Tom había sentido curiosidad por algunos asesinatos cometidos en Mill Walk y había confeccionado un álbum de recortes del Eyewitness relacionados con esos sucesos. Ignoraba a qué se debía su interés, pero cada uno de estos asesinatos había dejado tras de sí, en una colina o en el interior de una habitación, un cuerpo prematuramente desaparecido, un cuerpo que de no ser por eso estaría repleto de vida.

Gloria se sintió acongojada cuando descubrió el álbum, cuya apariencia era de lo más normal, incluso corriente, con sus cubiertas de cartulina oscuras que parecían de piel y sus grandes páginas rígidas y amarillentas. Parte de su tribulación se debía al contraste que había entre el álbum familiar, con sus colecciones de cajas de cerillas y las fotografías de los campamentos de verano, y los titulares que destacaban en aquellas láminas: «CADÁVER DESCUBIERTO EN UN PORTAEQUIPAJES. HERMANA DEL MINISTRO DE HACIENDA ASESINADA EN UN INTENTO DE ROBO». Gloria pensó en sacar el álbum de su habitación y obligarle a enfrentarse con el hecho, pero casi enseguida decidió fingir que no lo había visto. El álbum era únicamente una de las miles de cosas que la angustiaban, alarmaban y trastornaban.

La mayoría de los asesinatos cometidos en Mill Walk era tan corriente como el mismo álbum en que Tom pegaba sus recortes de periódicos.

A un criador de cerdos le habían golpeado en la cabeza con un ladrillo y lo habían depositado en una pocilga junto al granero, donde sus propios animales le habían pisoteado y medio devorado. «BRUTAL ASESINATO EN UNA GRANJA DE CENTRAL PLAINS», decía el Eyewitness. Dos días más tarde, el periódico informaba: «HERMANA DEL GRANJERO CONFIESA. ME DIJO QUE IBA A CASARSE, Y QUE YO DEBERÍA ABANDONAR LA GRANJA DE NUESTROS PADRES». Al camarero de un bar del antiguo barrio de esclavos le habían asesinado durante un atraco. Un hombre había matado a su hermano en Nochebuena: «UNA DISPUTA SOBRE SANTA CLAUS TERMINA EN ASESINATO». Después de que hallaran el cadáver de una nativa apuñalada en un cobertizo de Mogrom Street: «HIJO MATA A SU MADRE POR EL DINERO DEL COLCHÓN: ¡MÁS DE 300 000 DÓLARES!».

Más tarde, Gloria decidió buscar consejo en alguien que pudiese comprenderla.

El profesor de literatura de Tom en Brooks-Lowood, Dennis Handley, el señor Handley, o «Handles» como le llamaban los muchachos, había llegado a Mill Walk desde la Brown University en busca de sol, dinero suficiente para vivir razonablemente bien, un pintoresco apartamento con vistas al mar y una existencia hasta cierto punto libre de estrés. Dado que disfrutaba con la enseñanza, había pasado los días más felices de su vida en una severa escuela privada de New Hampshire, era de carácter equilibrado y afable, y carecía virtualmente de deseos sexuales de cualquier tipo, Dennis Handley había gozado de su existencia en Mill Walk desde el primer momento. Si bien encontró que los apartamentos con vistas al mar sobrepasaban el precio que podía permitirse, casi todos los demás aspectos de la vida en los trópicos le iban a la perfección.

Cuando Gloria Pasmore le contó lo del álbum de recortes, accedió a hablar con el muchacho. No sabía exactamente por qué razón, pero lo del álbum le sonaba a equívoco. Pensó que podía tratarse de una especie de fuente para futuras historias, pero el tono global del asunto le intranquilizó: demasiado morboso, demasiado retorcido y obsesivo. ¿Seguro que Tom Pasmore no estaba pensando en escribir novelas de crímenes? ¿Novelas de detectives? No era lo bastante bueno, pensó para sí, y a Gloria, que parecía haber tomado varias copas de más, le dijo que averiguaría todo cuanto estuviese a su alcance.

Días más tarde, Dennis Handley explicó a Tom que había empezado a coleccionar ediciones raras de ciertos autores cuando estaba en la Brown University —Graham Green, Henry James y F. Scott Fitzgerald principalmente—, y que Tom podía echar un vistazo a esos libros siempre que le apeteciese. El viernes siguiente a su conversación con Gloria Pasmore, Dennis preguntó a Tom si estaría libre después de las clases para echar una ojeada a sus libros y ver si le interesaba que le prestase alguno. Se ofreció para llevarle en su coche, y luego acompañarle de vuelta a su casa. Tom aceptó encantado.

Se encontraron a la salida del aula, cuando terminaron las clases, y en medio de un tropel de alumnos que bajaban corriendo las amplias escaleras de madera frente a una cristalera emplomada con una copia del sello circular de la escuela. Dado que Dennis era un profesor muy popular, muchos de los muchachos se detenían a hablar con él o le deseaban un buen fin de semana, pero pocos dedicaban algo más que un simple hola a Tom. Ni siquiera le miraban. Exceptuando el saludable brillo de su piel, Tom no era un muchacho particularmente atractivo, pero medía un metro noventa. Su cabello tenía el mismo aspecto sedoso y rubio que el de su madre y los hombros se destacaban de forma impresionante, una auténtica masa de músculos y huesos debajo de una arrugada chaqueta de tweed. (En esa época de su vida, Tom Pasmore nunca daba la impresión de preocuparse, o de incluso percatarse, de qué prendas se ponía por la mañana.) A primera vista, parecía un joven profesor universitario poco habitual. Los muchachos actuaban ante él como si fuera invisible, un espacio neutro. Se quedaron de pie en lo alto de la escalera mientras los muchachos que salían los iban sorteando y, al tiempo que Dennis Handley hablaba con Will Thielman acerca de los deberes para el fin de semana, observaba a Tom, que agachaba la cabeza bajo la lóbrega luz verde y roja que penetraba a través de la cristalera emplomada. El profesor observó cuan profundamente se permitía Tom pasar desapercibido, como si hubiese aprendido a desaparecer entre la multitud: todos los estudiantes saltaban escaleras abajo en medio de la tenue luz y las sombras, pero sólo Tom Pasmore parecía a punto de desaparecer. Esa idea provocó en Dennis Handley —por encima de todo un hombre sociable, animado y conversador— un desagradable estremecimiento.

No tardaron en salir al aparcamiento de la facultad, donde el Corvette del profesor de literatura, un descapotable de color negro, parecía magníficamente fuera de lugar entre las abolladas rancheras Ford, las antiguas bicicletas y los sedanes en forma de bote que eran los vehículos convencionales de la facultad. Tom abrió la puerta del acompañante, se dobló casi por la mitad para poder entrar y se sentó con las rodillas levantadas casi a la altura de su nariz. Sonrió ante esa incomodidad y su sonrisa disipó aquella extraña atmósfera de sigilo y oscuridad que sin duda Dennis Handley había imaginado en el muchacho. Tom era el más alto de todos los pasajeros que había llevado en el Corvette y se lo comentó en cuanto abandonaron la zona de aparcamiento.

Era como ir sentado junto a un enorme y amistoso perro ovejero, pensó Dennis mientras aceleraba por la School Road y el viento desordenaba los cabellos del muchacho y hacía ondear su corbata.

—Siento que el espacio sea tan reducido —dijo—, pero puedes echar el asiento hacia atrás.

—Ya lo he hecho —contestó Tom, sonriendo a través del plano vertical de sus muslos, como si fuera un contorsionista de circo.

—Bien, no tardaremos mucho —afirmó Dennis, conduciendo el pequeño coche por la calle Berghofstrasse.

Luego giró hacia el oeste, entre una sucesión de tiendas que vendían jabones y perfumes carísimos, hasta los cuatro carriles de la calle Drosselmeyer, por donde avanzaron hacia el sur durante un buen rato, pasaron por el centro comercial pos de Mayo y ante la estatua de David Redwing —el primer presidente del Consejo de Ministros de Mill Walk—, pasaron ante una hilera de herrerías y ante los improvisados tenderetes de los adivinos del porvenir, pasaron ante talleres de reparación de automóviles y ante tiendas donde se vendían serpientes de cascabel y pitones. Avanzaron en medio del habitual trajín de coches, bicicletas y carruajes. Luego pasaron ante la fabrica de conservas y la refinería azucarera, y siguieron más al sur a través de una pequeña zona de chozas, tiendas y casas de nativos cuyo nombre era Weasel Hollow, donde la mujer que dormía sobre «una fuerte suma de dinero» (Eyewitness) había sido asesinada por su hijo. Dennis giró con un movimiento de experto por Market Street, se abrió paso entre una serie de furgonetas que llevaban mercancías a Ostend’s Market y aprovechó los últimos segundos de la luz ámbar para entrar como una exhalación a la calle Burleigh, donde por fin se dirigió definitivamente hacia el oeste.

Tom habló por vez primera desde que habían abandonado la escuela.

—¿Por dónde vive usted?

—Cerca del parque.

Tom asintió, pensando que se refería al Shore Park y que había decidido hacer algunas compras antes de dirigirse a casa.

—Apuesto a que mi madre le ha pedido que hable conmigo —dijo luego.

Dennis ladeó la cabeza para mirarlo de reojo.

—¿Por qué imaginas que ella quiere que yo hable contigo?

—Usted sabe por qué.

Dennis comprendió que se encontraba en un aprieto. O le confesaba que Gloria Pasmore le había hablado del álbum de recortes, lo cual sería admitir ante el muchacho que su madre lo había hojeado, o negaba estar al corriente de la preocupación de Gloria. Si lo negaba todo, difícilmente podría sacar a relucir el tema del álbum de recortes. También comprendió que negarlo serviría únicamente para hacerle parecer un estúpido, algo que rechazaba instintivamente. Además, eso le colocaría sutilmente en contra de Tom y «de parte de» sus padres, algo que también rechazaba instintivamente.

La siguiente afirmación de Tom contribuyó a aumentar su incomodidad:

—Lamento que le intranquilice mi álbum de recortes. Usted está preocupado y en realidad no debería estarlo.

—Bueno…, yo… —Dennis se interrumpió, sin saber cómo proseguir: se sentía culpable y comprendió que Tom era lo bastante perceptivo como para darse cuenta también de ello.

—Hábleme de sus libros —dijo Tom—. Me encanta todo lo relacionado con libros raros, ediciones príncipe y todo eso.

De modo que, con evidente alivio, Dennis empezó a describirle su gran golpe de suerte en relación al hallazgo de libros, el descubrimiento de un manuscrito mecanografiado de Los despojos de Poynton en una tienda de antigüedades en Bloomsbury.

—Tan pronto como entré en la tienda me invadió una sensación, una auténtica sensación, más fuerte de lo que nunca antes había sentido —le dijo, y de nuevo la atención de Tom se centró en él—. No soy un obseso y no creo en los fenómenos psíquicos ni un tanto así, pero cuando entré en aquella tienda fue como si algo se hubiese apoderado de mí. En cualquier caso, yo iba pensando en Harry James a causa de la escena de El jarrón dorado que transcurre en una tienda de antigüedades, donde Charlotte y el príncipe compran el regalo de bodas de Maggie… ¿Conoces la novela?

Tom asintió. ¡Qué extraordinario muchacho! Luego escuchó atentamente el inventario de maravillas que había en la tienda de antigüedades, la exaltada descripción del dueño de la tienda, la fuerza de la misteriosa «sensación» que iba en aumento a medida que Dennis deambulaba entre aquellos objetos usados, la excitación con que había descubierto en el mismo fondo de la tienda una vitrina repleta de libros viejos y, finalmente, el hallazgo, en el último estante, de una caja con papeles mecanografiados, encajada entre un atlas y un diccionario. Dennis había abierto la caja, casi sabiendo lo que iba a encontrar en su interior, y al fin, se había atrevido a mirar.

—Las páginas empezaban en mitad de una escena. A los pocos párrafos reconocí que se trataba de Los despojos de Poynton… Imagina mi excitación. En fin. Ese libro fue el primero que Henry James dictó y no lo hizo íntegramente. Había empezado a sufrir molestias en la muñeca y contrató a un mecanógrafo que se llamaba William McAlpine después de empezar a trabajar en el libro. Comprendí que había encontrado la copia mecanografiada al dictado por McAlpine, y que luego volvió a reescribir incorporando las correcciones a mano realizadas por Henry James para preparar la copia definitiva que enviarían al editor. Probablemente nunca podré probarlo, pero tampoco me interesa. Comprendí lo que tenía en mis manos. Temblando como una hoja, llevé el ejemplar al hombrecillo, quien me lo vendió por cinco libras pensando sin duda que yo era un lunático que compraba algo sin ningún valor. En realidad debió de pensar que lo compraba por la caja.

Dennis Handley se interrumpió, en parte porque sus interlocutores acostumbraban reír ante este comentario, y en parte porque hada años que no explicaba ese episodio y contarlo de nuevo le devolvía antiguas sensaciones de triunfo y un júbilo casi incontenible.

La pregunta de Tom le devolvió bruscamente a la realidad.

—¿Ha leído usted algo acerca del asesinato de Marita Hasselgard, la hermana del ministro de Hacienda?

De nuevo habían regresado al álbum de recortes y Tom le había cogido la delantera.

—Por supuesto; no he pasado todo el mes con la cabeza metida debajo del ala —dijo, mirando irritado hacia el asiento del acompañante. Tom mantenía las piernas apoyadas en el salpicadero e iba dando vueltas a un bolígrafo en la boca, como si fuese un cigarro—. Pensé que te interesaba lo que te estaba diciendo.

—Es muy interesante lo que me estaba contando. ¿Qué cree que le sucedió?

Dennis suspiró.

—¿Que qué pienso de lo que le sucedió a Marita Hasselgard? Pues que la mataron por error. Un asesino la confundió con su hermano porque iba en el coche de él. Era muy tarde por la noche. Cuando descubrió que se había equivocado, metió el cadáver en el portaequipajes y abandonó la isla inmediatamente.

—¿De modo que piensa que el periódico está en lo cierto?

La teoría que Dennis Handley acababa de exponer, compartida por la mayoría de los ciudadanos de Mill Walk, había sido esbozada en las columnas del editorial del Eyewitness.

—Básicamente, sí. Supongo que es así. No recuerdo muy bien si el periódico lo exponía de esa manera, pero, en ese caso, pienso que tenía razón. Sí. ¿Te importaría explicarme qué relación tiene esto con Los despojos de Poynton?

—¿Cuáles cree que fueron los móviles del asesino?

—Pienso que fue contratado por algún enemigo de Hasselgard, por alguien contrario a su política.

—¿A algún punto en especial?

—Podría ser cualquiera.

—¿Cree usted que Hasselgard debe ir con cuidado ahora? ¿Que hay que vigilarlo de cerca?

—Bueno, el intento ha fracasado y el asesino ha levantado el vuelo. La policía lo está buscando, de modo que cuando lo encuentren les contara quién le contrató. Si alguien debe temer algo es el hombre que contrató al asesino.

Todo eso también pertenecía a la opinión generalizada.

—¿Por qué cree que metió el cadáver de la hermana en el portaequipajes?

—Oh, la verdad es que no me preocupa dónde puso a Marita Dennis.

—No veo qué posible relación pueda tener con lo demás. El tipo miró al interior del coche y vio que había matado a la hermana de su presunta víctima, de modo que ocultó el cadáver en el portaequipajes. En todo caso, ¿por qué estamos hablando de este asunto tan sórdido?

—¿Recuerda usted qué tipo de coche era?

—Por supuesto. Era un Corvette. Idéntico a éste, de hecho. Espero que ésta sea tu última pregunta sobre el tema.

Tom le miró de reojo y se quitó el bolígrafo de la boca.

—Casi. Marita era una mujer gorda, ¿no es así?

—No creo que tenga sentido continuar…

—Sólo me quedan otras dos preguntas.

—¿Prometido?

—Ahí va la primera: ¿dónde supone que esa mujer de Weasel Hollow consiguió el dinero que ocultaba en su colchón?

—¿Cuál es la segunda pregunta?

—¿De dónde cree que procedía su sensación en la tienda de antigüedades, aquella sensación de saber que iba a descubrir algo?

—¿Sigue siendo una conversación o sólo estás haciendo elucubraciones gratuitas?

—¿Quiere decir que no tiene ni idea de dónde procede esta sensación?

Dennis Handley se limitó a negar con la cabeza.

Por vez primera desde que habían entrado en la calle Burleigh, Tom prestó atención al paisaje de sólidas casas que les rodeaba.

—No estamos cerca de Shore Park.

—Yo no vivo cerca de Shore Park. ¿Por qué piensas…? ¡Oh! —Dennis sonrió a Tom—. Yo vivo cerca de Goethe Park, no de Shore Park. Justo a la entrada del antiguo barrio de esclavos. El noventa por ciento de las casas se construyeron entre los años veinte y los treinta, creo. Son casas de calidad, sólidas, de clase media, con porches, arcadas y algunos detalles interesantes. Esta zona está terriblemente infravalorada. —Al parecer, su profesor había recuperado su buen humor habitual—. No comprendo por qué Brooks-Lowood no puede ampliar hasta aquí sus redes, por así decirlo.

Tom giró lentamente la cabeza para mirar al profesor.

—Hasselgard no estudió en Brooks-Lowood.

—Bueno —dijo Dennis Handley—, a fin de cuentas, no creo que el hecho de que Hasselgard realizara sus estudios secundarios en otra escuela tenga algo que ver con el asesinato de su hermana.

De pronto, la expresión que vio en Tom empezó a alarmarle. En cuestión de pocos segundos, su rostro había adquirido un aspecto casi de abatimiento y se le veía muy pálido debajo de la delgada superficie dorada de su piel.

—¿Quieres descansar un rato? Podemos detenernos en el parque y echar un vistazo a los zigurats.

—No puedo continuar —dijo Tom.

—¿Qué te ocurre?

—Deténgase en el borde de la avenida y déjeme ahí. Me siento un poco mareado. Por favor, no se preocupe por mí.

Dennis Handley ya se había acercado al bordillo y detuvo el coche. Tom permanecía con la cabeza apoyada en el salpicadero.

—¿De veras crees que voy a dejarte ahí tirado?

Tom imprimió un balanceo a su cabeza sobre el salpicadero. El gesto parecía tan infantil, que Dennis acarició la espesa mata de pelo de Tom.

—Muy bien, porque no pienso hacerlo. Creo que lo mejor será que vayamos a mi casa y que te acuestes un rato.

Con delicadeza, ayudó a Tom para que se echara hacia atrás a fin de reposar la cabeza en el respaldo del asiento. Los ojos del muchacho resplandecieron y pareció como si perdieran profundidad, igual que brillantes guijarros pintados.

—Deja que te lleve a casa —dijo Dennis.

Con un movimiento lento, Tom negó con la cabeza, luego se pasó las manos por la cara.

—¿Le importaría acompañarme a otro sitio?

Dennis Handley alzó las cejas.

—A Weasel Hollow.

Tom se volvió hacia Dennis y el profesor de literatura sintió como si mirase no a un muchacho de diecisiete años aquejado por un repentino malestar, sino a un completo adulto. Accionó la llave de contacto y el coche volvió a ponerse en marcha.

—¿A algún sitio en particular de Weasel Hollow?

—A Mogrom Street.

—Mogrom Street —repitió Dennis—. Bien, eso tiene sentido. ¿A algún sitio en especial de Mogrom Street?

Tom había cerrado los ojos y parecía dormir.

La civilización y la cultura original de los nativos habían desaparecido por completo de Mill Walk a comienzos del siglo XVIII. Los únicos restos que quedaban, aparte de la separación entre los dientes que ostentaban los mismos nativos, eran los dos pequeños zigurats piramidales en medio del campo abierto convertido en Goethe Park. En la base de una de esas pirámides se hallaba inscrita la palabra MOGROM y en la base de la otra RAMBICHURE. Pese a que nadie conocía el significado de las enigmáticas palabras, éstas habían sido profundamente adaptadas por la población nativa que había sobrevivido. Al fondo del estrecho valle de Weasel Hollow, la calle Mogrom se cruzaba con la calle Rambichure. En esquinas opuestas, se hallaban Comidas Mogrom y Pizza Rambichure. Los Almacenes Rambichure y la Herrería y Establos Mogrom flanqueaban a Prestamistas Rambi-Mog. En la calle Rambichure se alzaba la Escuela Zigurat para hijos de familias indígenas, el Drugstore Zik-Ram, Géneros de Punto Rambi’s, la Librería Mogrom para Adultos, y Ortopedia M-R.

Dennis Handley condujo en silencio por la calle Burleigh, giro hacia el norte por Market Street y pasó por delante de Ostend’s para salir a Pforzheimer Point. Al otro lado del estrecho valle, las enormes siluetas grises de la Compañía de Conservas Redwing y la Refinería Azucarera Thielman definían el horizonte opuesto. Weasel Hollow yacía allí abajo.

Tom aún parecía medio adormecido, de modo que Dennis condujo por el borde de la colina y luego bajó hacia Mogrom.

—Vamos a ver —dijo Tom.

Estaba sentado con el cuerpo erguido, como si un titiritero hubiese tirado de un cordel que llevase atado en la coronilla. Se le veía impaciente, incluso ligeramente febril. Dennis pensó que si hubiese conducido con excesiva lentitud colina abajo, Tom habría saltado del coche.

Al llegar al pie de la colina, la calle Mogrom se dirigía por el este a la calle Rambichure y al centro de Weasel Hollow. La mitad occidental de la calle conducía directamente a un laberinto de chozas de papel alquitranado, tiendas construidas con mantas sujetas a una pértiga, casas nativas de piedra pintadas de blanco y rosa, y cabañas que parecían estar construidas con tablas que se sostenían las unas a las otras. Dos manzanas más abajo, un enorme perro negro jadeaba en medio de la calle. Cabras y gallinas deambulaban por la hierba amarilla entre coches abollados y carretas destrozadas. Dennis oyó un débil rock and roll procedente de un aparato de radio.

Tom se asomó hacia fuera para examinar los números que había junto al porche de una casa nativa.

—Gire a la derecha.

—¿Te das cuenta de que no tengo ni idea de lo que ocurre?

—Basta con que conduzca despacio.

Dennis Handley obedeció. Tom inspeccionaba casas y chozas de su lado de la calle. Una cabra volvió la cabeza y las gallinas se desplazaron a saltitos entre la hierba. Llegaron a una travesía en la que había un letrero pintado a mano en el que se podía leer «CALLE FRIEDRICH HASSELGARD». Dos pequeños nativos de cara sucia —uno de ellos con pantalones conos de tipo militar color marrón y una pistola de juguete, y el otro completamente desnudo— se apostaron junto al letrero y contemplaron a Dennis con severa impertinencia.

—La siguiente manzana —confirmó Tom.

Dennis avanzó lentamente delante de los niños que le miaban. El perro alzó la cabeza del polvo y les contempló mientras se le aproximaban. Dennis pasó por su lado y el perro bajó el hocico y suspiró.

—Deténgase —dijo Tom—. Es ésta.

Dennis se detuvo y Tom se volvió para examinar una cabaña de madera. Olas de calor se desprendían del ondulado tejado de hojalata. Era obvio que estaba vacía.

Tom abrió la portezuela y se encaminó hacia la casa a través de los hierbajos amarillentos. Dennis esperaba que mirase por la ventana que había junto a la puerta, pero el muchacho desapareció por un lateral de la cabaña. Detras del volante del Corvette, se sintió demasiado opulento y llamativo, demasiado visible. Pensó que había oído a alguien que se arrastraba detrás de su coche pero, cuando asomó la cabeza por la ventanilla, descubrió que sólo era el perro que estiraba las patas medio dormido. Echó un vistazo a su reloj, habían transcurrido cuatro minutos, cerró los ojos y lanzó un suspiro. Luego oyó pasos que hacían crujir la quebradiza hierba y abrió los ojos para encontrarse con Tom, que regresaba al coche.

Se acercaba con pasos rápidos y su rostro estaba rígido como un puño. Se dobló por la mitad y se dejó caer en el asiento sin mirar a Dennis.

—Demos la vuelta por la esquina.

Dennis accionó la llave de contacto, alzó el pie del embrague y el coche salió despedido.

La bamba surgió entre las persianas de una casa nativa y, por un momento, el profesor pensó en lo cerca que estaría del paraíso si pudiera estirar las piernas en un sofá y tomar un trago largo de gin-tonic.

—Por el callejón —indicó Tom—. Despacio.

Dennis dio la vuelta por un angosto callejón tapiado y el Corvette vibró en medio del estrecho espacio que quedaba entre las paredes destrozadas.

—Alto —dijo Tom.

Habían llegado frente a una parte derrumbada del muro y el joven sacó la cabeza por su ventanilla para otear hacia una espesura donde los hierbajos amarillentos se elevaban hasta la cintura.

—Adelante —pidió Tom.

Y Dennis avanzó con el coche.

Al cabo de unos instantes llegaron ante las puertas verdes de un establo para un solo caballo, ahora convertido en garaje. Dos ventanas polvorientas, cubiertas de telarañas, daban al estrecho callejón.

—Aquí —indicó Tom, e inmediatamente saltó del coche.

Se protegió los ojos para mirar a través de una de las ventanas. Inmediatamente se dirigió a la otra y luego regresó. Se estiró cuan largo era y a continuación se cubrió el rostro con ambas manos.

—¿Se ha terminado ya? —inquirió Dennis.

Tom volvió a acomodarse en el interior del coche.

—Voy a llevarte a casa —le dijo Dennis.

—Señor Handley, usted me llevará al otro lado de la manzana. Iremos arriba y abajo de cada calle y cada callejón de esta parte de Weasel Hollow, si es eso lo que debemos hacer.

«No, voy a llevarte a casa», formuló nítidamente Dennis con la mente, pero su boca dijo:

—Si es eso lo que quieres…

De modo que continuó hasta el final del estrecho callejón y se internó más profundamente en Weasel Hollow.

En la siguiente esquina giró hacia la derecha por una calle con chozas a ambos lados, coches con las llantas oxidadas y unas cuantas casas nativas al fondo de unas entradas con el césped amarillento. Había cabras que masticaban hierbajos frente a unas viviendas construidas simplemente con mantas atadas, al estilo indio, alrededor de unos palos inclinados. Tom soltó un ruido sorprendentemente parecido a un ronroneo. Unos veinte metros más adelante, al otro lado de la calle, y parcialmente oculto por un montón de basura —latas, botellas vacías, pieles de cebolla podridas y viscosos trozos de carne llenos de moscas incrustadas—, había un coche idéntico al suyo, tan brillante que lanzaba destellos.

—Déjeme bajar ahí —dijo Tom, abriendo la puerta antes de que Dennis hubiese parado.

Corrió hacia el deslumbrante coche negro y apoyó ambas manos en el capó.

Por un instante —un largo instante, aunque no más que eso—, Tom experimentó una sensación de algo ya conocido —el eco de una sensación, más que una sensación en sí—, de que se había vuelto invisible para el mundo físico corriente y que había penetrado en un reino en el que cada detalle hablaba de su propia esencia: como si se hubiese deslizado bajo la piel del mundo, como si una dulce y peligrosa familiaridad le invadiera. El sudor parecía abrirse paso por cada uno de los poros de su cuerpo. Lentamente, se dirigió hacia el lado del conductor y se inclinó. El nítido agujero de una bala, de unos dos centímetros de diámetro, había perforado la ventanilla. El asiento del conductor aparecía salpicado de sangre, mientras que el del acompañante se hallaba cubierto de una espesa película sanguinolenta.

Tom se acercó a la parte trasera del coche y se entretuvo un momento manipulando en el portaequipajes, hasta conseguir abrirlo. También allí había bastante sangre, aunque mucha menos que en los asientos. Durante un instante de alucinación, fue capaz de ver el rechoncho cadáver atascado en aquel reducido espacio. Finalmente se dirigió a la portezuela del acompañante, la abrió y se agachó. Pasó las manos por encima de la suave piel y las escamas de sangre seca se desmenuzaron hasta caer en el suelo. De nuevo deslizó los dedos por el tapizado y, cerca del suelo de la portezuela, palpó una pelotilla de vello oscuro con manchas de sangre seca. Metió la mano con delicadeza y debajo del cuero hecho jirones palpó una dura y redonda bala de metal.

Tom exhaló el aire y se incorporó. Su cuerpo parecía extrañamente ligero, como si pudiera seguir alzándose y abandonar el suelo definitivamente. Un destello a punto de extinguirse rozó por un instante la pila de baldosas gastadas en el patio delantero de la casa rosa, que se alzaba al otro lado de la calle y también un sedán verde que había más abajo. Tom miró hacia Dennis Handley, quien se estaba secando la frente con un enorme pañuelo blanco, y notó cómo una sonrisa estúpida inundaba su rostro. Empezó a aproximarse a Dennis con pasos que parecían inmensamente largos. Un movimiento donde no tendría que haber ninguno captó su mirada, igual que la ondulación de una bandera, y Tom giró bruscamente la cabeza hacia el sedán verde aparcado en la acera de enfrente: Lamont von Heilitz se apoyaba en la ventanilla del asiento trasero. Un instante de total reconocimiento se cruzó entre los dos y entonces el anciano levantó su índice enguantado hacia los labios.

Dennis Handley acompañó a casa a su mejor y más desconcertante alumno en medio de un silencio que sólo se veía interrumpido por sus preguntas, cada vez más indecisas, y por las respuestas monosilábicas del muchacho. El semblante de Tom durante el trayecto aparecía pálido y agotado, y a Dennis le dio la impresión de que se estaba reservando para un esfuerzo aún mayor. Cuando Dennis intentó imaginar la naturaleza de ese esfuerzo, sólo consiguió figurarse a Tom Pasmore sentado frente a una vieja Underwood de tipo vertical —una máquina de escribir muy parecida a la que él utilizaba para mecanografiar sus comentarios de fin de trimestre—, escribiendo con un solo dedo, en el centro de una página de papel inmaculado, un título sugerente: «EL ASESINATO DEL COCHE ENSANGRENTADO». Diez minutos más tarde, abandonaba An Die Blumen para tomar Eastern Shore Road, y treinta segundos después permanecía sentado en su asiento, mirando cómo la figura alta y de anchos hombros de Tom se alejaba por el sendero de la entrada hacia la puerta de su casa.

Dennis Handley ya había efectuado la mitad del trayecto hacia su casa cuando se percató de que circulaba a más de treinta kilómetros por encima del límite permitido de velocidad. Y se dio cuenta de su irritación sólo cuando estuvo a punto de atropellar a un ciclista.

Dos semanas más tarde, en una cena celebrada en la residencia de los Thielman, Dennis se encontró con una Gloria Pasmore definitivamente ebria y le dijo que no creía que hubiese ningún motivo para preocuparse. El muchacho estaba pasando sencillamente por una especie de crisis de adolescencia. En respuesta a una pregunta de Katinka Redwing, dijo que no, que no había seguido las historias aparecidas en Eyewitness sobre el ministro de Hacienda Hasselgard: ese tipo de cosas no le interesaban en absoluto. En absoluto.

Misterio
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