—Estás muy silencioso —comentó Victor Pasmore—. Perdona, ¿alguien ha dicho algo? ¿Acabo de decir «estás muy silencioso»? Como nadie me contesta, es posible que haya estado soñando.
Estaban comiendo la cena que Victor había preparado refunfuñando y sin dejar de quejarse, y aunque la madre de Tom no había salido de su dormitorio desde que él había vuelto a casa, tenía preparado sobre la mesa un plato de carne imposible de identificar y verduras excesivamente cocidas. Las explosiones y exclamaciones procedentes del televisor se mezclaban con la música que llegaba desde el piso de arriba.
—¡Qué diablos, siempre estás callado! —dijo Victor—. Esto no es nada nuevo. A estas alturas ya debería estar acostumbrado. Uno dice algo, y su hijo se limita a jugar con la comida.
—Lo siento —dijo Tom.
—¡Jesús! ¡Vive! —Victor sacudió la cabeza amargamente—. Debo de estar soñando. ¿Crees que tu madre bajará por estas escaleras y se comerá su cena? ¿Q se quedará arriba escuchando una y otra vez Rosa azul?
—¿Rosa Azul?
—Sí. ¿Quieres decir que nunca la has oído? Tu querida madre no hace más que poner ese maldito disco. Ni siquiera creo que lo escuche, se limita…
—¿Rosa azul es el título del disco?
—¿Rosa azul es el título del disco? —La voz de su padre surgió como un melindroso gemido—. Sí, así se titula. El famoso disco de baladas de Glenroy Breakstone, que tu madre prefiere escuchar en vez de bajar y comerse la cena que le he preparado. Aunque supongo que eso ya es lo corriente, como que tú estés ahí sentado con esa mirada idiota mientras yo te pregunto qué has estado haciendo todo el día.
—Fui a dar un paseo con Sarah Spence.
—Ya eres todo un hombre, ¿eh?
Tom miró a su padre al otro lado de la mesa. Tenía rastros de grasa en la barbilla. En los sobacos de la camisa que había llevado en la oficina se veían manchas oscuras de sudor. Su nariz se hallaba cubierta de venitas rotas y poros negros. Sobre la frente le caía el cabello oscuro y como húmedo. Su padre se encorvaba sobre el plato, mientras con ambas manos sostenía un vaso de bourbon con agua. Sus negros ojos resplandecían, y la hostilidad emanaba de él igual que una corriente helada. Estaba mucho más borracho de lo que Tom podía percibir.
—¿Y tú qué has estado haciendo todo el día? —le preguntó.
Tom notó que su padre dudaba en si debía explicar algo que consideraba sorprendente. En realidad quena explicarlo, y el alcohol y la rabia se lo empujaban por la garganta. Así que alzó el vaso y tomó un trago de whisky para permanecer callado. Sonrió con una mueca, igual que un enano diabólico. Sus ojos carecían totalmente de profundidad y las pupilas casi eran invisibles: desde su centro, la luz salía disparada.
—Ralph Redwing vino a verme hoy al despacho. El gran hombre en persona. Quería hablar conmigo.
Su padre no podía explicar lo que para él eran excelentes noticias sin recrearse en ello: sus noticias representaban una ventaja insuperable respecto a la persona a quien las comunicaba. Tomó otro trago de whisky y sonrió con absoluta melancolía.
—El edificio de los Redwing se halla a una manzana de mi despacho. Pero ¿tú crees que Ralph Redwing sale así como así, para ir a cualquier parte? Ni mucho menos. Su chófer le llevó con el Bentley, y cuando Ralph Redwing utiliza el coche es para algo serio. En la tienda del vestíbulo compró dos cigarros de cinco dólares. «¿En qué planta está Comercial Pasmore?», preguntó. Como si él no lo supiera, ¿te das cuenta? Lo que quería era que supieran que él respeta a Vic Pasmore.
—Eso es estupendo —comentó Tom—. ¿Y qué quería?
—¿Cuál puede ser la única razón para que Ralph Redwing visite a Vic Pasmore? Tú no me conoces, Tom. Crees que me conoces, pero te equivocas. No me conoces. Nadie conoce a Vic Pasmore.
Su padre se inclinó sobre el plato y mostró dos hileras de dientes como pequeñas estacas. Más que una sonrisa, parecía la mueca de un irascible perro que guardara algún repugnante trofeo. Luego se irguió, contempló a Tom como si se hallara muy por encima de él, y cortó un trozo de carne, que empezó a masticar.
—¿Sigues sin adivinarlo? No tienes ni la más remota idea de a que me refiero, ¿verdad? ¿A quien crees tu que visita Ralph Redwing? ¿A quién piensas que regala cigarros de cinco dólares?
A los que quiere embaucar, pensó Tom, pero dijo:
—Supongo que a poca gente.
—¡A nadie! ¿Sabes lo que te pasa? Que no tienes ni la más mínima idea de lo que ocurre. Cuanto mayor te haces, más convencido estoy de que eres uno de esos chicos que nunca llegan a ninguna parte. Muchacho, en ti hay mucho de tu madre.
—¿Te ofreció un empleo? —preguntó Tom.
Su padre no era consciente de que lo que estaba diciendo pudiera resultar insultante; tenía el aspecto de alguien que imparte verdades con imparcialidad.
—¿Crees que un hombre como Ralph entra así como así en el despacho y te dice: «Eh, Vic, qué te parecería un nuevo empleo»? Si es eso lo que te imaginas, ya puedes pensar en otra cosa.
Así era su padre cuando se sentía completamente feliz.
—Me dijo que había notado lo bien que dirigía mi pequeño negocio. Quizá no en los años pasados, cuando las cosas no iban del todo bien, pero sí últimamente. El insinúa. Puede que necesite lo que él llama un buen director comercial; alguien que no lleve anteojeras, como la mayoría de idiotas en Mill Walk. Quizás esté pensando en comprar mi negocio y dejar que alguien lo dirija, para que yo pueda encargarme de cosas más importantes.
—¿Es eso lo que te dijo?
—Te he dicho que él insinúa. —Siguió masticando, siguió tragando y siguió bebiendo bourbon—. Pero ¿sabes lo que pienso? Pues pienso que por fin voy a poder salir de debajo del puño de Glendenning Upshaw. Y no hay nada en el mundo que desee tanto como esto.
—¿Y por qué estás debajo de su puño?
—¡Oh, Dios! —Su padre sacudió enérgicamente la cabeza: de su rostro había desaparecido el triunfo, dejando únicamente la acidez de su rabia—. Digamos que vivir en Eastern Shore Road cuesta un montón de dinero, ¿vale? Y digamos que, cuando yo llegué aquí, Glen afirmó que me ayudaría a empezar. ¿Y qué es lo que hizo? ¿Me nombró vicepresidente de la Mill Walk Construction Co., como yo pensaba que haría? ¿Es así como cuida de la gente? ¡Diablos, no! Durante diecisiete años he procurado no quejarme, pero ahora ha llegado el momento de que obtenga alguna ganancia. Me lo merezco, maldita sea.
—Confío en que funcione —dijo Tom.
—Ralph Redwing tiene esta isla en su bolsillo, no te engañes respecto a eso. Glen Upshaw es un viejo, ya está de capa caída. Es Ralph quien maneja los asuntos.
—¿Qué clase de asuntos?
—Lo ignoro, muchacho. Sólo sé que los tiene. Ralph Redwing lo organiza todo con antelación. ¿Tú crees que va a dejar que Buddy siga haciendo el tonto? Buddy tiene menos correa de lo que imaginas, muchacho, y no tardará en verse envuelto en responsabilidades; se encontrará metido en el panal de rica miel. Ese hombre no quiere correr riesgos.
Ahora la maliciosa mirada de triunfo había reaparecido con toda su fuerza.
—¿Qué quieres decir con eso de la miel?
—Anda, termina tu cena y evapórate.
—Acabo de terminar —dijo Tom, levantándose.
—Te queda un año más en esta casa —dijo su padre—. Nada más. Luego te irás al continente y Glen Upshaw te dará un cuarto de dólar cada vez que vayas a mear. —Sonrió, y pareció como si fuera a morder algo—. Hazme caso, será lo mejor para ti. Coge todo cuanto puedas mientras puedas, porque es como si no existieras.
—¡Pero existo! —gritó Tom, ahora realmente ofendido—. ¡Por supuesto que existo!
—Para mí, no. Siempre me has sacado de quicio.
Tom sintió como si le hubiesen dado con un palo. Por un instante, lo único que deseó fue coger un cuchillo y clavárselo a su padre en el corazón.
—¿Y qué pretendes? —le gritó—. ¿Que sea como tú? ¡No querría serlo ni por un millón de dólares! Has vivido de tu suegro toda tu vida y ahora te sientes más feliz que un cerdo en su mierda porque piensas que te han hecho una oferta mejor.
Victor volcó su silla al levantarse y tuvo que sujetarse a la mesa para no caer. Se había puesto colorado y los ojos y la boca parecían haber empequeñecido. Realmente semejaba a un cerdo, pensó Tom, un cerdo de rojos mofletes que se apartara vacilante del abrevadero. Por un instante, pensó que su padre iba a abalanzarse sobre él.
—¡Será mejor que mantengas la boca cerrada! —bramó Victor—. ¿Me has oído?
Eso significaba que sólo iba a gritar. Tom estaba temblando y las manos se le habían cerrado en un puño.
—Tú no sabes nada de mí —dijo Victor en voz alta, aunque sin llegar a gritar.
—Sé lo suficiente —dijo Tom, alzando más la voz.
—¡Y tampoco sabes nada de ti!
—¡Sé más de lo que tú te imaginas! —le gritó Tom.
Arriba, su madre había empezado a gemir. El joven casi se echó a llorar ante aquella espantosa escena. Aún estaba temblando.
Sin embargo, la actitud de su padre había cambiado; aún tenía la cara colorada, pero de pronto pareció mucho más sobrio.
—¿Qué es lo que tú sabes?
—No te importa —dijo Tom, disgustado.
Arriba, Gloria había iniciado una serie de lamentos rúnicos y prolongados, igual que una criatura desesperada goleando con la cabeza contra los barrotes de la cama.
—Y ahora esto, por si fuera poco —protestó Victor.
—Anda, sube y tranquilízala —le dijo Tom—. ¿O también esto se va a acabar, ahora que tu compadre Ralph te ha comprado un cigarro?
—Voy a tener que encargarme de ti, tío listo —dijo Victor, y cogiendo una servilleta de la mesa, se secó la cara: el recuerdo del cigarro y de la visita de Ralph Redwing pareció tranquilizarle.
En el estudio, el teléfono empezó a sonar.
—Atiéndelo y, si es para mí, di que llamaré dentro de cinco minutos —indicó su padre, saliendo hacia arriba.
Tom entró en el estudio y descolgó el teléfono.
—¿Qué es eso? ¿El televisor? —inquirió la voz de su abuelo—. Baja el volumen para que pueda explicarte algo.
Tom apagó el televisor.
—Tenemos que hablar de Eagle Lake —le comentó su abuelo—. ¿Y para qué has ido al hospital esta mañana?
—Quería averiguar qué le había sucedido a Nancy Vetiver.
—¿No te dije que te llamaría para decírtelo?
—Pensé que te habías olvidado —explicó Tom.
—Ella volverá a su trabajo en un par de días. Parece ser que estuvo enferma cuatro o cinco días seguidos. El doctor Milton investigó, descubrió que trasnochaba, que probablemente bebía demasiado, y le llamó la atención. Ella le contestó con evasivas y él le suspendió de empleo un par de semanas. Tenía que dar ejemplo con ella o si no todos terminarían haciendo lo mismo. Lógicamente, ninguna de estas chicas es muy instruida. Ésta es toda la historia.
Su abuelo tosió fuertemente y Tom se lo imaginó con el teléfono en una mano y el cigarro en la otra.
—¿Ella le salió con evasivas? —preguntó Tom.
—Intentó escabullirse mintiendo. Pero, con la escasez de enfermeras, el Shady Mount tiene que conformarse con lo que hay. —Hubo un breve silencio—. Confío en que este asunto quede así cerrado.
—Cerrado —contestó Tom—. Absoluta, completa e irrevocablemente zanjado.
—Me alegro de que atiendas a razones. Y ahora, tengo que hacerte una proposición respecto a tu viaje a Eagle Lake.
Tom no dijo nada.
—¿Sigues ahí? —le gritó su abuelo.
—Todavía sigo aquí. —Oyó que su madre le vociferaba a su padre—. Total y completamente aquí y en ningún otro lugar.
—¿Qué es lo que te ocurre?
—No estoy muy seguro. Es que acabo de tener una pelea con papá.
—Dale tiempo para que se tranquilice o pídele disculpas, o haz lo que quieras. —La madre de Tom volvió a chillar—. ¿Qué ha sido eso?
—La televisión.
Su abuelo suspiró.
—Escucha. Para ir a Eagle Lake, antes había que viajar a Miami, coger un tren para Chicago, y allí hacer un transbordo para Hurley. Todo el viaje duraba unos cuatro días. Acabo de encontrar la forma para que realices el viaje de un sólo trayecto, si es que puedes salir en un par de días. Pienso que debes aprovechar la ocasión.
Tom asintió, pero no dijo nada.
—Ralph Redwing utiliza un avión privado que transporta a él y a sus amigos al lago. El avión regresara para recoger a los Spence y, como un favor personal, Ralph ha accedido a que vayas tú también. Así que haz el equipaje y preséntate en el aeropuerto el viernes a las ocho.
—De acuerdo —dijo Tom—. Gracias.
—Respira un poco de aquel aire fresco y pasea por el bosque. Nada un poco. En el club puedes utilizar mi pase de socio. No te preocupes por la vuelta. Ya solucionaremos eso cuando llegue el momento. —Tom nunca había oído un tono tan amistoso en Glendenning Upshaw—. Te gustara aquello. Gloria y yo solíamos pensar que los veranos en Eagle Lake eran la mejor época del año. A ella le encantaba aquel lugar. Acostumbraba pasar horas sentada en la galería, contemplando el bosque.
—Y el lago, imagino —dijo Tom.
—No, algunos de los chalets tienen balcones altos que dan al lago, pero el nuestro da al otro lado, directamente al bosque. Pero puedes sentarte en el embarcadero y contemplar el lago todo lo que quieras.
—¿Desde el balcón pueden verse los otros embarcaderos?
—¿Y quién quiere ver los embarcaderos de los demás? Gloria y yo íbamos allí para alejarnos de la otra gente. De hecho, hasta que tú apareciste; es decir, desde que Gloria se casó y tú apareciste…, yo solía pensar en retirarme allí con ella, cuando llegara el momento. Entonces no sabía que nunca querría retirarme.
—¿No le gustaría a ella venir conmigo?
—Gloria no puede volver —dijo su abuelo—. Ya lo intentó una vez, el año siguiente a la muerte de mi esposa. Pero no funcionó. No funcionó en ningún aspecto. No lo pudo soportar. De modo que cedí y regresamos antes de lo previsto, para empezar con lo de Miami. A la larga, aún salí ganando.
—¿Saliste ganando? —preguntó Tom, asombrado.
—Conseguí construir aquel hospital en un tiempo récord. —Intuyendo quizá que Tom y él hablaban de cosas distintas, añadió—: En Miami concerté un par de entrevistas para Gloria con un médico, de esos que entonces llamaban alienistas. Resultó ser únicamente un charlatán. La mayoría de ésos lo son, ya sabes. Quería que yo asistiera a unas consultas y yo le dije que estaba mucho más cuerdo que él. Puse fin a todas esas tonterías. Gloria era una criatura que había perdido a su madre el verano anterior, en eso radicaba todo el problema.
Tom se acordó de su madre sujetando la copa de martini sobre la mesa, en la terraza de su abuelo.
—¿Te acuerdas de alguna otra cosa que pudiera trastornarla aquel verano? —preguntó Tom.
—De nada, en absoluto. Aparte del problema de Gloria, fue un verano perfecto. Uno de los jóvenes Redwing, Jonathan, se prometió con una encantadora muchacha de Atlanta. Una boda de los Redwing siempre es un auténtico acontecimiento y tendría que haber sido un verano delicioso, independientemente de todas las fiestas en el club.
—Pero no lo fue —añadió Tom.
—Tú serás más afortunado. Basta con que te presentes a la hora en el aeropuerto.
El joven prometió que así lo haría y su abuelo colgó sin aguardar a que le diera las gracias o se despidiera.
Tom se encontró en el vestíbulo, al pie de las escaleras, sin recordar en absoluto haber salido del estudio. Del piso superior le llegaban intermitentemente gemidos amortiguados e imprecaciones ininteligibles y chillonas. Tom echó un vistazo al amplio salón y sintió que allí dentro todo estaba muerto. Todo el mobiliario, los sillones, las mesas y el enorme sofá, todo, carecía de vida.
—De modo que ella le salió con evasivas —murmuró Tom—. Así que intentó escabullirse mintiendo. —Oyó que a voz de su padre retumbaba—. Tendría que haber sido un verano delicioso.
Arriba, algo se estrelló y se rompió. Los pies le condujeron de nuevo al estudio, se sentó en el brazo del sillón de su padre y se quedó mirando un rato la oscura pantalla del televisor antes de darse cuenta de que estaba apagada. Entonces sus piernas le llevaron al otro lado de la habitación y su mano pulsó el interruptor para conectar el aparato. Joe Ruddler gesticulaba violentamente en medio de una fila de hombres con chaquetas deportivas, que permanecían sentados detrás de una enorme mesa curva. Debajo, con letras grandes, se anunciaba: «seguidamente, noticias de la isla en directo». Un anuncio de cera para automóviles sonó con estridencia. Tom bajó el volumen y se sentó en un balancín con el asiento de anea.
—Supongo que les habrás dicho que les llamaría enseguida —le dijo su padre.
Tom se volvió y descubrió a su padre de pie justo en la puerta de entrada.
—La llamada era para mí. Era el abuelo.
Toda una capa de células murieron debajo de la superficie de la cara de su padre.
—Hemos mantenido una larga conversación. Probablemente la más larga que haya tenido nunca con él. De tú a tú, quiero decir.
Algo sucedió en las bolsas que había debajo de los ojos de su padre.
—Ralph Redwing surgió en la conversación. Pasado mañana me voy a ir al Norte en el avión de tu compadre. El abuelo parecía muy satisfecho.
Los ojos de su padre parecían magulladuras, efectivamente. No las bolsas, sino los mismos ojos.
—No le dije nada sobre la fantástica visita, ni del cigarro de cinco dólares. No le expliqué nada de nada. ¿Cómo podría hacerlo, si no existo?
Victor colocó ambas manos en el marco de la puerta e inclinó la mitad superior del cuerpo hacia la sala. Un mechón de cabello le cubrió la frente, la boca se le abrió y la magulladura pareció hacerse más profunda en sus ojos.
—Ya me encargaré de ti más tarde —dijo, y se dio impulso para dejar la habitación.
Un estridente tema musical estalló en el televisor y una voz sonora anunció:
«¡Ha llegado la hora del equipo de Noticias de la Isla en Directo!»
Unas mejillas abultadas y unos ojos rutilantes aparecieron en la pantalla un instante para anunciar que Joe Ruddler estaba dispuesto para destrozar palabras, frases y párrafos entre sus blancos dientes cuadrados.
Seguidamente, un tipo rubio y con expresión de clerical solicitud en unas facciones corrientes, miró a Tom y dijo:
«Trágica muerte de un héroe local. Ahora mismo».
Durante treinta segundos, un anuncio de champú le lanzó imágenes de cabellos ondulantes.
El hombre rubio de nuevo miró a Tom y dijo:
«Hoy, Mill Walk ha perdido a un héroe. El agente Román Klink, uno de los dos policías heridos en el barrio nativo durante el tiroteo en que resultó muerto el sospechoso de asesinato Foxhall Edwardes, ha sido alcanzado por unos disparos fatales a última hora de esta tarde en un intento de atraco a la taberna de Mulrone. Cuando el agente Klink, que trabajaba provisionalmente a tiempo parcial en la taberna mientras se recuperaba de sus heridas, intentó sacar el revolver reglamentario para impedir el atraco, los malhechores le dispararon. El agente Klink murió instantáneamente de un disparo en la cabeza. Tres hombres abandonaron la zona y, aunque no se les pudo identificar, se cree que su detención será inminente».
En la pantalla apareció una foto borrosa, en blanco y negro, de un muchacho de cara ancha y gorra de uniforme.
«El agente Román Klink era un veterano en la policía de Mill Walk con quince años de servicio, tenía cuarenta y dos años, deja esposa y un hijo».
El tipo rubio bajó la mirada, luego volvió a levantarla hacia la cámara y hacia Tom:
«Por otro lado, el compañero del agente Klink, Michael Mendenhall, murió hoy en el hospital Shady Mount a consecuencia de las heridas que le causó Foxhall Edwardes en el tiroteo de Weasel Hollow. El agente Mendenhall estaba en coma desde el suceso, uno de los más violentos en la historia de Mill Walk. Ambos oficiales serán enterrados con todos los honores en el cementerio de Christchurch el domingo a las dos, después de los funerales en la iglesia catedralicia de St. Hilda. El capitán Fulton Bishop ha anunciado que las donaciones para el Fondo Social de la Policía serán bien recibidas».
Entonces mostró su perfil a la cámara y dijo:
«Una triste noticia, Joe».
La cabeza de Joe Ruddler surgió sobresaliendo de una camisa de cuello alto sujeta por el nudo de una corbata amarilla de chalina.
«¡HORRIBLE! ¡ULTRAJANTE! ¿SABÉIS LO QUE PIENSO? ¡OS DIRÉ LO QUE PIENSO! HAY QUIEN CREE QUE LAS EJECUCIONES PÚBLICAS…»
Tom se levantó y apagó el televisor.
—Eh, éste era Joe Ruddler —dijo Victor.
Tom se volvió y vio a su padre en el umbral. Tenía las manos en los bolsillos.
—Me gusta Joe Ruddler.
El estómago de Tom se le agarrotó: su cuerpo, desde los pulmones a las entrañas, era como un puño cerrado. Se inclinó de nuevo y conectó el aparato.
«… REMILGADOS, COBARDES Y DE CORAZÓN DÉBIL QUE NO PUEDEN ACEPTAR…»
Tom giró el botón del volumen e interrumpió el sonido.
—Esta tarde han matado a un policía.
—Los polis aceptan esos riesgos. Créeme, se preparan para estas cosas. —Victor entró en la salita con expresión avergonzada—. Ejem, Tom… Dije ciertas cosas que… —Imprimió un balanceo a su cabeza—. No es… Yo no querría que pensaras…
—Nadie quiere que piense —dijo Tom.
—Sí, pero me refiero a que sería mejor que no le dijeras nada a Glen sobre… No lo harás, ¿verdad?
—He descubierto una cosa en el abuelo —dijo Tom—. A él le gusta explicar cosas interesantes, pero nunca le interesa escucharlas.
—Claro, claro. En fin. —Victor pasó junto a Tom para sentarse en su sillón—. ¿Quieres ir ahora arriba a ver a tu madre? Y sube el volumen de ese aparato, por favor.
Tom giró el botón del volumen hasta que Joe Ruddler apareció gritando:
«¡ENTONCES QUE ME DISPAREN! ¡ESO ES LO QUE YO PIENSO!»
Su padre le observó de reojo y Tom se dirigió arriba.
Gloria estaba tendida sobre la cama con un arrugado pijama masculino, la almohada apelotonada debajo de su cuerpo y las sábanas caídas sobre un manojo de periódicos. Las persianas estaban cerradas y en el tocador había una lámpara encendida, cubierta por un pañuelo. La otra lámpara, que solía estar junto a la cama, yacía en el suelo, partida en dos: un soporte ancho y un cuello largo y delgado. Cerca de allí, donde debería estar la lámpara, había un frasco de plástico marrón con una etiqueta escrita a máquina. Unos cuantos vidrios empañados lanzaban destellos desde la alfombra azul. Tom empezó a recoger de la alfombra los vidrios rotos.
—Podrías cortarte —dijo.
—Me he sentido tan cansada todo el día, que apenas podía levantarme de la cama. Luego me ha parecido oír que tú y Victor os gritabais, y…
Tom miró por encima de la cama y vio que su madre se había tapado la cara con las manos. Recogió todos los cristales rotos que pudo ver, los tiró encima del montón de blancos pañuelos de papel que había junto a la cama y se sentó al lado de su madre.
—Tuvimos una discusión, pero ya se ha terminado. —Tom colocó los brazos alrededor de su madre y la sintió como si no tuviera huesos pero a la vez se mantuviese muy rígida—. A causa de algo que ha ocurrido.
Por un instante, Gloria apoyó la cabeza en el hombro de Tom, pero enseguida se separó con brusquedad.
—No me acaricies; no me gusta.
Inmediatamente, Tom dejó caer los brazos. Ella le miró con ojos turbios y empezó a tironear de la chaqueta del pijama haciéndola girar hasta que quedó a su gusto.
—¿Quieres que me vaya?
—No, de veras. Pero odio las peleas. Me asusto tanto cuando oigo que alguien se pelea…
—Y yo odio oírte chillar —dijo Tom—. Me hace sentir tan mal… Pensar que no puedo hacer nada por ti…
—¿Y crees que a mí me gusta? Sencillamente, ocurre. Esa cosa pequeña que hay dentro de mí hace pop y, entonces, apenas sé dónde me encuentro. Yo pensaba… Era como si mi auténtico yo se hubiese ido a algún lado y yo tuviera que esconderme dentro de mí hasta que él regresara. Más tarde comprendí que esa cosa era realmente yo, como una persona muerta.
—Pero tú no eres siempre así.
—¿Quieres apagar el tocadiscos, por favor?
Tom no se había dado cuenta de que el disco giraba en el plato del tocadiscos portátil que había sobre el tocador. Se volvió hacia el aparato, pulsó la palanca de paro y el brazo se levantó del surco, para regresar a su sitio. Tom observó cómo la etiqueta reducía sus giros hasta que pudo leer lo que había escrito en ella: Rosa azul, por Glenroy Breakstone y los Targets. Sacó el disco del eje y buscó la funda entre la pila de discos que había en el suelo, apoyados contra el tocador. Finalmente la encontró medio oculta debajo de la cama. Los bordes gastados de arriba y de abajo estaban cubiertos con celo transparente, que se había vuelto amarillo. Tom metió el disco en la funda.
—¿Qué hace él ahora? ¿Mira la tele?
Tom asintió.
—¿Qué es lo que le hace superior a mí? Yo me quedo aquí, escuchando música, y él abajo, mirando esa estúpida televisión y bebiendo.
—Ya estás mejor —dijo Tom.
—Si de veras me sintiese mejor, apenas sabría cómo comportarme.
Ella se apartó a un lado e hizo palanca hasta que pudo levantar las sábanas y meter las piernas debajo. Algunas de las revistas resbalaron al suelo. Gloria tiró de la colcha hasta el pecho y se apoyó en los almohadones.
De pronto, Tom pensó que era como si se encontrara en el dormitorio de una adolescente: el pequeño tocadiscos sobre el tocador, el pijama masculino, el desorden de las revistas, la oscuridad, la cama individual… Debería haber pósters y banderines en las paredes, pero estaban vacías.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó.
—Puedes quedarte un ratito. —Su madre cerró los ojos—. Estaba avergonzado de sí mismo, ¿verdad?
—Supongo.
Tom se apartó de la cama y se sentó al revés en la silla que había ante el tocador. Aún sostenía en la mano el disco con su funda.
—El abuelo acaba de telefonear.
Gloria abrió los ojos y se apoyó contra la cabecera de la cama. Alcanzó el frasco de las píldoras y se puso dos en la mano.
—¿De veras?
Gloria dividió las píldoras por la mitad y se tragó dos pequeñas porciones sin agua.
—Quiere que salga para Eagle Lake pasado mañana. Puedo aprovechar el avión de los Redwing que se lleva a los Spence.
—¿Los Spence van al Norte en el avión de los Redwing? —Después de una pausa, añadió—: ¿Y tú vas a ir con ellos?
Gloria se metió en la boca las otras dos pequeñas mitades de la pildora, hizo una mueca y se las tragó.
—¿Preferirías que me quedara aquí? —preguntó Tom—. No tengo por qué ir.
—Quizá sea conveniente que salgas de esta casa por una temporada. Es posible que lo pases bien en el Norte.
—Tú solías ir allí en verano.
—Yo acostumbraba ir a muchos sitios. Durante algún tiempo, llevé otro tipo de vida.
—¿Recuerdas tu casa en el lago?
—Era un chalet enorme, muy grande. Todo de madera. Allá, todo es de madera. Todos los chalets. Conocía a todos los que vivían allí. Incluso a Lamont von Heilitz. Papá no quiso que hablara de él durante el almuerzo, el día que fuimos al Club de los Fundadores. ¿Te acuerdas?
Tom asintió.
—El era famoso entonces —explicó su madre—. Era mucho más famoso que papá y hacía cosas maravillosas. Siempre creí que Lamont von Heilitz era bastante importante.
¿A qué viene todo eso?, se preguntó Tom.
—Y también conocí a una señora que se llamaba Jeanine. Era amiga mía. Esa es otra historia horrible. Una horrible historia tras otra, eso es lo que es.
—¿Conocías a Jeanine Thielman?
—Hay muchas cosas de las que se supone que no debo hablar. Así que no lo haré.
—¿Por qué se supone que no debes hablar de Jeanine Thielman? —inquirió Tom.
—Oh, eso ya no importa —dijo Gloria, que parecía ahora más adulta, y más despierta—. Pero yo podía decirle cosas a ella.
—¿Qué edad tenías cuando murió tu madre?
—Cuatro años. Lo cierto es que durante mucho tiempo no entendí lo que había ocurrido. Pensaba que ella se había ido para que yo me sintiera mal. Que quería castigarme.
—¿Por qué haría ella una cosa así, mamá?
Gloria abrió las rendijas de sus ojos y su rostro hinchado adquirió una expresión infantil, socarrona.
—Porque yo era mala. Debido a mis secretos. —Por un instante, Tom pensó que aquella expresión taimada era como una bola de mantequilla en su boca—. A veces Jeanine se me acercaba y hablaba conmigo. Me abrazaba. Y yo hablaba con ella. Pensaba que ella sería mi nueva mamá. ¡De veras lo creía!
—Siempre me he preguntado cómo murió mi abuela —dijo Tom—. Nunca nadie habla de ello.
—¡Conmigo tampoco! —dijo Gloria—. Una cosa así no se puede explicar a una criatura.
—¿Qué cosa?
—Que ella se suicidó —dijo Gloria con voz monocorde, sin ningún tipo de emoción—. Se suponía que yo debía ignorarlo. No creo que papá deseara siquiera que yo supiese que ella había muerto, ¿sabes? Ya conoces a papá. Muy pronto se comportó como si nunca hubiese existido mamá. Sólo nosotros dos. Ella y su papá. —Tiró de las sábanas para tensarlas, y las revistas que todavía quedaban sobre la cama se movieron al mismo compás—. Sólo quedaban ella y su papá, y eso era lo que había. Porque él la quería a ella, de verdad, y ella lo quería a él. Ella sabía todo lo ocurrido… —Gloria se deslizó un poco más dentro de la cama—. Pero todo eso ocurrió hace mucho tiempo. Jeanine estaba enfadada y luego un hombre la mató y también la tiró al lago. Oí cómo él disparaba… Oí los disparos en mi dormitorio. ¡Pop! ¡Pop! ¡Pop! Atravesé la casa, me acerqué al balcón y vi al hombre corriendo entre los árboles. Empecé a gritar y no podía encontrar a papá. Supongo que me quedé dormida, porque cuando me desperté, él estaba allí. Le dije lo que había visto y él me llevó a casa de Barbara Deane. De este modo estaría a salvo.
—¿Quieres decir que te llevó a Miami?
—No, primero me llevó a la casa de Barbara Deane en el pueblo, y estuve allí un tiempo. Varios días. Él regresó al lago para buscar a Jeanine y volvió más tarde. Sólo entonces nos fuimos a Miami.
—No lo entiendo…
Gloria cerró los ojos.
—No me gustaba Barbara Deane. Nunca hablaba conmigo. No era agradable. —De nuevo se quedó en silencio durante un rato, respirando profundamente—. Mañana me encontraré mejor.
Tom se levantó y se acercó al lateral de la cama. Los párpados de su madre aletearon y él se inclinó para besarla. Cuando sus labios se posaron en la frente de ella, Gloria se estremeció y murmuró:
—No lo hagas.
En el estudio, Victor Pasmore estaba reclinado en su sillón, dormido frente al resplandor del televisor. En el cenicero ardía un cigarrillo, sólo un cilindro de cenizas, que desprendía en el aire una delgada columna de humo.
Tom se dirigió a la puerta de entrada y salió a la fría noche. A través de las rendijas de las ventanas de Lamont von Heilitz, se veía la luz encendida.