Tom se trasladó a la cama, y empezó a leer el libro de Timothy Underhill. Al cabo de treinta páginas, se desató los lustrosos zapatos y los dejó caer al suelo; al cabo de setenta, se sentó, se quitó la chaqueta y el chaleco, y se aflojó la corbata. Von Heilitz se había quedado dormido en el sofá.
Había esperado que El hombre dividido transcurriera en Mill Walk, pero Underhill había situado los asesinatos en una animada ciudad industrial del Medio Oeste, llena de vallas metálicas, con crudos inviernos, fundiciones y cientos de bares. Su único parecido real con Mill Walk residía en que la gente adinerada vivía en la parte oriental de la ciudad, en unas casas enormes, edificadas sobre unos riscos a la orilla de un gran lago.
Al iniciarse el quinto capítulo, el personaje principal de la novela, un policía asesino llamado Esterhaz, se despertaba en un apartamento que no le resultaba familiar. El televisor estaba encendido, y el aire olía a whisky. La resaca de Esterhaz era tan grande, que sentía como si estuviera a punto de desaparecer. Deambulaba por el apartamento vacío, intentando imaginar quién vivía en él y por qué se había despertado allí. En el armario colgaban prendas de hombre y de mujer, y el mostrador de la cocina estaba lleno de platos sucios y botellas de leche con abundantes manchas verdes de moho. Le asaltaba el leve recuerdo de una pelea, de haber golpeado a alguien sin sentido, machacando carne ya inconsciente una y otra vez, y de sangre salpicando la pared. Pero no había rastros de sangre en el apartamento ni en su ropa, y sus manos sólo le producían un leve y suave malestar, como si un diablo se las hubiese besado. Junto a la puerta del dormitorio reposaba una botella de whisky medio vacía, y Esterhaz se bebió a grandes tragos lo que quedaba. Luego entró en el dormitorio. En el suelo, junto a un colchón cubierto con una manta arrugada, halló una nota en la que habían escrito: «Una angustia - Entre la gente - Al parecer - Algo sin importancia - Esta noche vuelve. G». ¿Quién era G.? Se metió de cualquier manera la nota en el bolsillo de la chaqueta. Esterhaz encontró su gabardina apelotonada en una esquina de la habitación y después de ponérsela se la abrochó. Las náuseas le provocaron un estremecimiento, y hasta él llegó una idea ya madura, como si la hubiese leído y luego memorizado: la invisibilidad era algo más que una simple fantasía; la invisibilidad era tan real que la mayor parte del mundo ya se había deslizado al interior de un gran reino invisible que acompañaba y se burlaba del mundo visible.
Esterhaz bajó por una escalera oscura que producía ecos metálicos y salió a la calle en medio de un frío intenso y de un viento racheado. Advirtió la salida junto a un bar llamado Casa de Corrección, y reconoció dónde se encontraba. A unas cuatro manzanas de distancia se hallaba el hotel St. Alwyn, donde sabía que habían asesinado a dos personas. Esterhaz avanzó entre la ventisca en dirección a su coche, sacó una botella de litro de la guantera y metió un poco más de realidad en su organismo. Era una hora tan sobrenatural como las seis y media de la madrugada. «Un poco de angustia entre la gente —pensó—. Esa zorra sabía de qué hablaba». Se puso la botella entre las rodillas, giró la llave de contacto y condujo hasta un aparcamiento vacío frente al lago. Espirales y estelas de niebla colgaban en absoluta quietud sobre la superficie grisácea del lago, como si se hubiesen helado donde estaban.
—Bastante bueno, ¿no te parece?
Tom alzó la mirada a través del recuerdo de las espirales de niebla estancada sobre la superficie del lago en Eagle Lake, y distinguió a Von Heilitz inclinado sobre la mesa, preparando emparedados con tacos gruesos de queso y lonchas de salchichón.
—Me refiero al libro —dijo Von Heilitz.