Una hora más tarde, cuando Tom regresaba andando por la carretera, el Lincoln negro pasó por su lado, cruzó delante de él y se detuvo al borde de la carretera. Las puertas traseras del Lincoln se abrieron, y dos tipos vestidos con traje gris y gafas de sol bajaron del vehículo. Uno era demasiado gordo para poder abrocharse la chaqueta, y el otro era tan escuálido como un galgo. Ambos llevaban largas patillas y el cabello peinado al estilo Elvis Presley. Ambos le miraron con expresión de fastidio en sus caras, y el delgado se metió las manos en los bolsillos. Jerry Hasek, también con traje gris pero sin gafas de sol, abrió la portezuela del conductor y bajó del coche, mirando a Tom con cara de pocos amigos por encima del automóvil.

—Vamos a llevarte —dijo—. Anda, sube al coche.

—Prefiero ir andando.

Tom miró de soslayo hacia los árboles.

—Oh, no hagas eso —le avisó Jerry—. ¿De qué serviría? Limítate a subir al coche.

Los otros dos empezaron a acercársele.

—Nappy y Robbie —dijo Tom—. Los esquineros.

Robbie sacó las manos de los bolsillos y se volvió a su gordo camarada, que miraba ceñudo a Tom. A Nappy, las patillas casi le llegaban a la mandíbula.

—Me acuerdo de ti —dijo Nappy.

—Dejadle que suba al coche —ordenó Jerry—. Eso ya está durando demasiado. Tom, sé sensato. No queremos hacerte daño. Se supone que sólo debemos llevarte de regreso a casa.

—¿Por qué?

—Alguien quiere hablar contigo.

—De modo que sube al coche —dijo Nappy con voz gruesa y ahogada, que sonaba como si le hubiesen dado una patada en la garganta.

Tom pasó ante Nappy y Robbie, y abrió la puerta contraria al conductor. Los tres guardaespaldas observaron cómo subía y a continuación lo hicieron ellos.

—Bueno —suspiró Nappy, que parecía una rana mugidora sentada en la parte trasera del coche.

—Bueno —dijo Robbie—. Bueno, bueno, bueno.

Jerry puso el vehículo en marcha y condujo por la carretera en dirección al lago.

Nappy se apoyó en el respaldo del asiento delantero.

—¿Qué historia es esa de los esquineros, eh? ¿De dónde sales con eso de los esquineros?

—Estáte tranquilo, ¿eh? —le pidió Jerry—. Y tú también, Pasmore. Antes de llegar, me gustaría hablar contigo de una cosa.

—Adelante —dijo Tom.

Jerry se rascó la mejilla y le echó una ojeada.

—Hace mucho tiempo, te acercaste por mi casa. Mi hermana y yo salimos para hablar contigo y, cuando mis amigos aparecieron, echaste a correr y te atropellaron. Nadie tenía intención de que eso ocurriera.

—No creo que vuestra intención fuera matarme —aclaró Tom—. Me asusté al ver a esos dos empuñando una navaja.

—Todos deberíamos haber llevado las cosas de otro modo —dijo Jerry—. La verdad es que mi padre me hizo salir para ver qué andabas buscando.

—Lo he sabido ahora —dijo Tom.

—Quiero decir que ya ha habido bastante follón.

—Estoy de acuerdo.

—¿Entonces a que venía eso del perro? —preguntó Jerry.

Robbie rió entre dientes.

—He oído que alguien se reía —dijo Jerry.

—Supongo que todos podemos cometer errores, ¿no? —dijo Nappy.

—Nadie va a decir ni una palabra más sobre esto —avisó Jerry—. ¿Me habéis oído?

—Perro… —susurró Robbie, y Nappy lanzó un suave «auuuh» que se interrumpió casi tan pronto como había empezado.

Jerry soltó las manos del volante y se volvió con tal rapidez, que pareció como si no se hubiese movido en absoluto: Tom sólo vio una especie de mancha borrosa. De pronto, Jerry apareció inclinado sobre el asiento de atrás, golpeando a Robbie con ambas manos.

—¡IMBÉCIL! ¡CAPULLO! ¡MALDITO IDIOTA!

Robbie se protegió la cara con las manos.

—Me has golpeado en… Vas a…

—¿CREES ACASO QUE ME IMPORTA? MALDITA SEA, TE DIJE…

Al ver que el Lincoln se deslizaba lentamente hacia el carril contrario, Tom agarró el volante y rectificó la dirección. El regreso de Victor Pasmore, pensó. Jerry lanzó un último manotazo a Robbie, volvió a sentarse y de un tirón arrebató a Tom el volante. Su cara era de un color rojo encendido.

—¿Vale? ¿Vale? ¿Ha quedado claro?

—Ha quedado claro —contestó Nappy.

—Será mucho mejor que haya quedado claro —puntualizó Jerry.

—Me has roto las gafas de sol —dijo Robbie.

Tom se volvió hacia el asiento trasero. Nappy estaba mirando fijamente hacia la carretera; parecía el pasajero de un autobús. Una mancha de sangre resbalaba por la mejilla de Robbie, otra descendía desde un corte en el punto de la nariz hacia la punta. Uno de los golpes había hecho saltar las gafas de sol, y Robbie las contemplaba partidas por la mitad. Luego lanzó a Tom una mirada amenazadora y, bajando el cristal, tiró las gafas por la ventanilla.

—Pues vale. Ahora todo ha quedado claro —añadió Jerry, haciendo girar el coche por la vereda llena de baches.

Tom pensaba que iban a detenerse delante de la residencia de los Redwing, pero Jerry pasó por delante sin echarle siquiera un vistazo. Continuaron por delante del chalet de los Spence y, finalmente, se pararon ante el de Glendenning Upshaw.

—Vale —dijo Jerry—. Salgamos y terminemos con esta mierda.

Los cuatro bajaron del coche.

—Tú primero —le indicó Jerry—. Ahí es donde vives, ¿no?

Tom dio la vuelta por delante del coche. Nappy y Robbie se metieron las manos en los bolsillos y examinaron el enorme chalet como si pensaran comprarlo para pasar allí las vacaciones. Robbie se había limpiado el hilillo de sangre del puente de su nariz, pero en la mejilla le quedaban aún dos rayas inclinadas, como si fuera pintura de guerra. Tom subió los escalones de piedra, Jerry lo siguió pegado a sus espaldas y los otros dos se dispusieron a seguir su ejemplo después de mirar a un lado y a otro de la vereda.

—Límpiate esa mejilla, coño —ordenó Jerry a Robbie.

Tom empujó la puerta mosquitera, y Jerry la sujetó mientras él abría la puerta principal. Todos entraron en la casa, Jerry siguiéndole aún de cerca.

Igual que el muñeco de una caja de resorte, Buddy Redwing se levantó del sofá que había delante de la puerta. Llevaba un holgado polo verde pálido y unos anchos pantalones color caqui.

—Habéis tardado un buen rato.

—Tuvimos que recorrer todo aquello para encontrarle.

Jerry apoyó la punta de los dedos sobre los hombros de Tom y con suavidad le indicó que terminara de entrar.

Nappy y Robbie se situaron uno a cada lado de la gran sala. Nappy se aproximó a la puerta del estudio, la abrió y miró allí dentro. Kip Carson, vestido sólo con unas sandalias de baño y unos tejanos desteñidos, a los que había recortado las perneras, entró desde la cocina con una lata roja de Coca-Cola y la levantó en señal de saludo.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Tom.

—Es una pregunta bastante curiosa, viniendo de ti —dijo Buddy—. Por lo que sé, eres un caso típico de caridad. No se te ha perdido nada por aquí arriba. No eres más que un incordio.

—Buddy, desearía que tú y tus amigos os marcharais de esta casa.

Buddy se abrió de brazos y miró a ambos lados, como si apelara a ambos laterales de la sala.

—¡Oh, Dios, él desearía que nos marcháramos de esta casa! Eso es… es tan categórico, que no sé qué decir.

Nappy cloqueó divertido, y Kip Carson tomó un trago de Coca-Cola al tiempo que se sentaba en el sofá junto a Buddy, dispuesto a disfrutar del espectáculo. Jerry y Robbie empezaron a moverse sin rumbo por la habitación. Cuando Buddy se volvió hacia ellos, trataron de fingir atención.

—Quiero decir que todo esto es realmente extraño —dijo Buddy, dirigiéndose de nuevo a Tom—. Dejemos esto bien claro. Por lo que a mí se refiere, tú no eres más que ese tipo que de repente se ha presentado por aquí. Un ignorante. Porque tú no entiendes nada… No sabes cómo funcionan por aquí las cosas.

—¿Has terminado? —preguntó Tom—. ¿O todavía hay más?

Buddy apuntó con su grueso dedo índice al pecho de Tom.

—Tú has venido hasta aquí con nuestro avión particular en el que viajaban mis invitados. Tú te has sentado a mi mesa. Y tú has utilizado mi coche. —Nervioso e irritado, dio un paso a un lado, pero enseguida volvió a colocarse delante de Tom—. Y, nada más aparecer tú, mi chica decide de pronto que no desea pasar tanto tiempo conmigo. De repente, todo parece haber cambiado ligeramente. Tengo la sensación de que te has estado metiendo en un sitio que no es el tuyo, Pasmore.

—¿Y dónde está mi sitio? —inquirió Tom.

—¡En ninguna parte! —estalló Buddy—. ¡Maldita sea! ¿Sabes cuánto llevo saliendo con Sarah? ¡Tres años! ¡Estamos condenadamente prometidos!

Tom sonrió, y los ojos de Buddy parecieron encogerse dentro de sus cuencas.

—¿No te das cuenta? Sarah me pertenece. Sarah es mía. No tienes nada que hacer con ella.

—Tú no eres dueño de la gente —puntualizó Tom—. La gente puede tomar sus propias decisiones.

Buddy retrocedió un paso.

—¿Es eso lo que piensas? Deberías estar más enterado, teniendo en cuenta de qué familia procedes.

—¡Deja en paz a mi familia, capullo mimado, inútil y mediocre! —exclamó Tom, picado.

Buddy se dispuso a incidir en lo que percibió como una debilidad de Tom:

—El viejo Upshaw es nuestro, Pasmore. ¿Te crees que él da un paso adelante sin que nosotros lo sepamos? Tu abuelo nos pertenece. No tienes a nadie que te cubra con su paraguas.

Tom pestañeó, pero ésta fue su única reacción.

—¿Quieres que te diga cuál es tu problema?

—¿Serías capaz?

Buddy agitó la mano frente a su cara como si pretendiese espantar a una nube de mosquitos.

—Tu problema es que no conoces las reglas. Y como no conoces las reglas, tampoco conoces la manera correcta de comportarte. Yo soy un Redwing. Empecemos por ahí. Aquí nada ocurre a menos que nosotros le demos el visto bueno. Tampoco debes meterte con la novia de otro tío. Es un error. Y si esperas que yo me comporte de una manera civilizada, es que no me conoces, porque no tengo ninguna intención de mostrarme civilizado en este asunto.

—Es curioso —dijo Tom—, pero creo que nunca he esperado de ti que te comportes de manera civilizada, Buddy.

—¡Asqueroso mamón! —gritó Buddy—. ¿Ves a esos tipos de ahí? ¡Ellos trabajan para mí! ¡Si les ordeno que te hagan algo, puedes estar seguro de que obedecerán! Pero no los necesito para librarme de ti. Puedo hacerlo yo solo.

Tom retrocedió un paso, temblando de miedo, rabia y náuseas: un olor intenso y desagradable, a levadura y suciedad íntima, parecía brotar por todos los poros de Buddy.

—El mayor error que podrías cometer es enviarme a casa por la fuerza. ¿Crees que eso te haría irresistible?

—¡Dios, qué cantidad de estupideces! —exclamó Buddy—. ¿Puede alguien decirme de qué está hablando este tipo? —preguntó, mirando a Jerry por encima del hombro.

—Está majareta —dijo Jerry.

—Está mal de la chaveta —dijo Kip Carson, con cierta admiración.

—¡Qué cantidad de estupideces! —repitió Buddy, con perplejidad—. Este tío no puede abrir la boca sin decir una sarta de estupideces. —Había empezado a oscilar atrás y adelante, balanceando sus brazos cortos y gruesos—. ¿No acabo de decirte que no necesito a nadie para encargarme de ti? ¿Por qué crees que he hecho que te trajeran aquí? Para avisarte de que te apartes de Sarah Spence. Sean cuales fueren tus intenciones respecto a ella, te equivocas. ¿Me has entendido? Puede que ella haya jugado un poco contigo; está en su derecho. Pero yo la entiendo mucho mejor de lo que puedas entenderla tú, créeme.

—Yo diría que no la entiendes en absoluto —replicó Tom.

—¡Intenta ponerme celoso! —exclamó Buddy—. Sabe que he salido con un par de chicas en Arizona y ahora quiere devolverme la pelota. ¡Y lo está consiguiendo! Estoy celoso, ¿vale? Estoy fuera de mis casillas. Pero ¿te gustaría que te sacara a ti de tus casillas, Pasmore?

—¿Por qué? ¿Qué harías?

Buddy empujó a Tom en el pecho con su dedo índice.

—Te puedo hacer pedazos. ¿Está eso claro para ti? Eres tan insignificante que no debería preocuparme. Pero, si me provocas, te haré pedazos.

—Yo te diré lo que deberías hacer —dijo Tom, provocado hasta el punto de perder del control—. Deberías darte cuenta de que ella no es lo bastante buena para ti. Más pronto o más tarde tendrás que hacerlo, así que, ¿por qué no empezar ahora mismo? Puedes decir que eres afortunado por haberlo averiguado a tiempo.

Nappy rió entre dientes, y Buddy, haciendo una mueca, formó una maza con los puños y con un amplio círculo lanzó el derecho contra la cabeza de Tom. Éste la agachó fuera de la trayectoria, momento en que Buddy disparó el izquierdo, volviendo a fallar. Tom retrocedió, al tiempo que echaba un vistazo a Jerry y a los otros, que no hacían otra cosa que mirarles impasibles.

Buddy se acercó a Tom apoyando firmemente los pies en el suelo, y disparó su puño derecho. De forma instintiva, Tom entró en el círculo del puñetazo y golpeó con fuerza en el estómago de Buddy. Fue como hundir el puño en un bol lleno de papilla de cereales.

Buddy juntó ambas manos sobre su estómago y cayó de rodillas.

—Oh, Cristo —murmuró Jerry.

Le dio un manotazo a Nappy, y los dos levantaron a Buddy, ayudándole a recorrer la distancia que había hasta la puerta. Kip Carson dejó en el suelo la lata de Coca-Cola y les siguió.

Tom se restregó la cara con ambas manos, intentando dejar de temblar. Luego se dirigió a la puerta, que habían dejado abierta, y abrió la mosquitera. Jerry Hasek permanecía de pie en el escalón superior, con las manos apoyadas en las caderas, y Kip parecía flotar inseguro alrededor del coche. Buddy luchaba por respirar mientras Robbie y Nappy abrían la puerta del otro lado del conductor y lo metían dentro. Kip Carson subió detrás y aguardó.

—Hablas demasiado —le dijo Jerry, desde el último escalón.

—Y él también —replicó Tom.

Misterio
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