Tom avanzó a tientas. Chocó contra el respaldo de una silla, pasó al otro lado y se sentó. Su propia respiración sonaba tan fuerte como la de Fritz Redwing por el teléfono aquella tarde.

—¿Cuándo ha llegado? ¿Cómo ha entrado?

Mientras los ojos de Tom se acostumbraban a la oscuridad, la figura esbelta del cuerpo de Von Heilitz iba cobrando forma frente a la palidez del sofá. Ante él, la cabeza del detective se destacaba como una silueta frente a las cortinas.

—Entré hará cosa de una hora, simplemente deslizando el pestillo de la cerradura. ¿No habrás ido a cenar al club, supongo?

—No. Fui a su embarcadero, para mirar a través de las ventanas del club. No quería que Jerry Hasek me encontrara aquí, y me interesaba ver qué estaba pasando. La verdad es que me alegro de su presencia aquí. Si pudiera verle, le diría que me alegro de su visita.

—Yo también me alegro de verte, al menos hasta donde puedo. Pero te debo una disculpa. Debería haber acudido en tu busca mucho antes. Quería que descubrieses cuantas más cosas mejor, pero subestimé los peligros que podías correr. Nunca pensé que te fueran a disparar a través de la ventana.

—¿De modo que recibió mis cartas?

—Todas, y son excelentes. Has hecho un buen trabajo, Tom, pero ha llegado la hora de que regresemos a Mill Walk. Cogeremos un vuelo a las cuatro de la madrugada.

—¡A las cuatro!

—Nuestro piloto ha tenido que registrar su ruta de vuelo, y ponerlo todo a punto, de lo contrario habríamos salido antes. No podemos correr el riesgo de quedarnos aquí otra noche.

—Usted no cree que fuera la bala perdida de un cazador la que penetró por la ventana.

—No —dijo Von Heilitz—. Ese fue un intento deliberado de asesinato. Y tú has aumentado las posibilidades husmeando en ese taller de maquinaria. Así que ahora tendré que llevarte a un lugar más seguro y procurar que conserves la vida hasta que subamos a ese avión.

—¿Cómo sabe lo del taller de maquinaria? Si todavía no le he enviado la carta.

Von Heilitz no contestó a su pregunta.

—¿Cuánto hace que está usted aquí? No llegó a Eagle Lake hace sólo una hora, ¿verdad?

—¿Crees que iba a dejar que vinieses solo a esta guarida de leones?

—¿Ha estado usted aquí todo el tiempo? ¿Y cómo recibía mis cartas?

—A veces iba a la oficina de correos a recogerlas, y otras Joe Truehart me las traía.

Tom estuvo a punto de caerse de la silla.

—Entonces fue a usted a quien yo seguí… El que llevaba la linterna.

—Faltó poco para que me cogieras. Había ido a mi chalet a recoger algunas cosas, y de noche ya no suelo ver tan bien como antes. Vámonos, ¿quieres? Tenemos que regresar, y me gustaría verte de otro modo que arrastrándote como antes. Tenemos muchas cosas de que hablar.

—¿Adonde vamos?

—Ya lo verás —dijo Von Heilitz, levantándose.

Tom distinguió la oscura mancha del anciano acercándosele, con el cabello blanco brillando bajo la luz de la luna.

—Esa casa en el claro del bosque… —dijo Tom—. La cabaña de la señora Truehart.

La alta figura que tenía ante sí se inclinó hacia delante, y su cabello blanco resplandeció. Von Heilitz le cogió de los hombros.

—Probablemente ella también querrá pedirte disculpas. Por lo general no acostumbra asustar a sus visitantes con un rifle, pero yo no quería que supieras aún que estaba aquí.

Dio un apretón a los hombros de Tom y volvió a erguirse. Éste le siguió hacia el estudio y, bajo la luz de la luna, Von Heilitz se volvió hacia él y le dejó paso, sonriente.

—Me parece increíble —dijo Tom.

—Tú, me pareces increíble —dijo Von Heilitz—. Has hecho todo lo que yo esperaba de ti, y más todavía. Yo no esperaba que solucionaras los robos que se han venido cometiendo por aquí.

—He tenido un buen maestro —dijo Tom, sintiendo que se ponía colorado.

—No, es algo más que eso —dijo el anciano—. Y ahora, ¿quieres abrir la puerta?

Tom dio vuelta a la llave de la puerta trasera, y Von Heilitz salió. Tom le siguió afuera, y cerró con llave.

Von Heilitz apoyó una mano sobre el hombro del muchacho, y la abandonó allí cuando él se incorporó. Tampoco la bajó cuando por fin Tom se volvió hacia él. Y los dos se quedaron un instante bajo la luz de la luna, mirándose fijamente. Tom aún experimentaba el emocionado placer y la tranquilidad de ver a Von Heilitz, cuando soltó abruptamente:

—No creo que Antón Goetz matara a Jeanine Thielman.

Von Heilitz asintió, sonrió y dio unos golpecitos en el hombro de Tom antes de bajar la mano.

—Ya lo sé.

—Yo creía… Pensé que estaba usted molesto o algo por el estilo. Era uno de sus casos más importantes… Sé cuánto significaba para usted.

—Ha sido mi único gran error; eso es todo cuanto ha significado para mí. Ahora, tú y yo pondremos las cosas en su sitio, después de tanto tiempo. En la cabaña de la señora Truehart podremos hablar de eso.

Von Heilitz saltó limpiamente del embarcadero y avanzó por la orilla. En la propiedad de Roddy Deepdale, guió a Tom por el césped hasta la vereda. Ambos dibujaban idénticas sombras alargadas bajo la luz de la luna. Ninguno de los dos dijo nada hasta llegar allí donde el sendero se introducía en el bosque, detrás del chalet de los Thielman. Von Heilitz encendió su linterna.

—Por cierto, Tim Truehart ha arrestado a tu amigo Nappy —comentó al entrar en el bosque.

—¿De veras? —preguntó Tom, siguiéndole—. No creí que Spychalla fuera a darle mi mensaje.

—Puede que no lo hubiera hecho si a Chet Hamilton no le hubiese picado la curiosidad cuando le preguntaste dónde estaba la calle del Sol. Poco después de que tú lo hicieras, se acercó por allí con el coche lo suficiente para sorprender a Nappy apilando cajas fuera del taller. Se limitó a dar media vuelta y buscar el teléfono más cercano. Spychalla no podía ignorar dos avisos.

—Pero ¿y Jerry?

—Nappy sigue diciendo que cometió solo todos los robos. Pero cambiará de idea cuando comprenda que pasará mucho menos tiempo en la cárcel si entrega a sus amigos. Spychalla está buscando a Jerry Hasek y a Robbie Wintergreen, pero hasta el momento no los ha encontrado. Aquí debe de ser donde tú te perdiste la otra noche.

La linterna iluminó la lisa superficie grisácea de unos troncos de árboles. Von Heilitz movió el haz de luz ligeramente a la izquierda, y el estrecho sendero reapareció, serpenteando a medida que se internaba en el bosque.

—Es probable —dijo Tom.

—Me supo mal actuar de este modo. —Von Heilitz bajo por la pendiente del sendero.

—¿Entonces por qué lo hizo?

—Ya te lo he dicho. Porque quería que hicieras precisamente lo que has hecho.

—¿Descubrir entonces que Barbara Deane mató a Jeanine Thielman?

La luz de la linterna dejó de moverse, y Tom por poco chocó con la espalda del anciano. Von Heilitz soltó una sonora y explosiva carcajada que sonó como «¡Jua-jua!».

Entonces se volvió y enfocó la linterna en el centro del pecho de Tom. Incluso en medio de la oscuridad, y con la cara oculta por el destello de la linterna, Von Heilitz parecía reprimir una risa aún más explosiva.

—Perdona, pero… ¿qué te ha hecho suponer una cosa así?

Tan irritado ahora, como aliviado se había sentido antes, Tom le explicó:

—Registré una caja que hallé en el armario de ella, y, junto con algunos artículos que más o menos la acusaban de asesinato, encontré dos anónimos. Jeanine Thielman los había escrito.

—¡Dios mío! —exclamó Von Heilitz—. ¿Y qué había escrito en ellos?

—En uno decía: «Sé lo que tú eres, y hay que detenerte». El otro decía algo como: «Esto ya ha ido demasiado lejos, vas a pagar por tus pecados».

—Extraordinario.

—Supongo que usted no cree que ella matara a Jeanine Thielman.

—Barbara Deane nunca ha matado a nadie en toda su vida —afirmó Von Heilitz—. ¿Crees que Barbara Deane también mato a Antón Goetz? ¿Que lo colgó con su propio carrete de pescar?

—Pudo haberlo hecho. Quizás él le estuviera haciendo chantaje.

—Y por casualidad ella le estaba esperando en su chalet, Para entregarle el dinero, cuando él llegó con la noticia de que yo le acusaba de asesinato.

—Bueno, siempre he pensado que esta parte era la más difícil de creer —dijo Tom, que ya no se sentía molesto, sino aliviado ante la idea de que Barbara Deane no era una asesina—. Pero, si ella no lo hizo, y tampoco fue Antón Goetz, ¿quién la mató?

—Me lo dijiste tú —afirmó von Heilitz.

—Pero yo sólo…

—En tus cartas. ¿No te he dicho que habías logrado lo que yo esperaba de ti?

Von Heilitz bajó la linterna y Tom vio que le sonreía.

Aquí está pasando algo más, pensó Tom. Algo que no logro captar.

El detective dio media vuelta y se internó con paso rápido entre los árboles.

—¿No piensa decírmelo?

—Cuando llegue el momento.

Tom sentía que estaba a punto de echarse a gritar.

—Primero hay otra cosa que debo comunicarte —dijo Von Heilitz, avanzando aún con rapidez por el sendero.

Tom aceleró el paso tras él.

Von Heilitz no habló más hasta que llegaron al claro del bosque. La luz de la luna se cernía sobre la cabaña de los Truehart, borrando el color de las flores. El anciano apagó la linterna tan pronto como Tom dejó el sendero para pisar la hierba, y sus sombras se extendieron, rígidas y alargadas, sobre el suelo plateado. A su alrededor, todo era negro, gris y plateado. Tom se le acercó, y Von Heilitz cruzó los brazos sobre el pecho. Todas las finas arrugas de su rostro aparecían más profundas, y la frente más fruncida bajo la luz lunar. Parecía una persona desconocida y, repentinamente inseguro, Tom se quedó inmóvil.

—Quiero hacer esto con mucho tiento —le dijo Von Heilitz—. Si cometiese una chapuza, tú nunca me lo perdonarías, y yo tampoco.

El joven abrió la boca, pero fue incapaz de decir nada. Una extrañeza repentina le había paralizado la lengua.

Von Heilitz bajó la mirada, tratando de empezar y su frente se retorció de manera aún más alarmante. Cuando habló, su pregunta dejó estupefacto a Tom.

—¿Qué tal te llevas con Victor Pasmore?

El muchacho casi estuvo a punto de echarse a reír.

—No me llevo —dijo Tom—. De veras.

—¿Y a qué piensas que es debido?

—No lo sé. Supongo que me aborrece. Somos totalmente distintos.

—¿Qué crees que diría, si se enterara de que tú y yo nos conocemos?

—Montaría un escándalo, supongo. Me advirtió que me alejara de usted. —Tom percibía en el anciano una mezcla de tensión y de seriedad—. ¿A qué viene todo eso?

Von Heilitz le miró, luego miró el suelo plateado y de nuevo a Tom.

—Esta es la parte en la que debo actuar con más tiento. —Suspiró profundamente—. En 1945 conocí a una joven. Yo era mucho mayor, pero inmediatamente sentí una gran atracción hacia ella, una enorme atracción. Me ocurrió algo que yo pensaba que nunca iba a ocurrirme. Primero empecé a sentir su atracción pero, a medida que fui conociéndola mejor, empecé a quererla. Sentía que ella me necesitaba, pero teníamos que vernos en secreto porque su padre me odiaba. Yo era el hombre menos adecuado que ella podía haber elegido, pero me eligió a mí. En aquella época, yo todavía viajaba mucho, pero empecé a rechazar casos para no tener que separarme de su lado.

—¿Intenta decirme…?

Von Heilitz negó con un gesto de cabeza, se apañó unos pasos y se volvió hacia el bosque.

—Ella quedó embarazada, y no me lo dijo. Me habían hablado de un caso muy interesante, uno que verdaderamente me tenía intrigado, y lo acepté. Decidimos que nos casaríamos en cuanto yo regresara y, para suavizar el golpe, decidimos mostrarnos en público durante una semana. Asistimos juntos a un concierto, fuimos a un restaurante y acudimos a una fiesta organizada por gente que no pertenecía a nuestro círculo, sino que habitaba en otra parte de la isla. Fue un alivio poder hacer cosas así. Cuando yo me marché para trabajar en el caso, le pedí que se viniera conmigo, pero ella pensó que debía quedarse en casa para hacer frente a su padre. Yo creí que sería capaz de hacerlo; se había vuelto más fuerte, o al menos yo así lo pensaba. Ella se negó a que yo hablara con su padre, ¿sabes? Dijo que ya habría tiempo para ello cuando regresara.

Von Heilitz se volvió de nuevo hacia Tom.

—Cuando la llamé por teléfono, su padre no me permitió hablar con ella. Renuncié al caso y al día siguiente volé de regreso a Mill Walk, pero ya se habían ido. Ella se lo había contado todo a su padre, incluso que se hallaba embarazada. Su padre se la llevó de Mill Walk y le compró un novio en el continente. Ella… ella se derrumbó. Todos regresaron a Mill Walk y, a los pocos días, se celebró el matrimonio. Su padre la había amenazado con internarla en un hospital psiquiátrico si yo volvía a verla. Dos meses después de la boda, dio a luz a su hijo. Imagino que su padre sobornaría al registrador para que falseara el certificado de matrimonio. A partir de entonces, Tom, nunca más volví a aceptar ningún caso que me obligara a abandonar la isla. Ella volvía a pertenecer a su padre; probablemente siempre le ha pertenecido. Pero yo vigilé a aquel muchacho. Nadie me permitía verle, pero yo le vigilaba. Le quería.

—¿Y por eso me visitó en el hospital? —inquirió Tom.

Unos sentimientos demasiado fuertes para poder identificarlos le mantenían paralizado sobre la hierba iluminada por la luna. Tom sentía como si tiraran de su cuerpo en distintas direcciones y pensó que en su cabeza habían inyectado hielo y fuego.

—Siempre te he querido —dijo el anciano—. Me siento muy orgulloso de ti, y te quiero, pero sé que no merezco tu cariño. Soy un padre maldito.

Tom avanzó un paso hacia él y, de alguna forma, Von Heilitz cruzó el espacio que los separaba sin que pareciera haberse movido. El anciano colocó tentativamente los brazos alrededor del muchacho, y Tom permaneció rígido unos segundos. Luego algo se quebró dentro de él —una capa parecida a un caparazón rocoso, con el cual había vivido toda su vida sin siquiera darse cuenta—, y empezó a sollozar. Los sollozos parecían surgir de debajo del caparazón de roca, de un lugar que se había conservado intacto toda su vida. Entonces abrazó a Von Heilitz, y experimentó la increíble levedad y la fuerza de existir, como si el mundo hubiera penetrado impetuoso en su interior.

—Bueno, al menos te lo he confesado —dijo el anciano—. ¿Ha sido una chapuza?

—Sí —afirmó Tom—. Ha hablado usted demasiado.

—Tenía tantas cosas que decir…

Tom rió, y las lágrimas resbalaron por su cara, humedeciendo el hombro de la chaqueta de Von Heilitz.

—Me lo imagino.

—A los dos nos costará un poco acostumbrarnos a esto —añadió Von Heilitz—. Pero quiero que sepas que creo que Victor Pasmore ha hecho probablemente todo cuanto podía. Sin duda no quería que crecieras como yo. Él ha tratado de que tuvieses lo que él considera una infancia normal.

Tom se apartó, y miró fijamente al anciano. Su rostro ya no simulaba una máscara, sino que le resultaba completamente familiar.

—La verdad es que, dadas las circunstancias, ha hecho un buen trabajo. Y no debe de haber sido fácil para él.

El mundo había cambiado por completo a pesar de que seguía siendo el mismo: la diferencia consistía en que ahora Tom podía entender —o al menos empezar a entender— detalles de su vida que resultaban inexplicables excepto como pruebas de su rareza, o de su falta de interpretación.

—Oh, si piensa usted que ha hecho una chapuza… —dijo Tom.

—Vayamos adentro —interrumpió Von Heilitz.

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