo que nuestro paciente necesita descansar un poco, ¿no es así?
Colocó el vaso de agua delante de Tom e introdujo con cuidado entre sus labios la pajita de plástico curvada. El agua, como seda líquida, le trajo sabores a fresas, a leche, a miel, a aire, a sol. Volvió a llenarse la boca, luego separó los labios para respirar, y el médico le retiró la pajita.
—Ya basta por ahora, hijito —le dijo.
Su madre le rozó la mano izquierda con los dedos antes de marcharse.
Algún tiempo después, quizás una hora o un día, Tom abrió los ojos a una visión que parecía tan irreal como un sueño: al principio pensó que debía de estar soñando, ya que distinguió la figura delgada y estrafalaria de su chiflado vecino de Eastern Shore Road, Lamont von Heilitz, que se le aproximaba desde un oscuro rincón de la estancia. El señor Von Heilitz vestía uno de sus espléndidos trajes, uno a rayas gris claro, con un chaleco amarillo pálido de grandes solapas y unos guantes del mismo tono que sostenía en su mano izquierda. Sí, aquello era como una pesadilla, pues la oscuridad parecía perseguir al anciano a medida que se aproximaba a la cama y hacía un guiño a Tom, quien temió que su extraño vecino empezara a agitar el puño y a gritarle. Pero no hizo nada de eso. Con hilos de sombras oscuras partiendo de sus hombros, el señor Von Heilitz le dio unos suaves golpecitos en la mano izquierda y le miró de una manera mucho más compasiva que el doctor Milton.
—Quiero que te mejores, Tom Pasmore —le susurró.
El señor Von Heilitz se inclinó sobre el cuerpo de Tom, y este vio que las sombras que le acompañaban se extendían formando una fina red de líneas muy sutiles sobre su pálida frente. Las alas de su cabello gris lanzaron destellos.
—Quiero que recuerdes mi visita —le susurró, retrocediendo hacia la oscuridad que parecía aguardarle. Luego desapareció.
La pequeña ventana que se hallaba frente a la cama de Tom no era más que un hueco practicado en una sucia superficie blanca, salpicada de antiguas manchas. Las paredes junto al techo estaban oscurecidas por telarañas polvorientas que desaparecían misteriosamente de forma periódica para reaparecer misteriosamente al cabo de unos pocos días. Cerca de su cama había una mesita en la que descansaban un vaso de agua y sus libros, y, delante de ella, una bandeja que giraba hacia él a la hora de las comidas. Junto a la puerta había dos sillas de plástico verde. Detrás de la mesita se alzaba la percha de la que colgaban varias bolsas y botellas encargadas de su alimentación.
A través de la puerta podía ver el pasillo del hospital, con su suelo de baldosas blancas y negras, por el cual se movían constantemente los doctores, las enfermeras, los encargados de la limpieza, los practicantes, las visitas, y sus compañeros pacientes. Tom percibía todo aquel movimiento incluso con la puerta cerrada, excepto cuando el dolor estaba en su punto culminante.
El hospital era tan ruidoso como una planta de fundición. La gente de la limpieza recorría los pasillos a todas horas, hablando entre sí y escuchando la radio mientras fregaba los suelos con movimientos monótonos y automáticos de ambos brazos. Sus carritos traqueteaban y chirriaban, y las abrazaderas metálicas de sus fregonas empapadas de amoníaco repiqueteaban al chocar contra los cubos.
Siempre había alguien recogiendo la ropa sucia por los pasillos, siempre había alguien saludando a voces a un visitante y, con mayor frecuencia, alguien gemía o gritaba. Durante las horas de visita, los pasillos se llenaban de multitudes que hablaban con tonos falsamente compasivos, de niños que corrían de un extremo a otro del pasillo sujetando las cuerdas de sus globos.
Su mundo estaba dominado por el dolor físico y por la necesidad de controlar ese dolor. Cada tres horas, una enfermera entraba velozmente por su puerta con una pequeña bandeja cuadrada y, antes incluso de llegar junto a la cama, cogía un diminuto vaso de papel de entre otros vasos idénticos que había en la bandeja, de modo que cuando se le aproximaba ya estaba en posición de colocar el vaso sobre los labios expectantes de Tom.
Seguía entonces un período de agonía en el que la sustancia dulce y oleosa del vasito tardaba en hacer su efecto. Durante ese espacio de tiempo, algunas veces las enfermeras, cuando eran Nancy Vetiver o Hattie Bascombe, le cogían la mano o le acariciaban el pelo.
Estas pequeñas muestras de afecto lograban aliviarlo.
Al cabo de un par de minutos, el dolor que había emergido de las zonas más profundas de su cuerpo empezaba a calmarse, igual que una enorme bestia a punto de dormirse, y el resto de dolores más pequeños y agudos se hacía borroso y mortecino.
Un día, pasadas ya tres semanas en el hospital, el doctor Milton entró en la habitación mientras Tom charlaba con la enfermera Nancy Vetiver, una de sus favoritas. Esta era una joven delgada y rubia, de unos veintiséis años, ojos muy juntos de color castaño y unas profundas arrugas a ambos lados de la boca. Nancy sostenía la mano de él entre las suyas mientras le explicaba anécdotas sobre su primer año en el Shady Mount: el dormitorio chillón que le había correspondido, la comida que la ponía enferma… Tom esperaba que le contara algo sobre la enfermera de noche, Hattie Bascombe, a quien veía como una persona fantasiosa y ligeramente inquietante, pero Nancy descubrió de reojo al doctor, y le apretó la mano al tiempo que miraba inexpresivamente al recién llegado.
Tom observó que mientras el doctor Milton se acercaba a la cama fruncía el entrecejo al ver que los dos estaban cogidos de la mano. Nancy retiró suavemente la suya y luego se levantó.
El doctor Milton hundió su gruesa barbilla y arrugó la frente en dirección a la enfermera antes de volverse hacia Tom.
—Enfermera Vetiver, ¿no? —preguntó.
Nancy llevaba la etiqueta con su nombre y Tom imaginó que ambos tenían que haber coincidido en muchas otras ocasiones.
—Así es —respondió ella.
—¿No debería usted considerar algunos aspectos esenciales de su trabajo?
—Este es un aspecto esencial de mi trabajo, doctor Milton —dijo Nancy.
—Cree usted que…, deje que me asegure de exponerlo correctamente. ¿Cree que es terapéuticamente benéfico lamentarse ante este muchacho de buena familia, de muy buena familia en realidad —dirigió a Tom una mirada que se suponía debía ser tranquilizadora—, del cordero que se sirve en la residencia de enfermeras?
—Eso es exactamente lo que pienso, doctor.
Por un momento, la enfermera y el médico simplemente se miraron. Tom vio que el doctor Milton llegaba a la conclusión de que no valía la pena perder su tiempo discutiendo con una subordinada acerca de las normas del hospital, de modo que suspiró ostensiblemente.
—Me gustaría que pensara en cuánto le debe a esa institución —le dijo con tono pausado, sugiriendo que había dicho algo parecido en múltiples ocasiones—. Pero ahora, enfermera Vetiver, tenemos que atender a un paciente, a uno muy importante… —Otra sonrisa petrificada para Tom—. El abuelo de este jovencito, mi buen amigo Glen Upshaw, todavía está en el consejo rector de este hospital. Y ahora, ¿sería tan amable de permitirme realizar el examen?
Nancy se retiró y el doctor Milton se inclinó para observar el rostro de Tom.
—Ya te sientes mejor, ¿verdad?
—Supongo —contestó Tom.
—¿Qué tal el dolor?
—Bastante fuerte a veces.
—No tardarás en volver a levantarte —dijo el doctor—. La naturaleza es una sabia curandera. Supongo que podemos ayudarla con un poco más de medicación… —Se incorporó y volvió la cabeza para mirar a Nancy—. ¿Qué le parece si aumentamos la medicación?
—Podemos estudiarlo, señor —dijo ella.
—Muy bien —añadió, y distraídamente dio unos golpecitos en el yeso que cubría a Tom—. Pensé que podía ser útil echar un vistazo a este jovencito y mantener una charla con él. Así ha sido. Sí, ha sido muy útil. ¿Todo va bien, enfermera?
Nancy sonrió al doctor con una expresión totalmente distinta, como más vieja, más rígida, más cínica. A Tom le pareció en ese momento menos hermosa, pero más impresionante.
—Por supuesto —contestó ella, volviéndose hacia Tom.
Cuando éste le miró a los ojos comprendió que cuanto había dicho el doctor Milton carecía de importancia.
—Entonces bastará con que añada una nota a su gráfico —dijo el doctor, ocupado en buscar la pluma.
A continuación cogió el gráfico que colgaba a los pies de la cama, dirigió a Nancy una mirada llena de significado, que Tom no supo cómo interpretar, y luego se dirigió a él:
—Le contaré a tu abuelo que te estás portando espléndidamente, con una magnífica actitud mental y cosas por el estilo. Le gustará saberlo. —Después comprobó la hora en su reloj—. Bueno, imagino que comes bien, ¿no? Aquí no sirven cordero, ¿verdad, enfermera? Debes comer, ¿sabes? La naturaleza funciona de esta manera. A veces una buena alimentación sólida es el mejor medicamento que se puede tomar. —Otra ojeada a su reloj—. Me temo que me espera una cita importante. Me alegro de haber aclarado este pequeño asunto, enfermera Vetiver.
—Ha sido un gran consuelo para todos nosotros —dijo Nancy.
El doctor Bonaventure Milton lanzó una perezosa mirada a Nancy, casi sonrió con la misma perezosa indiferencia y, tras inclinar la cabeza en dirección a Tom, salió de la habitación.
—Sí, señor —concluyó Nancy, como para sí, y Tom comprendió todo cuanto tenía que comprender acerca de su médico.
Posteriormente surgió una «complicación» con su pierna y empezó a sentir como si le inyectasen helio dentro de ella, haciéndola tan ligera que amenazaba con romper la escayola y salir volando por los aires. Tom había intentado ignorar aquella sensación tanto como pudo, pero en una semana llegó a formar parte del dolor que amenazaba con devorarlo completamente y se vio obligado a comunicárselo a alguien. Nancy Vetiver dijo que informaría al doctor Milton, que le avisaría en persona.
En plena noche, desde la oscuridad, Hattie Bascombe le sugirió:
—Será mejor que a la hora de comer te guardes un cuchillo. Cuando el viejo Boney empiece a darte golpecitos en el yeso y te diga que sólo son imaginaciones tuyas, coges el cuchillo y lo clavas en su vieja, pálida y gordezuela mano.
Tom pensó que Hattie Bascombe era la cara opuesta de Nancy Vetiver y se le ocurrió que cada persona debía de tener su otra cara, la opuesta: la que pertenecía a la noche.
Tal como Hattie había pronosticado, el doctor Milton se burló de su historia acerca de un dolor «ligero», «gaseoso». Sus padres tampoco le creyeron. Se negaban a aceptar que su médico, el distinguido Bonaventure Milton, pudiera equivocarse (así como el cirujano, el doctor Bostwick, un hombre intachable, además) y, por encima de todo, no querían creer que Tom necesitara otra operación. Tampoco Tom: a él sólo le interesaba que cortaran la escayola y permitieran que saliese el aire. Por supuesto, ésa no era una solución y los médicos no accederían. De modo que el absceso dentro de su pierna fue creciendo cada vez más y, cuando Nancy y Hattie lograron que el doctor Bostwick examinase aquella queja «imaginaria», se comprobó que Tom necesitaba una nueva intervención, no sólo para extirpar el absceso, sino para volver a encajar la pierna. Aquello significaba que primero habría que volver a fracturarla: era exactamente como si de pronto lo soltaran en plena calle Burleigh y tuviera que empezar a correr de nuevo.
Hattie Bascombe se le acercó durante la noche y le dijo:
—Tú eres un estudiante y ésta será tu escuela. Tus asignaturas serán difíciles, duras…, pero las tienes que aprender. La mayoría de la gente sólo aprende a edad muy avanzada lo que tú estás aprendiendo ahora. Nada es seguro, eso es lo que debes aprender. Nada es definitivo, al menos por mucho tiempo. La noche es medio mundo. No importa lo que sea tu abuelo.
La noche es medio mundo: eso fue lo que aprendió.
Tom pasó todo el verano en el Shady Mount Hospital. Sus padres le visitaban con la irregularidad que cabía esperar de ellos, pues sabía que consideraban perjudiciales y turbadoras sus visitas y, en cierto modo, nocivas para su recuperación. Le enviaban libros y juguetes y, mientras la mayoría de estos últimos terminaban destrozados en sus manos o eran inapropiados para alguien confinado a guardar cama, los libros siempre resultaban perfectos, todos sin distinción. Cuando sus padres entraban en la habitación, le parecían más tranquilos y viejos de como los recordaba, como supervivientes de otra vida que sólo hablaban de lo mucho que habían soportado el día de su accidente.
La única vez que su abuelo le visitó en el hospital, permaneció de pie junto a la cama, apoyado en el paraguas que utilizaba como bastón. Algo tenso y duro en la expresión de su rostro preocupó a Tom. De pronto, recordó que aquella expresión le resultaba abrumadoramente familiar; como si su abuelo le aborreciese.
¿Estaba huyendo cuando ocurrió el accidente?
No, claro que no. ¿Por qué iba a huir?
Él no tenía amigos por allí, ¿verdad? ¿Se dirigía quizás a Elm Cove? Dos chicos de su antigua clase en Brooks-Lowood vivían en Elm Cove, ¿acaso se le había pasado por la cabeza ir allí para visitarlos?
Se refería ahora a su antigua clase, pues había perdido un curso escolar.
—Quizá —le dijo—. No lo recuerdo. De verdad que no me acuerdo.
Podía recordar vagamente la mañana de su accidente, el carro de la leche con el letrero que ponía «No se admiten pasajeros» y al cochero que le preguntaba acerca de sus novias.
Bien, ¿entonces a quién iba a ver?
Su memoria se dirigía a la deriva, a la pura resistencia. Las insistentes preguntas de su abuelo tenían el efecto de una bofetada.
¿Por qué su accidente había ocurrido en la calle Burleigh, a doce kilómetros de Elm Cove? ¿Había estado haciendo autoestop?
—¿Por qué me preguntas todo esto? —gritó Tom, estallando en sollozos.
Desde la puerta llegó un suspiro de disgusto y Tom adivinó que alguien del personal del hospital se había detenido allí para echar un vistazo a su abuelo.
—Será mejor que te quedes en tu lado de la ciudad —dijo su abuelo, y tanto los doctores como los que permanecían por allí apostados emitieron unos murmullos de asentimiento casi inaudibles.
A finales de agosto, durante los últimos treinta minutos de las horas de visita, una muchacha llamada Sarah Spence entró en su habitación. Tom dejó su libro a un lado y se la quedó mirando sorprendido. También Sarah parecía extrañada de encontrarse en una habitación del hospital y, antes de aproximarse a la cama, contempló con ojos muy abiertos asombrados todo cuanto había a su alrededor. Por un momento, Tom pensó que, en efecto, resultaba sorprendente que él estuviese allí y que ella lo viese de aquella manera. En ese momento se sentía como el antiguo Tom Pasmore y, al ver que Sarah examinaba tímidamente la enorme escayola con una sonrisa de consternación, le pareció ridículo sentirse tan desdichado.
Sarah Spence había sido amiga suya desde los primeros años en la escuela y cuando sus ojos se encontraron con los de ella, le pareció volver a la vida. Enseguida se percató de que su timidez la había abandonado y de que, a diferencia de otros chicos de la escuela que le habían visitado, no parecía intimidada por sus heridas. Ahora su cabeza ya estaba curada y su brazo derecho libre de vendas y escayola, de modo que su aspecto semejaba mucho más al del auténtico Tom que durante el mes de julio.
Mientras ambos se estudiaban un momento antes de hablar, Tom descubrió que el rostro de Sarah ya no era el de una niña, sino el de una mujer, al igual que su alta figura. Asimismo observó que Sarah era plenamente consciente del cambio que se había operado en su cara y en su cuerpo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Sarah—. ¿Has visto cuánto yeso?
—La verdad es que ya lo tengo demasiado visto —contestó él.
Sarah sonrió y alzó la mirada para encontrarse con la suya.
—Oh, Tom —dijo, y por un instante planeó entre ellos la posibilidad de que Sarah Spence le cogiese la mano o le acariciase la mejilla o le besase, o que estallase en llanto e hiciese las tres cosas a la vez.
Tom casi se mareó ante el deseo de que ella le acariciase, y la misma Sarah apenas supo qué era lo que deseaba hacer o como expresar la oleada de ternura y compasión que le invadió con la broma de Tom. Avanzó un paso hacia la cama, y estaba a punto de alargar la mano para acariciarle cuando descubrió la palidez de su rostro, un tono ceniciento debajo de la superficie dorada, y que su pelo estaba débil y enmarañado. Por un instante, sintió que su compañero de quinto curso era un extraño. Parecía enjuto, con los huesos muy salidos, y aunque aquel extraño conocido que tenía ante sí era un muchachito, debajo de los ojos tenía las manchas oscuras de un adulto. Luego el rostro de Tom pareció recuperar unos rasgos familiares y dejó de ser un muchachito con ojos de hombre, sino de nuevo casi un adolescente, el muchacho al que más apreciaba de su clase, el amigo con el cual había pasado diariamente muchas horas hablando o jugando en verano y durante muchos fines de semana. Pero, para entonces, inconscientemente, ya había retrocedido un paso y cruzaba ambas manos ante la cintura.
De repente, los dos se habían convertido en extraños.
Para decir algo, cualquier cosa, temiendo que ella escapara corriendo de la habitación, Tom preguntó:
—¿Sabes cuánto tiempo llevo metido aquí?
Inmediatamente lamentó haber dicho aquello, pues parecía como si la acusara de haberle ignorado todo aquel tiempo. Luego sintió como si intentara decirle a Sarah Spence, con una sola frase, todos los cambios que se habían producido en su interior.
—Es como si llevara viviendo aquí desde siempre.
—Yo me enteré ayer —dijo Sarah—. Acabamos de regresar del Norte.
«Del Norte», una expresión que Tom entendía tan bien como Sarah, no se refería al extremo norte de la isla, sino al conjunto de estados de la Norteamérica continental. Los padres de Sarah, lo mismo que la mayoría de los residentes de la parte oriental de la isla (aunque no los Pasmore), tenían propiedades en Wisconsin y pasaban los meses de junio, julio y agosto en un centro residencial de chalets de madera, que había ido creciendo a lo largo de generaciones, junto a un lago de aguas transparentes. A finales de junio, el clan de los Redwing, la familia más importante de Mill Walk, se trasladaba prácticamente como un solo organismo a su residencia en Eagle Lake.
—Mamá se enteró por la señora Jacobs, al encontrarse con ella en Ostend’s Market. —Hizo una pausa—. ¿Te… atropello un coche?
Tom asintió. Vio que ella también quería hacer preguntas que no se atrevía a formular: «¿Qué sentiste? ¿Puedes recordarlo? ¿Dolió mucho?».
—¿Cómo sucedió? —preguntó Sarah—. ¿Te metiste simplemente delante de un coche?
—Imagino que iba a cruzar la calle Burleigh y era la hora punta…
Incapaz de decir nada más, ya que todo cuanto podía recordar ahora era el aspecto del coche un momento antes de atropellarle, se encogió de hombros.
—¿Cómo puedes ser tan tonto? —dijo ella—. ¿Qué piensas hacer la próxima vez? ¿Tirarte a una piscina vacía?
—Creo que mi próximo acto para desafiar a la muerte va a ser intentar salir de esta cama.
—¿Y cuándo será eso? ¿Cuándo regresas a casa?
—No lo sé.
Una irritación turbadoramente adulta se reflejó en el rostro de Sarah.
—Bueno, ¿cómo vas a volver a la escuela, si no regresas a casa? —Al ver que él no contestaba, la irritabilidad se transformó en un instante de total confusión y luego en algo muy parecido a la perplejidad—. ¿Acaso no piensas volver a la escuela?
—No puedo —dijo Tom—. Estaré todo un año fuera de circulación. De veras —añadió ante la creciente incredulidad que aparecía en el rostro de ella. La depresión empezaba a asaltarle de nuevo—. Aún tardaré otras ocho semanas en poder bajar de la cama, o al menos eso es lo que me han dicho. Cuando por fin pueda volver a casa, me instalarán en una cama de hospital en la salita. ¿Cómo quieres que vuelva a la escuela, Sarah? ¡Si ni siquiera puedo salir de la cama!
Tom se aterró al oír cómo emitía unos sonidos terriblemente desgarradores cuando los dolores empezaron a anunciar de nuevo su presencia. Pensó que la expresión de Sarah Spence era como si lamentara haber ido al hospital: y tenía razón, porque ella no pertenecía a aquel lugar. En cierto modo, aunque nunca hubiese sido del todo consciente, ella había sido su mejor y más importante amiga, y ahora un abismo enorme se extendía entre los dos.
Sarah no salió corriendo de la habitación, pero para Tom fue mucho peor que viera cómo se secaba el rostro y se sonaba la nariz mientras ella murmuraba frases sin sentido acerca de que todo se arreglaría. Vio que ella se retiraba hacia el mundo de la ignorante claridad diurna, que retrocedía educadamente horrorizada ante el miedo, el dolor y la rabia que él expresaba. En cualquier caso, Sarah no sabía lo peor de todo: que le habían castrado y que entre sus piernas no había otra cosa que un tubito: algo tan terrible que ni el mismo Tom podía pensar claramente en ello durante más de unos pocos segundos. Ahora, sin ser consciente de lo que hacía, deslizó la mano izquierda hacia la lisa ingle de su cuerpo de escayola.
—Debe de picarte muchísimo —comentó Sarah.
Tom retiró la mano como si la escayola estuviese al rojo vivo. Sarah se quedó hasta que finalizó el horario de visitas y le habló de su nuevo perrito, que se llamaba Bingo, de lo que había hecho en «el Norte», de un primo de Fritz Redwing, Buddy, que había conducido una de las motoras de la familia al mismo centro de Eagle Lake con la intención de dinamitar a los peces, y su voz siguió sin parar, llena de amabilidad, turbación y simpatía —junto con otros sentimientos que él no podía o no quería identificar— hasta que Nancy Vetiver entró para decirle que debía irse.
—No sabía que tuvieras una novia tan bonita —le dijo Nancy—. Creo que me voy a poner celosa.
El rostro de Sarah enrojeció completamente y, cogiendo su bolso, le prometió que volvería muy pronto. Cuando salió, se limitó a dedicar a Tom una breve sonrisa, pero no dijo nada a Nancy, ni siquiera la miró. Nunca más volvería al hospital.
Dos días más tarde, poco antes de que finalizara el horario de visitas, la puerta de la habitación de Tom se abrió y éste alzó los ojos mientras el corazón le latía con fuerza, esperando que fuera Sarah Spence. Lamont von Heilitz apareció sonriente en el umbral y de alguna manera pareció darse cuenta de todo enseguida.
—Oh, estabas esperando a otra persona. Pues me temo que sólo sea tu estrafalario vecino. ¿Quieres que te deje solo?
—No, por favor, entre —dijo Tom, más complacido de lo que hubiese creído posible ante la visión del anciano.
El señor Von Heilitz llevaba un traje azul oscuro con chaleco cruzado, una rosa granate en la solapa y guantes del mismo color que la rosa. Su aspecto era absurdo y atractivo a la vez, pensó Tom, y experimentó la extraña sensación de que podría parecerse enormemente a él cuando tuviera su misma edad. Luego su mente descubrió y recuperó un recuerdo enterrado, y abrió desmesuradamente los ojos frente al anciano, quien volvió a sonreírle, como si de nuevo lo hubiese comprendido todo antes de que Tom pudiera decir nada.
—Usted vino a verme —dijo Tom—. Hace mucho tiempo.
—Así es —dijo el anciano.
—Usted me dijo… Dijo que recordara su visita.
—Veo que lo has hecho —dijo el señor Von Heilitz—. Y ahora he vuelto otra vez. Tengo entendido que muy pronto vas a regresar a casa, sin embargo, puede que tengas tiempo para disfrutar leyendo unos libros que te he traído. Si no quieres, no importa. Pero deberías echarles una ojeada de todos modos.
De alguna parte sacó dos libritos y se los tendió a Tom: La banda manchada y Los asesinatos de la calle Morgue.
—Confío en que tengas la amabilidad de hacerme alguna visita cuando salgas del hospital y estés recuperado del todo.
Tom asintió, perplejo, y poco después el señor Von Heilitz abandonó la habitación.
—¿Quién diablos era ése? —le preguntó Nancy Vetiver—. ¿Drácula?
Tom salió del hospital el último día de agosto y lo instalaron en una cama en la salita. La enorme escayola había sido reemplazada por otra que le inmovilizaba sólo desde el tobillo hasta el muslo. Después de todo, al parecer no le habían castrado. Nancy Vetiver le visitó a los pocos días de su vuelta a casa y, al primer instante, pareció traer consigo todos los ruidos y la atmósfera controlada del hospital: por un momento fue como si aquel mundo desaparecido volviera a configurarse. Le contó historias de las otras enfermeras y de los pacientes que él había conocido, que le absorbieron como no habían logrado hacerlo las anécdotas que Sarah Spence le había contado de Wisconsin, y le dijo que Hattie Bascombe había prometido que le echaría un maleficio si no iba a visitarla. Pero entonces su madre —que tenía uno de sus días buenos y les había dejado solos para ir a encargar algunos comestibles a Ostend’s— regresó y se mostró educadamente fría con la enfermera. Tom vio que Nancy se sentía cada vez más incómoda ante las preguntas de Gloria Pasmore acerca de su familia y de sus estudios. Por vez primera, Tom se percató de que la forma de expresarse de Nancy no era muy correcta —decía «cuala» y «mesmamente»— y que a veces se reía de cosas que no tenían gracia. A los pocos minutos, la madre de Tom la acompañó a la puerta, agradeciéndole con evidente falta de sinceridad todo lo que ella había hecho.
Cuando Gloria regresó a la salita, comentó:
—Las enfermeras no deberían esperar propina, ¿no crees? A mí no me parece correcto.
—Oh, mamá —protestó Tom, consciente de que aquello escondía un juicio negativo.
—Esa joven me ha parecido muy rígida —comentó su madre—. Muy rígida, sí. Esa gente tan rígida es la que me asusta a mí.