Tom fue consciente del apagado sonido, como el lamento de un animal, un segundo después de que dejara de oírlo; luego, inmediatamente, se preguntó si en realidad lo había oído. El lamento persistía en su oído interno, probablemente el único lugar donde había existido. Ningún sonido tan leve tenía posibilidades de que se lo oyese con los ruidos y estridencias de la calle Burleigh.
Tom anhelaba encontrarse en casa, en vez de hallarse perdido en un barrio desconocido. El tráfico que circulaba por la avenida en ambas direcciones bloqueaba su paso por la calle Burleigh con la misma efectividad que un muro. En esa época no había semáforos en Mill Walk y las filas de vehículos se extendían hasta donde abarcaba su vista. Tendría que aguardar a que finalizara la hora punta para cruzar la calle y, para entonces, ya estaría a punto de oscurecer.
En ese momento percibió el sonido auténtico, no su repentina ausencia. Parecía como si envolviera todos los demás sonidos de la calle Burleigh lo mismo que una membrana. El lamento desapareció en sí mismo, desvaneciéndose de manera gradual, como un animal que empezara mordisqueándose la cola y terminara devorándose por completo.
El lamento se oyó nuevamente, una oscilante nube de color rosado alzándose de la manzana que había detrás de la calle Burleigh. La nube estalló en una serie de puntos indecisos, como si fueran señales de humo, y luego se fundió en una brillante estela que empezó a planear por encima de los tejados de las casas.
Tom inició su avance indeciso por la acera en dirección al este, dando la espalda a la marea del tráfico, con las manos metidas en los bolsillos de sus blancos pantalones de algodón. La camisa blanca, de cuello alto, estaba cubierta de rayas grises a causa de las cajas de la leche, y se le adhería a la espalda.
Las casas de la calle Burleigh le proporcionaban una visión intermitente de la calle prohibida. Entre dos edificios enormes de ladrillo, con amplios porches, Tom distinguió la casa de dos plantas, marrón y amarilla, y, junto a ella, una casita más pequeña, de piedras sin labrar, unidas con gruesas franjas de cemento. De pronto se encontró frente a una oscura casa de madera color marrón, tan recargada como un reloj de cucú. Siguió avanzando y, a través de la parte trasera de dos edificios de ladrillo, atisbo la calle que había detrás. De cara a él apareció un edificio más alto, de dos plantas. Era de ladrillo pintado de color crema sucio, y en el piso superior había una ventana rota, cubierta con papel embreado. Durante un repentino cese del ruido, provocado por el paro del tráfico, pudo oír el cloqueo de unas gallinas en el patio.
La nube rosada se elevó entonces por encima de las casas, haciéndose cada vez más delgada y más estrecha.
El tráfico volvió a reanudarse entre sonidos metálicos y exclamaciones, entre los cascos que golpeaban el suelo y el restallar de los látigos, y entre los timbrazos de las bicicletas.
Tom avanzó mirando oblicuamente hasta el lateral de un lóbrego edificio de estilo gótico con una torreta y una galería cubierta. Una cortina se movió, y a Tom le pareció que se asomaba un rostro cadavérico, de cabello gris. La criatura que había detrás de la ventana se retiró justo lo necesario para transformarse en una mancha de color grisáceo.
Los delgados dedos cenicientos también desaparecieron, y la cortina cayó. Tom prosiguió su avance, pensando, de una forma que no era del todo literal, que no se hallaba en la vida real, sino en una especie de sueño terrible del que debía escapar antes de que éste lo retuviera para siempre.
De pronto, el lamento surgió de nuevo, esta vez claramente desde la calle prohibida que Tom podía atisbar entre los edificios de la calle Burleigh.
Al llegar al final de la manzana comprendió que había estado oyendo los lamentos de un perro entristecido. Aullaba y gemía al mismo tiempo, lanzando en cada ocasión otra nube de vapor rosado.
Tom pensó que resultaba curioso lo mucho que el quejido del perro se parecía al de un niño.