Andrés les condujo más allá de los blancos muros de la residencia de los Redwing y por entre los antiguos cañaverales donde unas hileras de sauces —los únicos árboles que crecían en el terreno agotado— casi ocultaban todo lo que quedaba allí de la isla original de Mill Walk. A lo lejos, una elevación de cemento se destacaba a la derecha de la carretera costera, y doblaba a la derecha siguiendo la curva de un desvío asfaltado. Era el camino de acceso al Club de los Fundadores, y la elevación se transformaba en el muro de cemento que seguía el extremo sur de los terrenos del club, hasta la playa próxima al Bobby Jones Trail y al bungalow de Glendenning Upshaw. Un muro idéntico de cemento bordeaba el extremo norte del club. La garita del guarda se hallaba justo en el punto donde confluían los dos muros. Después de pasar ante la garita, el camino de acceso se dividía en Ben Hogan Way y Babe Ruth Way, cada uno de los cuales conducía, tras dejar atrás la residencia del club, a los bungalows de los miembros.

—Para en el cañaveral y oculta el coche —indicó Von Heilitz.

—Como tú digas, Lamont —replicó Andrés, desviándose del camino y enfilando hacia el campo.

El viejo taxi traqueteaba sobre el suelo irregular, despidiendo briznas secas que parecían palitos de bambú, y se metió detrás de las primeras filas de sauces. Andrés dio unas palmaditas de agradecimiento al volante.

—Regresaremos dentro de unas dos horas, o quizá menos —informó Von Heilitz.

—Tomaos el tiempo necesario —contestó Andrés—. Tened cuidado.

Tom y Von Heilitz avanzaron entre los viejos tocones secos de las cañas y cruzaron el camino. Enfrente estaba el blanco muro de cemento que se curvaba en dirección a ellos para volver a curvarse después metiéndose en un terreno arenoso y sin césped, cubierto de brezo, palmeras y arbustos, hasta la llana superficie del mar. Von Heilitz avanzó veloz entre los arbustos hasta el muro, que no sobresalían más de dos centímetros por encima de su cabeza.

—Avísame cuando creas que hemos llegado a la altura del bungalow de Glen —le dijo a Tom.

—Es allá abajo, en el primer sendero junto a la playa.

—¿El último del sendero? —preguntó, mirando hacia Tom por encima del hombro, sin aflojar el paso.

Tom asintió.

—Eso es tener suerte.

—¿Por qué?

—Porque podremos pasar al otro lado del muro allá en la playa, donde ya casi termina. Es un muro más decorativo que funcional. —Se volvió para sonreír a Tom, que tuvo que acelerar el paso para seguirle.

—Entonces será una suerte para usted —dijo Tom—. De todos modos, creo que le costará un poco saltar al otro lado del muro.

Von Heilitz interrumpió la marcha.

—¿Lo crees así? ¿De veras?

—Bueno, es tan alto como usted.

—Querido muchacho —dijo Von Heilitz.

Seguidamente colocó ambas manos en el borde del muro, saltó y, sin esfuerzo, se izó hasta que la cintura se apoyo sobre la lisa superficie del borde de la tapia. Luego levanto una pierna, y en menos de un segundo desapareció al otro lado.

—Nadie está mirando —oyó Tom que le decía—. Ahora te toca a ti.

Tom alzó los brazos y, soltando un gruñido, puso la parte superior del cuerpo en el borde del muro. Notó que el rostro se le encendía, y el relleno del vendaje de la mano resbaló sobre el cemento. Von Heilitz le observaba al lado de una altísima palmera. Tom bajó el pecho sobre el muro e intentó girar las piernas hacia arriba. Las puntas de los lustrosos zapatos chocaron con el lateral de la pared. Se inclinó entonces hacia delante, a fin de apoyar las caderas, pero perdió el equilibrio y cayó al otro lado sobre el suelo arenoso igual que un pájaro herido.

—No está mal —comentó Von Heilitz—. ¿Te has hecho daño?

Tom se restregó el hombro.

—Se supone que uno no debe llevar trajes para hacer eso.

—¿Está bien el hombro?

—Perfecto —dijo, sonriendo entre dientes—. Al menos he pasado al otro lado.

A través de las palmeras y las dunas de arena de aquella parte del muro, Von Heilitz observó las tres filas de bungalows que se levantaban a unos cien metros de distancia. El último de la hilera más próxima a la playa destacaba sobre los demás, y a través de la terraza podían ver el interior de una habitación con un gran ventanal, sillones de cuero y un escritorio recargado.

—Imagino que debe de ser ése, ¿no?

—Así es —dijo Tom.

—Entonces aguardaremos la llegada del cartero detrás de aquel grupo de palmeras, frente a la última fila de bungalows. —Von Heilitz levantó el borde de su manga y miró el reloj—. Son las cuatro menos cuarto. No tardara en llegar.

Avanzaron por la arena, pasando de un grupo de palmeras a otro, hasta que llegaron a un conjunto de cuatro, que se inclinaba y arqueaba sobre una zona de hierbas altas y robustas. En el suelo, a su alrededor, yacían cocos peludos similares a balas de cañón. Tom se sentó en la hierba, junto al anciano. Podía distinguir la mesa donde él y su madre habían almorzado y, a través del ventanal, los libros en penumbra tras las puertas acristaladas de la librería. En el estudio las lámparas estaban encendidas. Pensó que era una imagen parecida a la que contempló el hombre que le había disparado en Eagle Lake.

Al cabo de pocos minutos, una furgoneta roja del servicio de correos de Mill Walk se detuvo en la zona de aparcamiento, y un cartero abrió la puerta, saltando bajo la luz del sol. El mar azul centelleaba a sus espaldas. Sacó una pesada bolsa marrón de la puerta lateral de la furgoneta, y desapareció de su vista en dirección a los bungalows.

—Irá primero al de Glen —dijo Von Heilitz—. Es el más cercano.

Su voz parecía cambiada, y Tom se volvió a mirar su perfil. Una capa rojiza cubría su mejilla, y su ojo parecía más estrecho y más brillante.

—Ahora… Ahora vamos a ver…

Quizá su abuelo no hiciera nada, pensó Tom. Quizá se limitara a sacudir la cabeza y a pasarse los dedos por el cabello. Quizá se encogiera de hombros y lanzara las notas a la papelera.

Quizá todo fuera una invención de ellos dos.

El cartero tenía que recorrer todo el aparcamiento, y luego cargar con la bolsa a lo largo del Bobby Jones Trail. Subir las escaleras y cruzar el patio interior. Llamar a la puerta y esperar a que Kingsley acudiera arrastrando los pies. A continuación, Kingsley debía volver a la sala de estar y entregar el correo a su patrón, y éste a su vez, debía dirigirse al estudio, examinando cada sobre a medida que recorría el pasillo.

Finalmente, se abrió la puerta del fondo del estudio. Glendenning Upshaw, una cabeza blanca sobre una enorme figura negra, entró en el estudio y se aproximó al escritorio. Fruncía las cejas mientras examinaba la pila de sobres, pero lo hacía por costumbre, no por rabia ni disgusto. Al acercarse al ventanal, Tom distinguió el color rojo y gris de dos de los sobres.

—Los ha recibido —susurró Von Heilitz.

El abuelo de Tom, vestido con su traje negro, quedó de pie detrás del sillón del escritorio, barajando unos ocho o nueve sobres. Inmediatamente descartó tres y los tiró a la papelera.

—Propaganda —dijo Von Heilitz.

Entonces retiró el sillón del escritorio y se sentó. Cogió un largo sobre blanco, lo rasgó con un abrecartas, y examinó unos instantes su contenido. Dejó luego la carta en un extremo del escritorio, sacó una pluma del bolsillo y se inclinó sobre el papel para escribir una anotación al pie.

A continuación cogió el sobre rojo. Miró la letra y examinó el matasellos. Luego rasgó el sobre y sacó la hoja de papel amarillo. La desplegó y la leyó.

Tom contuvo el aliento.

Su abuelo permaneció inmóvil durante un segundo. Después, aunque no se movió, ni gesticuló, ni cambió en nada, su cuerpo pareció alterar las dimensiones como si se hubiese desinflado de repente para volverse a hinchar bajo su traje negro, igual que la papada de una rana. Parecía haber absorbido en su interior todo el aire del estudio. Su espalda y sus brazos estaban tan rígidos como un poste de la electricidad.

—Y allá vamos —comentó Von Heilitz.

El abuelo de Tom se volvió a ambos lados del sillón y luego miró a través del ventanal, más allá de la terraza. Tom sintió que el corazón le subía hasta la garganta, y allí se quedó hasta que Glen Upshaw volvió a inclinarse lentamente sobre la nota. Se quedó mirándola otro segundo. Luego empujó el papel amarillo a la esquina del escritorio, cogió el sobre, y examinó la escritura y el matasellos. Giró la cabeza para asegurarse de que la puerta estaba cerrada y, a continuación, miró de nuevo hacia la ventana. Cogió el resto de los sobres y rebuscó entre ellos, separando el gris y otros dos blancos. Descartó los demás, y sopesó los tres para examinar la dirección y el matasellos. Uno tras otro, los abrió y leyó los anónimos. Se recostó en su sillón y durante un momento se quedó mirando al techo, antes de volver a leer las notas. Apartó el sillón del escritorio, se levantó, se acercó al ventanal y sin darse cuenta atisbo furtivamente a derecha e izquierda, con una expresión que Tom nunca había visto en su rostro.

La capa rojiza de las mejillas de Von Heilitz estaba ahora encendida como un hierro al rojo vivo.

—No creo que duerma mucho esta noche, ¿eh?

—No hay duda de que él la mató —dijo Tom—. Lo que no sé…

Von Heilitz puso el índice sobre sus labios.

El abuelo de Tom paseaba ahora por el estudio, trazando una elipse que le llevaba, desde la librería acristalada, de regreso al escritorio. Cada vez que se acercaba a la mesa, lanzaba una ojeada a las notas. A la tercera ocasión, agarró los papeles y, pasando por detrás del sillón, los tiró a la papelera. Luego se apoyó con fuerza en el respaldo del sillón, tiró de él, se sentó y se agachó para recuperar las notas, que metió en el cajón superior del escritorio, junto con los sobres. Abrió otro cajón, sacó un cigarro, mordió el extremo y lo escupió en la papelera.

—Santa Nicotina —dijo Von Heilitz—. Sirve para concentrar la mente, calmar los nervios y soltar los intestinos.

Tom se percató de que sólo llevaban vigilando a su abuelo alrededor de unos quince minutos. Parecía como si hubieran transcurrido horas. El dolor que se había ido acumulando dentro de él desde que había visto cómo Glendenning Upshaw leía la primera nota, flotaba por encima de sus intestinos como si se tratara de una sustancia física. Se tendió boca abajo sobre la arena, entre la alta hierba, y apoyó la cabeza en ambas manos. Von Heilitz le dio unos golpecitos en la espalda.

—Está tramando lo que va a hacer. Intenta sopesar los riesgos de decírselo a alguien.

Tom alzó la cabeza, y contempló a su abuelo lanzando por la boca una nube de humo blanco. Se metió de nuevo el cigarro en la boca y empezó a darle vueltas y más vueltas con los dedos, como si intentara atornillarlo. Tom volvió a bajar la cabeza.

—Bien, va a coger el teléfono —dijo Von Heilitz—. Todavía no está muy seguro, pero lo hará.

Tom observó de nuevo. Su abuelo estaba sentado con el auricular en la mano izquierda y con la derecha apenas rozaba el marcador. El cigarro lanzaba al aire una columna de humo blanco desde el cenicero. Empezó a marcar, y luego acercó el auricular a la oreja. Al cabo de un momento, pronunció algunas palabras al teléfono, aguardó, cogió el cigarro, se apoyó en el respaldo del sillón y habló una vez más. Sostenía el cigarro a la altura del pecho, como si se tratara de una mano de póquer. Acto seguido colgó.

—¿Y ahora qué? —inquirió Tom.

—Depende de cómo reaccione. Si actúa como si esperara a alguien enseguida, nos quedaremos. Si no, regresaremos al hotel y volveremos cuando haya oscurecido.

Glen Upshaw abrió el cajón del escritorio y echó otra ojeada a los anónimos. Sacó los sobres y, antes de volverlos a dejar y a cerrar el cajón, estudió los matasellos.

—Según lo que haga ahora, lo sabremos —dijo Von Heilitz.

El abuelo de Tom miró el reloj, se levantó y empezó a pasear arriba y abajo. Se sentó en el extremo opuesto del estudio y siguió fumando, pero al cabo de unos instantes ya volvía a estar de pie.

—No tardará —murmuró Von Heilitz.

Un lagarto de color marrón y cuerpo alargado, con una cola tiesa y una cabeza antediluviana, se les acercó por la arena alzando los pies y dejándolos caer como si fueran martillazos. Al verlos, levantó la cabeza y dejó una pata delantera suspendida en el aire. Sobre su cuello palpitaba una vena. El reptil pasó rozando el suelo de arena frente a ellos y desapareció rumbo al próximo grupo de palmeras. El cartero seguía su reparto por la calle que había detrás del Bobby Jones Trail. Tom sudaba bajo su traje, y se le había metido arena en los zapatos. Se frotó el hombro, que aún le dolía. Un hombre de pelo cano y una mujer, vestidos con ropa de golf, salieron a la terraza trasera del último bungalow de la tercera fila y se tendieron en las tumbonas dispuestos a hojear revistas.

—¿Has comido lagarto alguna vez? —preguntó Von Heilitz.

Tom apoyó la cabeza en una mano, y levantó los ojos hacia el anciano. Permanecía sentado en diagonal, con la espalda apoyada en el tronco de una palmera y las rodillas levantadas, y todo su cuerpo parecía contraerse en la tela de araña que formaba la sombra de la palmera. Su rostro parecía más joven y radiante.

—No. ¿A qué sabe?

—La carne cruda de lagarto sabe a tierra, a tierra húmeda. En cambio, el lagarto asado ya es otra cosa. Si no dejas que se seque demasiado, tiene el mismo sabor que las aves, si éstas dispusieran de aletas y pudiesen nadar. Todo el mundo suele decir que el lagarto sabe a pollo, pero su carne no es tan delicada. Su olor es penetrante, casi almizcleño, y sabe a caza. El lagarto es muy nutritivo. Uno de buen tamaño puede mantenerte con vida durante una semana.

—¿Y cuándo comió usted lagarto?

—En México. Durante la guerra, la OSS americana me encargó que investigara a un grupo de hombres de negocios alemanes que pasaban la mayor parte de su tiempo viajando entre México y varios países sudamericanos. Por supuesto, Mill Walk era prácticamente neutral, lo mismo que México. En fin, aquellos hombres organizaban vías de escape para nazis importantes, estableciendo nuevas identidades, comprando tierras… Pero lo importante es que a uno le enloquecían ciertos alimentos, y comía lagarto una vez a la semana.

—¿Crudo o asado?

—A la brasa, sobre carbón de mezquite.

Aquella historia, que muy bien podía ser verdad como no serlo, duró unos veinte minutos.

Un coche negro giró hacia la zona de aparcamiento y dos hombres uniformados bajaron de él, cerrando luego de un portazo. Uno de ellos era el oficial que Tom había visto en el vestíbulo del hospital, ordenando a David Natchez que subiera, y el otro era Fulton Bishop. Ambos cruzaron rápidamente el aparcamiento y desaparecieron de su vista.

—Glen no dirá nada delante del otro individuo —comentó Von Heilitz—. Ya verás cómo ordena a Bishop que lo mande salir de la habitación.

El abuelo de Tom, que daba vueltas por la derecha de la estancia, se sentó en el sillón. Pero casi inmediatamente se levantó. Aplastó en el cenicero la colilla del cigarro, luego adoptó una postura erguida y se volvió hacia la puerta.

—Ha oído el timbre —dijo Von Heilitz.

Al cabo de unos instantes, Kingsley entró en el estudio seguido de Bishop y el otro agente. Glendenning Upshaw pronunció unas pocas palabras, y Fulton Bishop se dirigió al otro agente, gesticulando hacia la puerta. El otro salió de la habitación.

—Bishop es un hombre de Glen —explicó Von Heilitz—. No habría hecho carrera en absoluto si Glen no le hubiese allanado el camino y, sin la protección de Glen, tampoco habría podido mantenerse. Pero Glen no confía tanto en él como para confesarle la verdad sobre Jeanine Thielman. Tendrá que explicarle una historia. Me encantaría poderla oír…

El abuelo de Tom se sentó detrás del escritorio, y Fulton Bishop permaneció de pie. Upshaw hablaba, levantaba las manos, gesticulaba, mientras el otro permanecía quieto. Upshaw apuntaba a la parte superior del brazo derecho.

—¿Y ahora qué le explica? —murmuró Von Heilitz—. Apostaría…

El abuelo de Tom abrió el cajón del escritorio y sacó las cuatro notas con sus sobres. Fulton Bishop pasó al otro lado del escritorio y se inclinó sobre los papeles. Formuló una pregunta, y Upshaw la contestó. El policía cogió los sobres y comparó la escritura y los matasellos. Los volvió a dejar en la mesa, y se acercó al ventanal, como si él también temiera que le oyesen. Bishop dio media vuelta para hablar con Upshaw, quien negó con la cabeza.

—Ahora pretende llevarse las notas. Glen no quiere dárselas, pero lo hará.

El cartero apareció por el aparcamiento, de regreso a su furgoneta.

Bishop barajó las cuatro notas y dijo algo que recibió asentimiento de Upshaw. Luego el policía pasó una nota y el sobre rojo al abuelo de Tom, se desabrochó el bolsillo del uniforme, dobló las notas restantes juntas y se las metió en el bolsillo con los sobres. Glendenning Upshaw se acercó lo bastante a Bishop para sujetarle del brazo. El policía se apartó de un tirón, y Upshaw le apuntó con un dedo en el pecho. Parecía como sí discutieran en voz alta. Finalmente acompañó a Bishop hasta la puerta, y éste salió del estudio.

—Bishop acaba de recibir órdenes de que se ponga en marcha, y no parece que le hayan hecho muy feliz —comentó Von Heilitz—. Si Glen vuelve a acercarse a la ventana, mírale la manga de la derecha y procura ver si lleva algo en ella.

El abuelo de Tom regresó pesadamente a su escritorio y sacó otro cigarro. Lo mordió, escupió y se sentó para encenderlo. Al cabo de poco, Fulton Bishop y el otro policía aparecieron en el aparcamiento. Abrieron las puertas de su coche y subieron en completo silencio. Glendenning Upshaw hizo girar el sillón hacia la ventana y expulsó una bocanada de humo. Tom no podía distinguir nada en su manga derecha.

Upshaw se puso el cigarro en la boca, se volvió hacia el escritorio, se apoyó encima para abrir un cajón de la derecha y sacó una pistola. Depositó el arma encima del escritorio, al lado de la nota y el sobre rojo, y se quedó mirándola un momento. Luego cogió y comprobó si estaba cargada. La introdujo en el cajón de arriba, que cerró lentamente con ambas manos. Luego empujó el sillón hacia atrás y se levantó.

Se aproximó al ventanal y permaneció allí de pie, fumando. Kingsley abrió la puerta del estudio y dijo algo. Upshaw le despidió con un gesto de la mano, sin volverse siquiera.

Tom se inclinó hacia delante y observó fijamente la manga derecha de su abuelo. No percibió nada, excepto un color negro.

—Supongo que es imposible distinguirlo —señaló Von Heilitz—. Aunque se tenga una vista excelente. Pero está allí.

—¿El qué?

—Una cinta de luto —explicó Von Heilitz—. Le ha dicho a Bishop que estas cartas eran tuyas.

Tom volvió la mirada hacia el hombre corpulento de cabello blanco, que fumaba apoyado en el ventanal que daba a la terraza, y aunque no podía ver la cinta, sabía que estaba allí. Lo sabía porque Von Heilitz tenía razón, allí estaba, una cinta negra, que la señora Kingsley había cortado de una tela vieja y luego había cosido en la parte superior de la manga.

Su abuelo se apartó del ventanal y cogió el papel amarillo y el sobre rojo, se los llevó a la pared junto al escritorio, hizo girar hacia afuera una parte del panel y metió después la mano allí para abrir otra puerta. La nota y el sobre desaparecieron detrás de la pared, y seguidamente Upshaw cerró la puerta interna e hizo girar el panel hasta que quedó disimulado. Dirigió una mirada feroz hacia el ventanal y salió del estudio.

—Bien, para eso hemos venido —dijo Von Heilitz—. Supongo que ya no te quedarán más dudas, ¿verdad?

—No —respondió Tom, poniéndose de rodillas—. Pero no estoy muy seguro de cómo debo actuar.

Von Heilitz le ayudó a levantarse. La pareja que leía revistas en su terraza se había dormido. Tom siguió al detective hacia el muro de cemento blanqueado, donde Von Heilitz se detuvo ofreciéndole las manos con los dedos entrelazados. Tom colocó su pie derecho sobre las manos de Von Heilitz y sintió cómo éste le empujaba hacia arriba. Cayó al otro lado del muro con un golpe que le hizo vibrar toda la espina dorsal. Von Heilitz saltó por encima del muro como un acróbata, se sacudió el polvo de las manos y la arena del traje.

—Regresemos al hotel y llamemos a Tim Truehart —propuso.

Misterio
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