Al finalizar la clase, miss Ellinghausen dio unas palmadas y miss Gonsalves bajó la brillante tapa del piano.

—Señoritas, caballeros, han progresado ustedes excelentemente —dijo miss Ellinghausen—. La semana próxima les voy a enseñar el tango, un baile que nos ha llegado de Argentina. Un conocimiento básico del tango resulta esencial en la buena sociedad. Considerado en sí mismo, el tango es un vehículo refinado mediante el cual pueden expresarse con delicadeza, y de manera controlada, las emociones más intensas. Algunos de ustedes podrán comprobarlo. Por favor, transmitan a sus padres mis más sinceros saludos —concluyó, dando media vuelta para abrir la puerta del vestíbulo.

Sarah y Tom cruzaron la puerta saludando con una inclinación de cabeza a miss Ellinghausen, quien respondía a cada uno de sus alumnos con el mismo saludo mecánico. Por vez primera desde que Tom asistía a aquellas clases, la anciana interrumpió su ritual ante la puerta lo suficiente para formular una pregunta:

—¿Están satisfechos los dos con esta nueva distribución?

—Sí —dijo Tom.

—Mucho —contestó Sarah.

—Bien, entonces espero que no hagan más tonterías —dijo miss Ellinghausen, bajando la cabeza con un saludo perfecto.

Tom siguió a Sarah hasta el ancho rellano de la escalinata. Abajo, en el último escalón, estaba Fritz Redwing, con los ojos en blanco y haciendo gestos hacia el carromato que aguardaba.

—Bueno —dijo Tom, deseoso de permanecer junto a Sarah Spence y preguntándose cómo regresaría ella a casa.

—Fritz te está esperando —le dijo Sarah—. La próxima semana ya aprenderemos a expresar con delicadeza, y de manera controlada, las emociones más intensas.

—Y podremos practicarlo por ahí —contestó Tom.

Sarah sonrió distraída, miró al suelo y luego por encima del hombro de Tom, apartándose a un lado para dejar paso a los alumnos que seguían saliendo de la academia. A Tom le resultaba completamente distinta de los que subían y bajaban los peldaños de la entrada. En cierto modo, Sarah parecía dos personas a la vez, y Tom recordó que, en otra ocasión, había pensado lo mismo de otra persona, pero no podía recordar de quién. Sarah lo miró nuevamente para volverse después hacia algún espacio vacío. Tom deseaba ser capaz de abrazarla, de besarla, de apresarla… En los últimos cincuenta minutos la había tenido entre sus brazos, había hablado con ella más de lo que lo había hecho en los últimos cinco años, pero ahora tenía la sensación de que lo había perdido todo y de que no había sabido aprovechar cada segundo del tiempo pasado con ella.

El último de los estudiantes que tomaba el carromato para regresar a casa aguardaba en fila sobre la acera, a punto de saltar bajo la sombra verdosa del toldo. Fritz Redwing se movía con impaciencia, como si tuviera necesidad de ir al baño.

—Será mejor que te vayas —dijo Sarah.

—Te veré la próxima semana —dijo Tom, empezando a bajar los blancos escalones.

Sarah desvió la mirada, como si él hubiese dicho algo excesivamente obvio.

Tom siguió bajando los blancos escalones, en dirección a Fritz Redwing, mientras sus sentimientos contradictorios parecían a punto de estallar y declararle la guerra. Sentía que había perdido algo de enorme valor y, sin embargo, estaba gozoso de que aquello tan hermoso y necesario se alejara de él para siempre. Algún ser vivo dentro de él se había liberado y empezaba a batir las alas con violencia.

Luego, por unos instantes, aquellas emociones contradictorias que le embargaban consiguieron borrar el resto del mundo y, a continuación, pareció como si lo borraran a él. Tom era vagamente consciente de que Fritz Redwing le observaba con infantil agitación y de que un recargado carruaje entraba en la sombreada calle desde la Berghofstrasse. Aquel coche tenía un aire familiar. Todo en Tom parecía anhelante, y la mano que apoyaba en la barandilla de pronto se volvió pálida y granulosa, y entonces Tom se dio cuenta de que podía ver la barandilla a través de su mano.

En algún lugar por encima de él, invisible pero tremendamente auténtico, tenía lugar una gran explosión: un destello de luz roja y ruidos de metales al desgarrarse y de cristales que estallaban. Él iba desapareciendo, transformándose en nada. Su cuerpo siguió desvaneciéndose a medida que bajaba los escalones. En cuestión de segundos, sus manos y sus pies, todo su cuerpo, fue únicamente un débil resplandor en el aire, para convertirse simplemente en un bosquejo. Cuando alcanzó el último escalón, había desaparecido por completo. Había muerto y ya era libre. La mezcla de sentimientos contradictorios que había en su interior ardía y la catástrofe que se desarrollaba justo a sus espaldas seguía su curso. Finalmente, todo se había consumado. Se dispuso a cruzar la acera. La boca de Fritz se movía, pero de ella surgían palabras imperceptibles. En un lateral del coche que se les aproximaba, Tom vio una gran R dorada, rodeada de bucles y espirales que le daban la apariencia de una serpiente dotada en un nido dorado. Al expulsar el aire, mientras avanzaba hacia el carromato, pudo oír a Fritz Redwing quejándose de la lentitud de su paso.

Tom entró en el carromato y se sentó en la última fila junto a Fritz, quien nunca sabría que durante tres o cuatro interminables segundos había sido completamente invisible. El cochero hizo restallar las riendas, y el carromato avanzó detrás de los lentos caballos de miss Ellinghausen. Tom no se volvió para mirar cómo Sarah bajaba los escalones, pero oyó el ruido de la puerta del coche de Ralph Redwing al abrirse de par en par.

Misterio
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