Antes de una hora, Tom ya estaba de vuelta en el chalet, aguardando. Cuando Lamont von Heilitz se enteró de que Tom quería regresar a su vivienda para encontrarse con Sarah Spence, le dejó ir a regañadientes, con la promesa de que a la una le estaría esperando fuera. La señora Truehart ya se había acostado, y los dos habían estado hablando de sí mismos en voz baja, explicándose sus historias. La conversación sobre Jeanine Thielman y Antón Goetz tendría que esperar, había dicho Von Heilitz. Existían muchos detalles que necesitaban perfilarse, demasiadas piezas de información que debían ajustar… Había aún muchas cosas incomprensibles y para entenderlas hacía falta más tiempo del que ellos disponían.

—Nos quedan como mínimo cinco horas de vuelo —le había dicho a Tom—. Tim Truehart nos llevará con una avioneta a Minneapolis, donde cogeremos el vuelo hasta Mill Walk. Tendremos tiempo. Cuanto aterricemos en el aeropuerto David Redwing, lo tendremos todo resuelto.

—Dígame sólo el nombre —le había suplicado Tom.

Von Heilitz había sonreído, acompañándole hasta la puerta.

—Quiero que seas tú quien me lo diga.

Así, demasiado inquieto para permanecer sentado, y demasiado nervioso respecto a Jerry Hasek para encender las luces, Tom aguardaba a Sarah, con la esperanza de que ella no hubiese intentado aún encontrarse con él en el chalet. Al final decidió salir y esperarla detrás de un roble situado a medio camino entre su chalet y el de ella.

Lo primero que oyó fue el ruido de sus pies al pisar con suavidad la tierra batida, pero no salió de detrás del árbol hasta que distinguió su blusa blanca resplandeciendo en la oscuridad. Su rostro y sus brazos, ya bronceados, aparecían muy oscuros contra su blusa y el rubio más oscuro de su cabello. Sarah avanzaba con paso rápido, y cuando él salió a la vereda, ella ya casi se hallaba a su misma altura.

—¡Oh!

—Soy yo —dijo Tom, en voz baja.

—Me has asustado.

Como si se filtrara a través de la oscuridad, ella se le acercó y le rozó la pechera de la camisa.

—Tú también me has asustado. Ya estaba temiendo que no fueras a venir.

—Mi doble vida me exige muchísimo tiempo. He tenido que ir al Oso Blanco con Buddy y contemplar cómo se emborrachaba.

Tom recordó a Buddy pasándole la mano por la espalda, y a ella depositando su mano en la de Buddy.

—Desearía que no tuvieras que llevar esa doble existencia.

Sarah se le acercó aún más.

—Pareces muy excitado. ¿Es por mí, o por lo de esta tarde? No deberías desconfiar de mí, Tom. En cuanto a Jerry y sus amigos, creo que han escapado. Ralph no ha podido encontrarlos por ningún lado después de la cena.

—A Nappy lo han arrestado —explicó Tom—. Quizá se hayan largado, pero es probable que no sea así. Esta noche regreso a Mill Walk. Están ocurriendo muchas cosas, y acabo de saber… Bueno, he descubierto algo importante sobre mí. Me siento como muy saturado.

—¿Esta noche? ¿Pronto?

—Más o menos dentro de una hora.

Sarah le miró fijamente.

—Entonces vayamos adentro.

Ella le puso el brazo alrededor de la cintura, y juntos se encaminaron hacia el chalet casi invisible.

—¿Cómo vas a volver? Ya no hay vuelos esta noche.

—Nos vamos a Minneapolis —explicó.

—¿Nos? ¿Quiénes?

—Yo y alguien más. El jefe de la policía tiene una avioneta y nos llevará hasta allí.

Sarah inclinó la cabeza y le miró inquisitiva mientras proseguían su marcha.

—Se trata de Lamont von Heilitz. Pero no debes decirle a nadie que se encuentra por aquí. Es un asunto muy serio. Nadie debe saberlo.

—¿Crees acaso que cuento las cosas que me dices?

—A veces me lo pregunto —dijo Tom.

Los brazos de ella le ciñeron, y su rostro se inclinó hacia él: la mitad era todo noche y oscuridad. El rostro de Sarah ocupó toda su visión. Entonces la besó, y fue como si besara a la noche.

A veces ella repetía lo que él le decía, y a veces él preguntaba, y para ella todo era lo mismo, ya que ambas cosas resultaban excitantes. Como lo de la promesa de compromiso: así todos estaban satisfechos.

—¿Vamos a entrar en tu casa, o simplemente nos quedaremos aquí afuera?

—Entremos —dijo Tom.

Le ayudó a subir los escalones, la dejó entrar y cerró la puerta con llave a sus espaldas. Más que verlo, percibió cómo Sarah se volvía hacia él.

—Aquí, en el Norte, nadie cierra su puerta con llave.

—Nadie excepto yo.

—Mi padre no vendrá a buscarnos.

—No es tu padre quien me preocupa.

Tanteando con la mano, Sarah encontró su mejilla.

—¿Dónde está el interruptor de las luces? Aquí dentro apenas puedo verte.

—No necesitamos luces —dijo Tom—. Basta con que me sigas.

—¿A oscuras?

—Me gusta la oscuridad.

Tom iba a añadir algo más, pero en medio de la oscuridad distinguió el brillo de los dientes de Sarah, y alargó el brazo hacia ella. Notó cómo su mano la sujetaba por la cintura.

—Acabo de descubrir que no soy quien creía ser.

—Tú nunca has sido quien creías ser.

—Quizá nadie sea quien yo creía.

—Quizá… —medio cantó y medio susurró Sarah, ciñiéndose al abrazo de Tom—. ¿Debo seguirte a algún lado?

Tom la cogió de la mano y, en medio de la oscuridad, la guió entre los muebles hacia la escalera.

—Por aquí —le dijo, poniendo la mano de ella en el inicio de la barandilla.

Luego la agarró por la cintura y lentamente inició con ella el ascenso de la escalera. Envueltos en aquella oscuridad, parecía como si cayeran hacia arriba.

Al llegar al final de la escalera, Sarah se detuvo.

—La barandilla ha desaparecido —susurró.

Tom la empujó con el codo hacia la izquierda, donde la débil luz que se filtraba por la ventana mostraba la oscura silueta de una puerta. Los dos avanzaron juntos por el pasillo en sombras. Tom se inclinó sobre el picaporte y, procurando no hacer ningún ruido, tiró de la puerta hacia él para abrirla.

En el dormitorio había luz suficiente para mostrar la situación de la cama y de la mesita. Unas hojas negras golpeaban contra los cristales de la ventana. Sarah le rodeó el cuello con sus brazos tan pronto como la puerta se cerró, y Tom percibió el olor a humo de cigarrillos impregnado en su cabello.

Misterio
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