—¿No os encanta que esto esté tan aislado? —preguntó la señora Spence, y como la pregunta no iba dirigida a nadie en particular, nadie contestó—. A mí me encanta que esté tan apartado.
A ambos lados del coche, los claros que había entre los pinos y los frondosos robles mostraban interminables filas de árboles subiendo hasta perderse en un bosque tupido, salvaje e interminable. La luz del sol caía oblicuamente contra los troncos y en el húmedo suelo provocaba el pálido resplandor de los charcos. Las ardillas saltaban veloces en los árboles, y los pájaros pasaban súbitamente por debajo del dosel verde. El automóvil tomó bajo la sombra una suave curva del camino, pasó por un claro en el que había un largo banco de madera, cubierto de hojas secas ya grises, y después ante una larga fila de buzones de hojalata. Tom distinguió en ellos muchos nombres familiares: Thielman, R. Redwing, G. Redwing, D. Redwing, Spence, R. Deepdale, Jacobs, Langenheim, Von Heilitz.
Un cuervo graznó en el bosque, y las hojas golpeaban suavemente el techo del automóvil. Una luz dorada penetró por el parabrisas, y los árboles que se elevaban ante ellos parecieron de pronto más altos y delgados. Luego esos mismos árboles se apartaron y Tom descubrió ante sí, allí abajo, una gran extensión profundamente azul, con una estela que se dividía tras la canoa que iba a penetrar en el punto donde el sol se juntaba con el agua. Alrededor del lago, a intervalos distanciados, aparecían unos sólidos chalets, cada uno con un amplio embarcadero de madera que se introducía en las resplandecientes aguas tranquilas. En la amplia terraza de un enorme edificio con varias plantas, lleno de hileras de ventanas y varias terrazas más pequeñas, un camarero con chaquetilla blanca y una bandeja esquivó un charco del tamaño de una toalla y se aproximó a un hombre, una pequeña pera rosada tendida boca abajo sobre el colchón amarillo fosforescente de una tumbona. Cerca de ese edificio, unos altos pilotes, como los de las empalizadas, vallaban la residencia de los Redwing. Una figura esbelta, montando a caballo, apareció por detrás de uno de los chalets de madera y desapareció de su vista al penetrar en un grupo de abetos.
—Buddy ha salido con su lancha —dijo Sarah.
—Y Neil Langenheim se está emborrachando en el club —dijo su madre.
—¿Quién está con Buddy? —preguntó Sarah.
—Su amigo Kip —explicó Jerry—. Kip Carson. De Arizona. Es el que tuvo que quedarse cuando llevé a los demás a Grand Forks.
—Me pregunto si Fritz ya estará aquí —dijo Tom.
—¿Fritz Redwing? —Jerry negó con un gesto de cabeza—. Todavía no ha llegado. El y su familia vendrán dentro de dos semanas. Aún es pronto. Falta mucha gente todavía, y la mayoría de los chalets siguen cerrados. Incluso la residencia está casi vacía.
El esbelto jinete montado en el caballo de color castaño apareció de nuevo entre los altos robles, por un sendero que pasaba por detrás de los chalets y se alejaba hacia el extremo del lago y, seguidamente, volvió a desaparecer tras un pequeño chalet. Jerry guió lentamente el Lincoln colina abajo en dirección al lago.
—¿Quién montaba ese caballo? —preguntó Tom.
—Samantha Jacobs —dijo el señor Spence.
—Pues a mí me ha parecido Cissy Harbinger —dijo la señora Spence.
—Los Jacobs han ido de viaje a Francia. No van a venir aquí este verano, por lo que he oído decir. Cissy Harbinger, por su parte, quería casarse con un mecánico o algo por el estilo —explicó Jerry—. Sus padres se la han llevado a Europa. Probablemente no vendrán hasta septiembre.
—¿Entonces quién era la que montaba a caballo, puesto que usted lo sabe todo? —preguntó la señora Spence.
—Barbara Deane —contestó Jerry—. Si ha salido ahora es porque no hay casi nadie por los alrededores.
—Oh, Barbara Deane —murmuró la señora Spence, como si dudara ante ese nombre.
Tom se enderezó para observar la próxima aparición de la amazona, pero la esbelta figura sobre el caballo castaño no volvió a emerger del bosque.
Jerry guió el Lincoln hasta el final de la vereda y salió a un espacio abierto, donde el camino partía en dos el extremo angosto y pantanoso del lago. El coche fue a detenerse justo al borde del agua. Los Spence bajaron sus ventanillas y el zumbido de la lancha motora —que ejecutaba un amplio viraje en el extremo del lago en forma de riñón— atravesó casi un kilómetro hasta llegar junto a ellos, igual que el estruendo de una motocicleta en el silencio de la noche.
—¿Adonde desean ir primero? —preguntó Jerry.
—Yo quiero salir de este coche antes de dar un paso más —dijo la señora Spence—. Estoy segura de que este asiento todavía está húmedo —añadió, y, abriendo la portezuela, saltó al suelo y empezó a dar vueltas intentando ver la parte trasera de su minifalda.
Tom pisó el musgoso suelo que bajaba hasta el borde pantanoso del lago. El aire olía a pinos y a agua fresca. En un espacio de varios metros, la superficie del lago se hallaba cubierta por la espuma verdosa de las cañas rotas. Se aproximó a la orilla y el suelo chapoteó bajo sus pies. Desde allí podía ver la tela a rayas verdes y blancas de las sombrillas en la gran terraza del club. Bordeando el lago se alzaba el resto de los chalets, y sus fachadas de color gris, deterioradas por el tiempo, apenas se vislumbraban a través de los gruesos árboles que las rodeaban. En el extremo más alejado del lago, un chalet construido con troncos de secuoyas y de estilo moderno, destacaba sobre un montículo de césped sin árboles, como una depresión en medio del bosque.
—Así que eso es el club —dijo Tom, señalando al edificio con ventanales del que les separaban unos veinte metros de cañaveral en el agua—. Y aquello debe de ser la residencia de los Redwing…
Sobre las puntas de las estacas que circundaban la residencia, se divisaban los pisos altos de varios edificios enormes de madera.
—Nuestro chalet es el que hay al lado —dijo Sarah.
Más pequeño que los demás, el antiguo chalet de Antón Goetz se veía más disminuido por los grandes robles y los abetos que lo rodeaban. En el piso de arriba, de cara al lago, se divisaba una galería curtida por la intemperie.
—Y luego viene el de Glen Upshaw, que es adonde vas a quedarte —dijo la señora Spence.
El tamaño del chalet de su abuelo casi doblaba al de los Spence, y —al igual que su abuelo— parecía sobresalir por encima de los árboles que lo rodeaban al mismo tiempo que se escondía entre ellos. Dos miradores y un enorme embarcadero se destacaban del chalet por la parte del lago. Aparte de eso, sólo el techo gris resultaba visible entre los árboles.
—Junto a ese abono de casa de Roddy Deepdale —añadió la señora Spence, refiriéndose al edificio de madera de secuoya y vidrio que se alzaba sobre el césped frente al lago, junto a la propiedad de su abuelo, y que desde el nivel del lago se veía aún más agresivamente moderno que desde la colina—. No sé cómo le han permitido edificar esa cosa. Que haga lo que le dé la gana en Fincas Deepdale, pero aquí… En fin, lo que sí es cierto es que nunca formará parte del antiguo Eagle Lake. Ni tampoco de la antigua Mill Walk.
—Y nosotros tampoco, mamá —dijo Sarah.
—Al otro lado de esa cosa que escandaliza la vista, volviendo por el sur del lago, están los chalets de los Thielman, de los Langenheim, de los Harbinger y de los Jacobs.
Compitiendo en tamaño con el impresionante chalet de su abuelo y la relativa pequeñez del de Sarah, pero con la misma madera gastada por el tiempo, y con embarcaderos y galerías proporcionados que daban al lago, todos los chalets se hallaban cerrados y deshabitados, aparte del de los Langenheim.
En aquella parte del lago, justo donde el extremo norte empezaba a estrecharse y a convertirse en terreno pantanoso, situado enfrente de la zona arbolada entre el club y la residencia de los Redwing, se alzaba una casa alta y estrecha, con un largo porche de cara a la colina, y un embarcadero pequeño y práctico, además de una galería poco airosa en la que apenas cabrían un par de sillas y una mesa redonda. En aquel chalet, todo parecía necesitar una mano de pintura. También parecía estar cerrado.
Tom preguntó a quién pertenecía aquella casa.
—Oh, ése es otro que escandaliza nuestra vista —dijo la señora Spence—. La verdad es que preferiría ver cómo demolían esta monstruosidad antes que la de Roddy.
—Pero ¿a quién pertenece? —preguntó Sarah—. Nunca he visto a nadie allí.
—Varias veces he intentado comprar esta finca —dijo el señor Spence—, pero el propietario nunca ha contestado a mis ofertas. Un tipo llamado…
—Von Heilitz —dijo Tom, comprendiendo de pronto—. Lamont von Heilitz. En Mill Walk vive delante de casa, al otro lado de la calle.
—Oh, mira, Buddy nos ha visto.
El señor Spence empezó a dar saltitos arriba y abajo, y a hacer señales con la mano. La lancha motora desgarró con su ruido toda la superficie del lago, y un Buddy rechoncho y de cabello negro, que iba detrás del volante, empezó a hacer gestos violentos y sin sentido con ambos brazos. Tocó el claxon, y una nube de pájaros emprendió el vuelo sobre los árboles. Les lanzó un saludo nazi, de nuevo hizo sonar el claxon, y luego hizo girar bruscamente el volante, escorando la lancha hasta casi llenarla de agua, para apuntar hacia la empalizada de la residencia. Su acompañante, cuyo cabello rubio le llegaba hasta los hombros y flotaba a sus espaldas, no se movió en absoluto ni reaccionó de ninguna manera a las bufonadas de Buddy.
—Pero si hay una chica en el bote con Buddy… —dijo la señora Spence, poniéndose con los brazos en jarras al tiempo que su humor experimentaba otro cambio brusco.
—No, ése es Kip —dijo Jerry—. El bueno de Kip Carson, el compañero de Buddy.
Buddy condujo la lancha al embarcadero central de los Redwing, y la señora Spence observó atentamente cómo saltaba de la embarcación y ataba la cuerda a un poste. El vientre fofo de Buddy colgaba por encima de los holgados pantalones negros del bañador. Tenía las piernas cortas, gruesas y arqueadas. Buddy se apoyó en la lancha que se balanceaba, extendió su grueso brazo y tiró de su amigo para ayudarle a saltar al embarcadero. Kip Carson iba sólo con el bañador, y sus delgados hombros mostraban un color rojo encendido a causa de las quemaduras del sol. Se sacudió el cabello hacia atrás y se dirigió tambaleante hacia la puerta de la empalizada. Con la mano derecha, Buddy hizo señales de beber algo y siguió trotando tras su amigo.
—Kip es un hippie —dijo Jerry—. Creo que así es como les llaman.
La señora Spence anunció que Buddy acababa de invitar a Sarah a tomar algo en la residencia, así que primero la dejarían a ella. Jerry podría dejarlos luego en su chalet, y Tom ya llevaría sus maletas al de su abuelo. Seguidamente volvió a subir al coche y tiró con firmeza de su minifalda lo más abajo que pudo.
—Estoy convencida de que no hay que preocuparse de lo que hacen unos jóvenes animosos cuando están solos —dijo la señora Spence—, pero Buddy y su amigo están prácticamente solos aquí. Ese joven debe de ser el único acompañante que los Redwing tienen en la residencia.
—No, también está una vieja señora —explicó Jerry—. Pero puede decirse que Buddy y Kip casi van por su cuenta. Hace dos noches agujerearon un espejo en El Oso Blanco de un disparo.
El coche entró en el camino que circundaba el extremo occidental del lago y no tardó en pasar ante el aparcamiento, ahora vacío, del edificio del club.
—Me pregunto quién podrá ser esa invitada. Debemos de conocerla.
—Ralph y la señora Redwing la llaman tía Kate —dijo Jerry—. Es una Redwing, aunque vive en Atlanta.
—Oh, claro —exclamó la señora Spence—. Desde luego que la conocemos, querido.
—Yo no —puntualizó el señor Spence.
El Lincoln se detuvo junto a las puertas de entrada en la residencia de los Redwing, y el señor Spence bajó del coche para que Sarah pudiera salir.
—Regresa a casa cuando Buddy y tú os hayáis saludado —le dijo la señora Spence—. Sin duda esta noche cenaremos con Ralph y Katinka.
—Y Tom también —dijo Sarah.
—Tom tiene sus propios intereses. No vamos a imponerle invitaciones.
Jerry retrocedió mientras Sarah se despedía agitando la mano, y el coche serpenteó entre los árboles en dirección al chalet de los Spence.
—Pues claro que conocemos a tía Kate —dijo la señora Spence a su marido—. Es la que se casó con Jonathan. Viven en Atlanta. Ahora ella debe de andar…, debe de andar por los setenta. Y su nombre de soltera… Oye, incluso me acuerdo de su nombre de soltera. Era…
—Duffield —dijo Tom.
—¡Exacto! —exclamó la señora Spence—. ¡Incluso él sabe que su nombre era Duffield!
Jerry los dejó frente al porche de la cabaña de los Spence Y se dio la vuelta en el asiento para recular por el estrecho camino que rodeaba el lago en dirección a la residencia. Los Spence, entretenidos con sus maletas y sus llaves, subieron torpemente a su polvoriento porche y, sin prestar mucha atención a Tom, se despidieron de él, quien cargó con sus dos bultos y se encaminó entre los árboles hacia el chalet de su abuelo.