Las cartas que se mandaban por correo en Mill Walk generalmente llegaban el mismo día a su destinatario, y el correo depositado en el buzón por la noche siempre se recibía al día siguiente. Tom se dijo que nada ocurriría el día que el capitán Fulton Bishop recibiera su carta, que podía transcurrir una semana, o incluso más, antes de que la policía se pusiera en acción o facilitara algún tipo de información acerca del asesinato de Marita Hasselgard. Además dado que era sábado, siempre cabía la posibilidad de que la carta no llegara al escritorio de Fulton Bishop hasta el lunes próximo. Durante los fines de semana, todo se hacía con mayor lentitud. Y si la carta llegaba al cuartel general el lunes, quizá permaneciese medio día en la sala de distribución del correo antes de que la enviaran al despacho de Bishop. O quizás éste no trabajara los sábados o no acostumbrara examinar el correo hasta la tarde…

—¿Sabes lo que pienso? —le dijo su padre—. Eh, despierta, que te estoy hablando.

Tom levantó la cabeza con brusquedad. Desde el otro extremo de la mesa donde tomaban el desayuno, Victor Pasmore le observaba con una intensidad poco habitual. Tom ni siquiera se había dado cuenta de que su padre hubiese entrado en la cocina. Ahora, apoyándose en el respaldo de la silla, contempló cómo Tom utilizaba distraídamente su tenedor para remover por todo el plato los huevos revueltos que él mismo se había preparado. Como la mayoría de los bebedores, Victor era inmune a la resaca, y la forma con que ahora miraba a Tom era extremadamente cómplice, casi paternal, algo bastante raro en él.

—¿Te lo pasaste bien anoche con la chica de los Spence?

—Estuvo bien.

Victor tiró de la silla y se sentó.

—Los Spence son buena gente. Muy importante.

Tom intentó recordar si había visto algún recorte sobre los padres de Sarah y llegó a la conclusión de que no había hallado ninguno. Entonces recordó otra cosa y, siguiendo un impulso, se lo preguntó a su padre.

—¿Sabes algo del hombre que construyó su casa?

La mirada de Victor expresó confusión e impaciencia.

—¿El tipo que construyó la casa de los Spence? Eso no es más que una pérdida de tiempo.

—¿Pero recuerdas algo de él?

—¡Cristo! ¿Qué eres tú? ¿Un arqueólogo? —Victor hizo un esfuerzo visible por tranquilizarse y luego prosiguió en un tono más suave—. Tengo entendido que era un alemán. Mucho antes de mi época… Pretendía deslumbrar a todo el mundo y lo consiguió. El tipo era un auténtico timador, tengo entendido. Tuvo problemas allá en el Norte, y nunca más se supo de él.

—¿Por qué has dicho que era una pérdida de tiempo?

Victor Pasmore se inclinó hacia delante. Su impaciencia luchaba con el deseo de expresar su opinión.

—De acuerdo. Puesto que quieres saberlo, voy a decírtelo. Si miras esa casa, ¿qué es lo que ves? Ves muchos dólares. Montones de billetes. Bill Spence empezó como contable con tu abuelo, realizó algunas magníficas inversiones y éstas le colocaron donde ahora se encuentra. Así que carece de importancia quién construyó esa casa.

—¿Y no sabes nada sobre él? —preguntó Tom.

—¡No! —gritó Victor—. ¡No me estás escuchando! Quiero que entiendas una cosa. Mira, todo está relacionado con lo que quiero decirte. ¿Has pensado en lo que vas a hacer después de Tulane?

—La verdad es que no —dijo Tom, empezando a sentirse más tenso de lo habitual: ya habían decidido que después de graduarse debía estudiar en Tulane, la universidad de su abuelo.

—Bien, pues presta atención a lo que te digo. Mi consejo es que pienses en las oportunidades que ofrece el mundo empresarial. Sal afuera y empieza de nuevo, créate tu propia vida. No te quedes anclado en esta isla, como yo… —Victor hizo una pausa después de esta sorprendente afirmación, y bajó la mirada un segundo antes de proseguir, ahora con un tono más reposado—: Tu abuelo está dispuesto a ayudarte para que empieces.

—En el continente —concluyó Tom.

Cuando Tom miraba hacia el futuro, sólo veía un mundo terrorífico. El consejo de su padre parecía ir dirigido a un tipo de persona completamente distinto, alguien que entendiera lo que quería decir con lo de las oportunidades del mundo empresarial.

—Tu futuro no está aquí —dijo Victor—. Tú puedes construirte una vida completamente nueva. —Y lo observó por encima de la mesa como si tuviera mucho más que decir.

—¿Y tú cómo empezaste?

—Glen me ayudó a salir adelante.

Aquella declaración surgió con un tono neutro, como a disgusto, lo cual significaba que la conversación había llegado esencialmente a su fin, y Victor Pasmore apartó la mirada de su hijo para volverse hacia la ventana de la cocina. Fuera, bajo la aplastante luz del sol, las flores púrpura de la buganvilla, demasiado pesadas para sus tallos, colgaban en cascada de la blanca pared de la terraza.

—Como cuando tú estuviste tan grave, me refiero a tu accidente, Glen se hizo cargo de tus enfermeras, de los tutores y de un montón de cosas por el estilo. Hay que estarle agradecido al viejo.

Para Tom estaba claro que Victor Pasmore hablaba más para sí mismo que para él. La gratitud parecía demasiado dura, una obligación por la cual había que pagar eternamente. Su padre, sin afeitar como era habitual los fines de semana, vestido con una camisa deportiva poco adecuada para él, dejó de mirar por la ventana.

—Lo único que pretendo es inculcarte un poco de sentido común —le dijo—. Procura no cometer equivocaciones… ¿Crees que es demasiado temprano para tomar un trago? —Su padre levantó las espesas cejas y bajó las comisuras de la boca haciendo una mueca de comicidad: la idea de tomar una copa le había puesto de mejor humor—. Piensa en lo que te he dicho. No te quedes… En fin, ya sabes. —Victor se levantó y se dirigió hacia el armario donde guardaban los licores—. Algo flojillo, creo —dijo, aunque ya no estaba hablando con su hijo.

Tom pasó el resto del día deambulando por la casa, incapaz de estarse quieto más de media hora. Leyó unas cuantas páginas de una novela, pero continuaba perdiéndose en las frases: las palabras danzaban en medio de una mancha borrosa mientras se imaginaba a un policía uniformado depositando un sobre encima del escritorio de Fulton Bishop, cómo éste le echaba un vistazo y luego lo cogía o lo ignoraba…

Tom se llevó el libro a la sala de estar. Desde el otro lado de la escalera llegaban los rugidos y gritos del partido de los Yankees en el televisor del estudio, donde su padre se había derrumbado en el sillón. Los enfervorizados hinchas neoyorquinos siempre armaban mucho ruido. A través de las ventanas de la fachada se enmarcaba el enorme caserón grisáceo de Von Heilitz. ¿Alguna vez el padre de Lamont von Heilitz le habría aconsejado que empezara a pensar en las oportunidades del mundo empresarial? Tom se incorporó de un salto y paseó arriba y abajo por la sala de estar, deseando que el partido finalizara y así poder conectar la emisora de Mill Walk para aguardar a que dieran las noticias. Por supuesto que no habría nada interesante en las noticias. Subastas de pasteles en la parroquia, la puntuación de los equipos en la liga local, el anuncio de la construcción de un nuevo aparcamiento elevado… Tom subió sin rumbo las escaleras y entró en su habitación. Allí se arrodilló y buscó debajo de la cama. El álbum encuadernado en piel seguía donde lo había dejado. Oyó que la puerta del dormitorio de sus padres se abría y se incorporó como si se sintiera culpable. Los pasos de su madre se alejaron por la escalera. Tom salió de su habitación y la siguió abajo.

La encontró en la cocina, mirando tristemente los platos que había en el fregadero y las latas de cerveza vacías que su padre había ido acumulando sobre la mesa. Se había cepillado el cabello y llevaba un largo camisón de raso color melocotón y una chaquetilla a juego, que parecía una especie de compromiso entre prenda de ropa interior y prenda de vestir.

—Ya lavaré yo los platos, mamá —dijo, comprendiendo por vez primera que, a pesar de la inseguridad y la confusión que poblaban su propia existencia, a menudo sus padres le hacían sentir como si ellos fueran hijos suyos.

Por un instante, Gloria pareció completamente indecisa sobre lo que hacer a continuación. Se aproximó con pasos inseguros a la mesa.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Perfectamente —dijo ella, con una voz tan apagada como su rostro.

Tom se dirigió al fregadero y abrió el grifo del agua caliente. A sus espaldas, Gloria empezó a moverse por la cocina, conectando el calentador del agua, haciendo entrechocar tazas, abriendo la lata del té. Parecía moverse con gran lentitud y Tom pensó que le estaría mirando mientras él se ocupaba de la pila de platos sucios. Oyó que vertía agua caliente en una taza y se sentaba con un suspiro. Luego ya no pudo soportar por más tiempo aquel silencio y dijo:

—Ayer el señor Handley quiso que le acompañara a su casa, después de las clases, para enseñarme algunos libros raros. Pero creo que en realidad lo que pretendía era hablar conmigo.

Su madre murmuró algún sonido incomprensible.

—Pensé que le habías pedido que hablase conmigo. Por lo de mi álbum de recortes. —Tom se volvió desde el fregadero: su madre estaba inclinada sobre la taza de té, con su brillante cabellera colgando como una cortina ante su rostro—. No hay motivo para que estés preocupada, mamá.

—¿Y dónde vive él?

La pregunta parecía no interesarle, como si la hubiese formulado únicamente para llenar un espacio en la conversación.

—Cerca del Goethe Park, pero no llegamos a ir a su casa.

Ella se retiró el cabello hacia atrás y le miró prolongadamente.

—Me puse malo… Me mareé. No podía seguir más allá, de modo que tuvo que traerme a casa.

—¿Y eso fue en la calle Burleigh?

Tom asintió.

—Ahí fue donde sufriste el accidente. Supongo… Ya sabes. Malos recuerdos.

Gloria observó el sobresalto de Tom —a punto estuvo de que se le cayera el plato que estaba lavando— con la torva expresión de quien observa cómo se confirman sus temores.

—No creas que estas cosas pueden borrarse. No es posible, te lo aseguro.

Gloria suspiró de nuevo y pareció temblar. Cogió con ambas manos la taza de té y se inclinó encima, con lo cual la brillante cortina de sus cabellos volvió a caer para ocultarle el rostro. Tom aún sentía como si la intuición de su madre —respecto a la causa de que él no pudiera proseguir el trayecto— le hubiese cortado la respiración. Entonces percibió, fugaz y misteriosamente, la visión de una mujer vieja y gorda gritándole «Esquinero», y supo que la había visto en la realidad el mismo día de su accidente. El mundo se había desgarrado para permitirle ver debajo de su corteza y, más tarde, se había vuelto a sellar. Allí, bajo aquella superficie, había una mujer encolerizada agitando su puño. Pero ¿qué más?

Un momento antes de comprender que su madre estaba llorando, logró captar, igual que un olor agudo y distante, la sensación de urgencia, de impulso, que había sentido aquel día. Luego vio que su madre se había encorvado aún más sobre sí misma y que sus hombros se movían a sacudidas.

Tom se secó las manos en los pantalones y se acercó a ella. Gloria lloraba en silencio y al sorprender a Tom delante suyo, se llevó la servilleta a los ojos e intentó tranquilizarse.

La mano de Tom se detuvo indecisa sobre la cabeza de su madre, pues no sabía si ella iba a permitirle que la acariciara. Finalmente dejó que su mano bajara dulcemente sobre la nuca de ella.

—No sabes cuánto lamento lo que te ocurrió —dijo ella—. ¿Vas a culparme de ello toda la vida?

—¿Culparte?

Tom cogió una silla y se sentó a su lado. Un hormigueo empezó a recorrerle todo el cuerpo al comprender que su madre realmente le estaba hablando de tú a tú.

—No puede decirse que haya sido una madre para ti. —Gloria se secó los ojos con la servilleta y le dirigió una mirada tan consciente y compasiva que, por un instante, pareció una persona completamente diferente: una persona que él podía distinguir en muy pocas ocasiones, la madre que realmente estaba presente muy de tarde en tarde, capaz de verle a él porque era capaz de ver más allá de sí misma—. Nunca quise que te sucediera nada malo, pero no fui capaz de protegerte y por poco te matan —murmuró, apelotonando la servilleta sobre su regazo.

—Tú no fuiste culpable de nada —dijo Tom—. Además, eso ocurrió hace mucho tiempo.

—¿Y crees que eso cambia las cosas?

Ahora parecía ligeramente irritada con él. Tom sintió cómo la atención de su madre se apartaba de él y la persona que podría haber sido empezaba a desaparecer de su rostro. Luego observó que hacía un enorme esfuerzo para concentrarse.

—Recuerdo cuando tú eras pequeño —dijo, sonriéndole sinceramente, con las manos quietas—. Eras tan guapo, que al mirarte sentía ganas de llorar. No podía dejar de mirarte. A veces pensaba que iba a derretirme contemplándote. Eras perfecto… Eras mi niño. —Gloria le cogió la mano y se la acarició casi tímidamente; luego volvió a soltársela—. Me sentía increíblemente afortunada por el hecho de ser tu madre.

La expresión del rostro de Tom hizo que ella volviera la cabeza a un lado y buscara un instante para serenarse sorbiendo un poco de té. Tom no podía ver su cara.

—¡Oh, mamá! —exclamó.

—No olvides nunca lo que te he dicho —susurró ella—. Es la verdad. Odio ser como soy.

La necesidad de Tom, la intensa necesidad que tenía de ella, hizo que se inclinara hacia su madre con la esperanza de que le abrazara, o al menos que volviera a acariciarle. El cuerpo de Gloria se puso rígido, como si estuviera furiosa, pero Tom pensó que no había motivo alguno para que se sintiera así.

—¿Mamá?

Gloria volvió oblicuamente la cabeza, dejándole ver su rostro estropeado. El cabello le caía encima de las mejillas y una hebra se le había quedado pegada en los labios. Parecía un oráculo y Tom se quedó aterrado ante la importancia de lo que pudiera decirle. Luego ella parpadeó.

—¿Quieres saber algo más?

Tom se sentía incapaz de reaccionar.

—Me alegro de que no fueras niña —dijo ella—. De haber tenido una hija, hubiese ahogado a la pequeña zorra.

Tom se incorporó con tal precipitación que estuvo a punto de derribar la silla y a los pocos segundos había salido ya de la cocina.

El día transcurrió con lentitud. Gloria Pasmore pasó la tarde en su dormitorio, escuchando antiguas grabaciones —Benny Goodman, Count Basie, Duke Ellington, Glenroy Breakstone y los Targets—, tendida sobre la cama y fumando un cigarrillo tras otro. Victor Pasmore sólo abandonaba el televisor para ir al baño. A las cuatro y media se quedó dormido, reclinado en su sillón, con la boca abierta, roncando frente a otro partido de béisbol. Tom se sentó en otro sillón y durante treinta minutos vio a unos hombres, cuyos nombres le eran desconocidos, marcando tantos contra otro equipo. Se preguntaba qué estaría haciendo Sarah Spence y qué estaría haciendo el señor Von Heilitz detrás de sus ventanas, con las cortinas corridas. A las cinco se levantó del sillón y cambió al canal de las noticias locales. Victor se removió en su sillón y parpadeó, despertándose lo suficiente para agarrar el vaso lleno de acuoso líquido amarillento que tenía junto a su sillón.

—¿Qué pasa con el partido?

—¿No podemos ver las noticias?

Victor tragó un poco del tibio whisky aguado, gruñó al notar el sabor y volvió a cerrar los ojos.

Un tema musical, a todo volumen, precedió al anuncio todavía más potente de la urbanización Deepdale en el lago Deepdale, que era «otro Eagle Lake, a sólo tres kilómetros de distancia y dos veces más asequible».

El padre de Tom soltó un ronquido de total satisfacción.

Un hombre de cabello rubio muy corto y gafas de montura gruesa, sonrió a la cámara y dijo:

«Las cosas pueden haber cambiado por lo que se refiere al más sorprendente asesinato de las últimas décadas ocurrido en la isla. Nos referimos a la muerte de Marita Hasselgard, la única hermana del ministro de Hacienda Friedrich Hasselgard, que también figura en las noticias de hoy».

—Eh —exclamó Tom, sentándose con la espalda tiesa.

«El capitán de la policía, Fulton Bishop, ha informado hoy que un comunicante anónimo ha proporcionado a la policía una valiosa información que ha conducido al descubrimiento del paradero del asesino de la señorita Hasselgard. El capitán Bishop ha informado a nuestros reporteros que el asesino de Marita Hasselgard, Foxhall Edwardes, es un antiguo residente del Centro de Reclusión de Long Bay, del que salió hace poco, y un delincuente habitual. Edwardes abandonó Long Bay el día anterior al asesinato de la señorita Hasselgard».

En la pantalla apareció la foto de un hombre tosco, de cara ancha, con el cabello tupidamente ensortijado.

—¡Eh! —exclamó Tom, aunque con un tono distinto.

—¿Qué es eso tan importante? —preguntó su padre.

«… Varias condenas por robo con escalo, amenazas, pequeños fraudes y otros delitos. La última condena de Edwardes fue por robo a mano armada. Se sospecha que se esconde en el distrito de Weasel Hollow, acordonado por la policía hasta que finalice el registro. Se aconseja a los conductores y a los carreteros que utilicen el desvío de Bigham Road hasta nuevo aviso. Estamos seguros de que todos ustedes comparten con nosotros el deseo de que este asunto se solucione lo antes posible. —El locutor bajó la mirada a su escritorio, pasó una hoja de papel y de nuevo miró a la cámara—. En relación con esto, se nos ha informado que el desconsolado ministro de Hacienda Friedrich Hasselgard ha desaparecido en el mar embravecido de la costa occidental de la isla. Al parecer, el ministro Hasselgard salió con su barco, el Mogrom’s Fortune, con objeto de dar un paseo en solitario alrededor de la isla a eso de las tres de esta tarde, después de enterarse de la captura inminente del asesino de su hermana. Se cree que fue sorprendido por una repentina turbonada en la zona de la Piscina del Diablo y se perdió todo contacto por radio poco después de que empezara la tormenta. —Los ojos del locutor bajaron de nuevo hacia la mesa—. Seguidamente, informe del tráfico por nuestro observador jefe, el tiempo a cargo de Ted Meteorológico, y deportes con Joe Ruddler».

—Bien —exclamó Victor Pasmore—. Ya lo han encontrado.

—¿Encontrado a quién?

—¿A quién diablos va a ser? Al canalla que se cargó a Marita Hasselgard. —Su padre empezó a levantarse del sillón—. Será mejor que empecemos a pensar en la cena. Tu madre se encuentra un poco indispuesta hoy.

—¿Y qué me dices de Hasselgard?

—¿Qué pasa con él? Los nativos que han subido, como Hasselgard, son capaces de navegar con cualquier cosa, en cualquier parte y a través de cualquier tormenta que les salga al paso. Recuerdo que cuando Hasselgard tenía poco más de veinte años era capaz de enhebrar agujas en un velero y en plena tormenta.

—¿Lo conociste?

—Conocí a Fred Hasselgard superficialmente. Fue uno de los descubrimientos de tu abuelo. Glen le sacó de Weasel Hollow y le ayudó a empezar. Cuando estaban urbanizando la zona occidental, Glen hizo lo mismo con un puñado de brillantes jóvenes nativos; cuidó de su educación y les guió por el buen camino.

Tom contempló cómo su padre arrastraba los pies hacia la cocina, y luego devolvió su atención al televisor.

El violento rostro encendido de Joe Ruddler llenaba toda la pantalla.

«¡Eso es, hinchas del deporte! —gritaba Ruddler, con su agresividad característica—. ¡Eso es todo en deportes hoy! ¡No hay nada más! ¡Ya podéis suplicar cuanto queráis, que no servirá de nada! Ruddler estará con vosotros hasta las diez, así que tomáoslo con calma, o tomáoslo mal… ¡pero seguid tomando!».

Tom apagó el televisor.

—Seguid tomando… —Victor rió entre dientes desde la cocina; era un admirador de Joe Ruddler, porque Joe Ruddler era todo un tío—. Hay aquí unos bistecs que será mejor que nos comamos antes de que se estropeen… ¿Quieres un bistec?

Tom no tenía hambre, pero dijo:

—Bueno.

Victor, secándose las manos en los pantalones, se dispuso a salir de la cocina.

—Oye, ¿te importa asarlos? Basta con que los pongas en la parrilla. Ahí hay un poco de lechuga y algo más; podrías preparar una ensalada. Voy a ver cómo está tu madre y a preguntarle si quiere que le prepare un trago o algo por el estilo.

Media hora más tarde, Victor ayudaba a Gloria a bajar las escaleras mientras Tom ponía la mesa en el comedor. Con el atuendo color melocotón y el cabello ahora lacio, su madre parecía un fantasma de ojos enrojecidos. Gloria se sentó delante de su bistec, cortó un trozo del grosor de un naipe y lo empujó por todo el plato con el tenedor.

Tom le preguntó si se encontraba mal.

—Mañana salimos a cenar fuera —dijo Victor—. Ya verás cómo mañana por la noche estará llena de energía. ¿Verdad, Glor?

—Déjame en paz —protestó ella—. ¿Quiere todo el mundo dejar de pincharme, por favor?

Cortó otra pequeña porción de bistec, la levantó a medio camino de su boca, luego bajó el tenedor y, tirando de él, volvió a dejar la carne en el plato.

—Quizá deba llamar al doctor Milton —dijo Victor—. El podrá darte algo.

—No necesito nada —exclamó Gloria, irritada—, sólo… que… me… dejen… en… paz… ¿Por qué no llamas a mi padre? El es quien te soluciona siempre las cosas.

Victor terminó de cenar en completo silencio.

Gloria se volvió a Tom con una mirada de auténtico reproche. Sus ojos estaban muy hinchados.

—Él te ayudará también a empezar, donde tú quieras. Puedes ir a cualquier sitio.

—Al parecer, nadie desea que me quede en Mill Walk —dijo Tom, comprendiendo que sus padres ya habían aceptado tácitamente en su nombre la oferta de su abuelo.

—¿No quieres irte de Mill Walk? —El tono de su madre era casi violento—. Tu padre desearía haber sido capaz de marcharse de este lugar. ¡Pregúntaselo!

—Me parece que no tenemos mucha hambre esta noche —dijo Victor—. Deja que te acompañe arriba, Gloria. Debes descansar para mañana, para la cena de los Langenheim.

—Yupiii. Chistes sucios y miradas sucias.

—Voy a llamar al doctor Milton —dijo Victor.

Gloria se desplomó en su silla, con la cabeza colgándole alarmantemente sobre el pecho. Victor se levantó con rapidez y se acercó a ella por detrás. Le colocó ambas manos en las axilas y tiró de ella. Gloria se resistió unos segundos, luego le apartó ambas manos y se levantó por su propio pie.

Victor la cogió del brazo y salió con ella del comedor. Tom oyó cómo subían las escaleras. Cuando la puerta del dormitorio se cerró, su madre empezó a chillar en un tono continuo y pausado. Tom recorrió varias veces el comedor, luego llevó los platos a la cocina, metió en unas bolsas los bistecs sin comer y los guardó en el frigorífico. A continuación lavó los platos, luego se dirigió al vestíbulo de la entrada y prestó atención a los chillidos de su madre, que le sonaron ahora extrañamente evocadores, desconectados de cualquier indignación o dolor auténticos. Se acercó entonces a la puerta principal y apoyó la cabeza contra la madera.

Antes de media hora, un carruaje se detuvo frente a la casa y sonó el timbre de la entrada. Tom salió de la sala de la televisión para abrir la puerta y dejó pasar al doctor Milton.

Victor aguardaba al pie de la escalera. Una mancha roja de vino, con la forma del estado de Florida, destacaba sobre la pechera de su camisa. El doctor Milton, que iba vestido con el mismo chaqué y pantalones a rayas que llevaba en la fotografía del álbum de Lamont von Heilitz, sonrió a Tom y se encaminó con su maletín negro hacia la escalera.

—¿Se encuentra mejor ahora?

—Supongo —dijo Victor.

El doctor Milton volvió su fatigado rostro hacia Tom.

—Tu madre está un poco nerviosa, hijo. Nada por lo que preocuparse. —Le miró como si deseara desordenarle el pelo—. Verás como mañana estará mucho mejor.

Tom le contestó con alguna evasiva y el doctor siguió a Victor Pasmore escaleras arriba con su maletín.

A eso de las diez, Tom sintió como si estuviera él solo en casa. El médico se había marchado horas antes y sus padres ya no habían vuelto a bajar. Conectó el televisor para ver las noticias y se sentó en el brazo del sillón de su padre, dando golpecitos con el pie.

«Dramático final en la búsqueda del asesino de Marita Hasselgard —decía el locutor de aspecto fiable y gruesas gafas—. Se teme que el ministro de Hacienda haya desaparecido. Ofreceremos más detalles después de la publicidad».

Tom se deslizó en el asiento, colocó el sillón en posición recta, y aguardó a que terminaran los anuncios.

Luego pasaron las imágenes en color de lo que parecían todas las fuerzas de la policía de Mill Walk, equipada con rifles automáticos y chalecos antibala, disparando desde detrás de los coches y de las furgonetas de la policía hacia una familiar casa de madera en Weasel Hollow.

«La persecución de Foxhall Edwardes, sospechoso de haber asesinado a Marita Hasselgard, finalizó dramáticamente esta tarde después del tiroteo que tuvo lugar en la vivienda de Mogrom Street a primeras horas del atardecer. Dos agentes, Michael Mendenhall y Román Klink, fueron heridos durante el primer intercambio de disparos. Inmediatamente llegaron refuerzos al lugar del suceso y el capitán Fulton Bishop, que había logrado identificar a Edwardes como el asesino de la señorita Hasselgard gracias a un informe confidencial, habló con el sospechoso a través de un megáfono. En vez de rendirse, Edwardes prefirió disparar y, a consecuencia del tiroteo, resultó muerto. Los dos agentes heridos permanecen en estado crítico».

En la pantalla, los cristales y los marcos de las ventanas de la casita saltaban por los aires bajo la lluvia de balas, y de la fachada del edificio se desprendían astillas. Profundos agujeros negros iban surgiendo en las paredes, mientras el humo salía a través de la puerta destrozada. Del techo salían llamas y un lateral de la casa se venía abajo en medio de un torbellino de humo y polvo.

El locutor apareció nuevamente.

«En relación con el caso, el ministro de Hacienda Friedrich Hasselgard, de cuya pérdida durante una tormenta en la Piscina del Diablo informamos antes, ha sido declarado oficialmente desaparecido hace una hora. Su lujoso barco ha sido remolcado al puerto de Mill Walk por miembros de la patrulla marítima, quienes hallaron el Mogrom’s Fortune a la deriva en el mar. Se supone que el ministro Hasselgard fue arrastrado por la borda durante la tormenta. Continúan las pesquisas, pero hay muy pocas esperanzas de encontrar con vida al ministro Hasselgard. —El locutor bajó la vista, como si le dominara la aflicción, para volver a levantarla, animado y neutro a la vez—. Tras una pausa, los últimos datos sobre el estado del tiempo, y un resumen de la jornada deportiva que Joe Ruddler les ofrecerá. Permanezcan en nuestra compañía».

Tom apagó el televisor, descolgó el teléfono y marcó el número de la casa del otro lado de la calle. Dejó que el teléfono sonara diez veces antes de colgar.

Al día siguiente, al mediodía, su madre bajó las escaleras como flotando. Se había vestido, llevaba el cabello cepillado, y por lo tanto resplandeciente, y su rostro aparecía cuidadosa y expertamente maquillado al entrar en la sala de la televisión casi con aire juvenil. El milagro se había producido de nuevo. Incluso llevaba un collar de perlas y tacones altos, como si pensara salir.

—¡Cielos! —exclamó—. No acostumbro dormir tanto, fiero supongo que necesitaba este descanso. —Dedicó una sonrisa a los dos, y luego entró en la sala, sentándose en el brazo del sillón de su marido—. Me temo que ayer intenté hacer demasiadas cosas…

—En eso tienes razón —dijo Victor, dándole una palmadita en la espalda.

¿Intentó hacer demasiadas cosas?, se preguntó Tom. ¿Baja en dos ocasiones, escuchar sus discos y fumarse cerca de tres paquetes de cigarrillos?

Gloria se sentó en el brazo del sillón con las piernas recogidas.

—¿Qué es eso que tanto os interesa?

—Oh, hay un partido muy importante, pero a Tom le interesa ver las noticias.

Tom les siseó para que callaran. La hermana de Foxhall Edwardes, una morena bajita y obesa, a la que le faltaban varios dientes y hablaba al viejo estilo de los nativos, estaba condenando la forma en que la policía se había ocupado de la detención de su hermano.

«Ellos no tenían por qué matarlo. Estaba muy asustado, perdido… Foxy habría hablado con la poli, pero ellos no querían hablar, ellos querían verle muerto. Foxy había hecho algunas maldades, pero en el fondo no era malo. Él y su papá estaban muy unidos y cuando su papá se murió, él robó en una tienda. Estaba roto por dentro, ¿puede usted entender una cosa como ésa? Había cumplido condena. Llevaba fuera de la cárcel sólo tres días. Al ver que la policía se presenta con pistolas, pensó que querían meterle otra vez allí dentro. Foxy no había nunca matado a nadie, pero la policía había puesto su dedo sobre él y había dicho, éste es nuestro hombre. Les iba como anillo al dedo. Pienso protestar por todo esto».

—He bajado por si alguien quería que le preparase el almuerzo —dijo Gloria, acariciando las perlas alrededor del cuello.

Victor se levantó inmediatamente.

—Voy a echarte una mano —dijo, y, cogiéndola de la cintura, la acompañó hacia la salida.

—¿No te encanta su manera de hablar? —preguntó Gloria—. Él y su papá. De haber sido una chica, habría dicho «ella y su papá».

Gloria rió ahogadamente y Tom escuchó uno de los sonidos primordiales en su existencia: la histeria cabriolando debajo de la quebradiza corteza de su madre.

En aquellos momentos, el capitán Fulton Bishop se enfrentaba a una conferencia de prensa preparada con el habitual estilo oficial, en la que abundaban las felicitaciones. Estaba sentado detrás de una mesa escritorio en una sala de recepciones de Armory Place, llena de banderas. El cráneo liso y bronceado del capitán Bishop, tan rígido e inexpresivo como un jamón, se inclinó hacia la hilera de micrófonos.

—Claro que su hermana está angustiada, pero sería absurdo tomar sus afirmaciones como algo más que un simple estallido emocional, que es lo que son. Al señor Edwardes le dimos amplias posibilidades para que se entregara. Como ustedes ya saben, el sospechoso prefirió responder con un arma, hiriendo de gravedad a los dos valientes que fueron los primeros en descubrirlo.

—¿Los dos agentes fueron heridos en el interior de la casa? —preguntó un periodista.

—En efecto. El sospechoso les permitió entrar en la casa con el único propósito de asesinarles allí dentro. No sabía que por aquella zona habíamos desplegado equipos de refuerzo.

—¿Habían mandado equipos de refuerzo antes de que se produjeran los primeros disparos?

—Se trataba de un criminal peligroso y quería que mis hombres tuvieran toda la protección que pudieran necesitar. No hay más preguntas.

El capitán Bishop se levantó y se apartó de la mesa en medio de murmullos, pero una pregunta lanzada a gritos le alcanzó.

«¿Qué puede decirnos acerca de la desaparición del ministro Hasselgard?».

Bishop se volvió hacia el grupo de periodistas y se inclino hacia los micrófonos. La potente luz blanca se reflejó en la tersa piel de su cráneo. Hizo una pausa antes de hablar.

«Este asunto se halla en proceso de investigación. Dentro de unos días habrá un completo informe acerca de los resultados de tales investigaciones. —De nuevo hizo una pausa para aclararse la garganta—. Pero permitan que les diga una cosa. Ciertos asuntos relacionados con el ministerio de Hacienda han salido recientemente a la luz pública… Si ustedes me lo preguntan, les diré que no creo que Hasselgard fuera barrido de la cubierta del barco, sino que saltó por la borda».

Bishop se irguió en medio del tronar de las preguntas y se alisó la corbata sobre la camisa.

«Me gustaría dar las gracias a alguien —dijo, gritando para que se le oyera por encima de las preguntas de los periodistas—. Un buen ciudadano me escribió facilitándome la información que me ha conducido indirectamente a solucionar el asesinato de la señorita Hasselgard. Quienquiera que sea, supongo que en estos momentos me estará viendo. Nos gustaría que se diese a conocer, ya sea a mí o a cualquiera de Armory Place, a fin de poderle demostrar nuestra gratitud por su ayuda».

A continuación se alejó, sin hacer caso de los gritos de los periodistas.

Mientras Gloria colocaba sobre la mesa de la cocina una bandeja con emparedados y unos cuencos llenos de sopa, a Tom le recordó a una encantadora madre de cualquier anuncio televisivo. Ella le sonrió, con los ojos brillándole por el esfuerzo de mostrar lo bien que se encontraba.

—En el frigorífico te dejaré comida preparada para esta noche, Tom, pero aquí tienes algo bueno para que te alimentes. Esta noche salimos, ¿sabes?

Entonces Tom comprendió: ella se había vestido para la cena nada más levantarse. Tom se sentó y comió. Durante el almuerzo, su padre repitió en varias ocasiones lo sabrosa que estaba la sopa, cuánto le gustaban los emparedados y que era un almuerzo estupendo.

—¿No es un almuerzo estupendo, Tom?

—Ahora dicen que Hasselgard se tiró por la borda —comentó Tom—. Van a anunciar que estaba estafando al tesoro. Si alguien no hubiese escrito a la policía, nada de todo eso hubiese ocurrido. Si la policía no hubiese recibido esa carta…

—Lo habrían atrapado igualmente —intervino su padre—. Hasselgard había subido demasiado alto y demasiado rápido. Y ahora terminemos con ese tema.

Victor le hablaba a Tom, pero estaba mirando a Gloria, quien se llevaba un emparedado a la boca, pero entonces empezó a temblar y de nuevo lo depositó en el plato. Ella alzó los ojos, pero no los veía.

—«Ella y su papá», solían decir los criados. Porque sólo estábamos los dos en esta casa…

—Deja que te acompañe arriba —dijo Victor, lanzando una dura mirada a Tom y, cogiendo el brazo de su esposa para que se levantara, la sacó de la cocina.

Cuando su padre volvió a bajar, Tom se encontraba en la sala de la televisión, comiendo el resto de su emparedado y contemplando a uno de los reporteros de la WMIL-TV de pie junto al casco del Mogrom’s Fortune en el embarcadero de la policía, al tiempo que describía cómo la patrulla marítima había encontrado el barco.

«Aquí, en el muelle, se burlan de la teoría de que Hasselgard pudo haber sido arrastrado por la borda. En medio de crecientes rumores…».

—¿No has oído ya bastante de todo esto? —dijo Victor, inclinándose bruscamente para cambiar de canal, hasta que en la pantalla apareció un partido de béisbol—. ¿Dónde está mi emparedado?

—Sobre la mesa.

Victor salió y regresó casi de inmediato, con el enorme emparedado goteándole en la mano.

—Tu madre se pondrá bien, aunque no gracias a ti —dijo, dejándose caer en su sillón.

Tom se fue a su habitación.

A las siete, sus padres bajaron juntos, y Tom apagó el televisor un segundo antes de que entraran en la salita. El aspecto de su madre era idéntico al que tenía al mediodía, vestida para salir, con sus perlas y sus tacones altos. Les deseó que se divirtieran y, tan pronto como cerraron la puerta telefoneó a Lamont von Heilitz.

Misterio
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