—Limitaos a seguirme, y no habléis con nadie ni os detengáis a mirar nada —les dijo Hattie.

Tom cruzó la estrecha callejuela un paso detrás de la mujer y Sarah le cogió del brazo a través de la capa. Aquella serie encadenada de edificios construidos por Maxwell Redwing parecía alcanzar una mayor altura a cada paso que daban.

—¿Estás segura de que quieres venir con nosotros? —le susurró.

—¿Bromeas? —le respondió ella, también susurrando—. ¡No voy a dejar que entres ahí tú solo!

Hattie penetró decidida por un pasadizo abovedado y desapareció de su vista. Tom y Sarah la siguieron. La luz era casi inexistente y a Hattie sólo se la distinguía como un diminuto perfil oscuro ante ellos. De inmediato, el aire se hizo más fresco y el hedor a moho y a madera podrida, junto con otros mil olores, se filtró por las paredes. Aceleraron el paso, y segundos más tarde salieron del pasaje detrás de Hattie.

—Este es el Primer Patio —les explicó, mirando a su alrededor—. Hay tres, en total. Nancy vive en el segundo. Nunca he llegado más lejos de su casa. Sospecho que me perdería si intentara ir más allá.

En medio de la sorpresa de las primeras impresiones, Tom había observado sólo que el entorno que le rodeaba recordaba vagamente una prisión, unos barrios bajos de cualquier ciudad europea y, más que cualquiera de estas dos cosas, la ilustración de una historieta siniestra: callejuelas con una pronunciada pendiente conectadas mediante pasadizos de manera similares a vagones de mercancías suspendidos en el aire.

Tres o cuatro individuos harapientos se les acercaban con paso vacilante desde un soportal vecino a una ventana iluminada que había al otro lado del patio. Hattie se volvió para enfrentarse a ellos. Entonces los individuos se apiñaron y cuchichearon entre sí. Uno de ellos saludó a Hattie con la mano toda la manga de su chaqueta se desplegó. A continuación, regresaron arrastrando los pies a su soportal ante Bobcat’s lace y se arrebujaron dentro de sus chaquetas.

—No os preocupéis de estos muchachos —dijo Hattie—. Saben quién soy. Tom, lee esta inscripción.

Tom se le acercó y miró hacia abajo. A sus pies había una laca de bronce cuyas letras en relieve se habían gastado hasta convertirse casi en ilegibles, como las letras de una vieja lápida mortuoria:

PATIOS ELÍSEOS

PROYECTADOS POR EL FILÁNTROPO

MAXWELL REDWING

CONSTRUIDOS POR GLENDENNING UPSHAW

Y LA MILL WALK CONSTRUCTION CO.

EN BIEN DE LA POBLACIÓN DE ESTA ISLA

1922

«QUE CADA HOMBRE TENGA UN HOGAR

QUE PUEDA CONSIDERAR SUYO»

—¿Has visto eso? —preguntó Hattie—. Eso es lo que ellos decían: «Que cada hombre tenga un hogar que pueda considerar suyo». Filántropos, así es como se llamaban a sí mismos.

1922: Dos años antes de la muerte de su esposa, tres años antes del asesinato de Jeanine Thielman y de la construcción el hospital en Miami. Los Patios Elíseos habían sido el primer gran proyecto de la Mill Walk Construction Co., edificado con el dinero de Maxwell Redwing.

El Paraíso de Maxwell parecía una ciudad en miniatura. Calles en pendiente se retorcían alejándose del patio, donde se acumulaba una amalgama de bares, tiendas de licores y casas de huéspedes, conectándose allí arriba mediante los pasadizos de madera que a Tom le recordaban los vagones de mercancías. A través de callejuelas y pasajes laberínticos, Tom vio una serie interminable y jeroglífica de pasadizos angostos, edificios ladeados, muros con puertas estrechas y escaleritas de madera. Los rótulos luminosos lanzaban destellos azules y rojos: FREDO’S, 2 CHICAS, BOBCAT’S PLACE. De los cables tendidos entre ventana y ventana colgaba la ropa de la colada.

—¡Cuidado abajo! —gritó una mujer por encima de sus cabezas.

Se asomaba por el ventanuco de uno de los edificios al otro lado del patio. Volcó un recipiente metálico de color negro, y un líquido se escurrió hacia abajo, como disolviéndose en el aire antes de chocar contra el suelo. Un hombre descalzo, vestido con ropa deshilachada, tiraba de un mono cansado y de una criatura encolerizada por uno de los pasadizos hacia el laberinto.

Hattie los guió hacia el lugar por donde había salido el hombre del mono. Unas letras blancas, pegadas directamente sobre los ladrillos, les indicaron que se hallaban en el Edgewater Trail, el cual se internaba por debajo de uno de los pasadizos similar a un vagón de mercancías.

—El viejo Maxwell y tu abuelo pensaban que los nombres de calles de vuestro barrio serían una buena influencia para la gente de aquí —explicó Hattie—. Por allá está Yorkminster Place y nos dirigimos a Ely Place y Stonehenge Circle.

Los negros ojos de Hattie lanzaron destellos hacia Tom al entrar en el pasadizo.

—¿Y nunca se confunden con el correo? —preguntó Tom.

—Aquí no hay correo —dijo Hattie, precediéndoles—. Ni tampoco policías, ni bomberos, ni médicos, ni escuelas, a excepción de lo que se enseñan los unos a los otros. Tampoco hay tiendas, aparte de las que venden licores. No hay nada más que lo que ves.

Habían salido a un amplio sendero adoquinado, perfilado por paredes de madera ennegrecidas, en las cuales se intercalaba, de vez en cuando, alguna ventana también inclinada, un grupo de chiquillos andrajosos pasó corriendo frente al sendero, chapoteando en un riachuelo que se deslizaba por el centro de la calle. Ahora el hedor casi podía verse en el aire y Sarah se cubrió la boca y la nariz con el borde de la ropa.

Hattie saltó por encima del riachuelo y les precedió por un tramo de escaleras de madera. Otro tramo empinado, indicado como Waterloo Lane, les introdujo en la oscuridad, Hattie se internó por un lóbrego pasillo y se dirigió rápidamente hacia el siguiente tramo de escaleras.

—¿Qué hace aquí esa gente? —preguntó Tom—. ¿Cómo vive?

—Vende cosas a Percy. Su propio cabello o su ropa. Algunos se marchan, como Nancy. Hoy en día, la mayor parte de los jóvenes se van tan pronto como puede. Pero a algunos les gusta eso.

Habían llegado a un amplio espacio donde los pasadizos e madera se diseminaban por las fachadas de los edificios en todas direcciones. Al final de ellos, se alineaban las puertas de los apartamentos. Un hombre apoyado en la barandilla de la segunda galería, bajó la mirada hacia ellos mientras daba una chupada a su pipa.

—Mirad —dijo Hattie—. Esto es un mundo y ahora nos encontramos en su mismo centro. Nadie parece verlo, pero está aquí. —Entonces alzó la mirada hacia el hombre apoyado en la barandilla—. ¿Está Nancy en casa, Bill?

El hombre ladeó la cabeza y los examinó a todos por debajo de la visera de su gorra. Llevaba la cara muy sucia, repleta de profundas arrugas y en la luz grisácea de los patios, su gorra, su rostro y su pipa, todo tenía el mismo color indefinido. Hizo una larga pausa antes de responder.

—Ocupada.

—¿Y tú, Bill?

El estaba mirando el cabello de Sarah y de nuevo tardó muchísimo en contestar.

—Bien. Ayudé a trasladar un piano. Hace dos días.

—Iremos a verla, pues —dijo Hattie, y Bill volvió a apoyarse en la barandilla.

Los tres siguieron avanzando sobre las crujientes tablas hasta llegar casi al extremo del pasadizo. Tom miraba por encima de la barandilla, mientras Sarah le preguntaba a Hattie:

—¿Es amigo tuyo ese Bill?

—Es el hermano de Nancy —le respondió.

Tom iba a volverse hacia ella para asegurarse de que había oído bien, cuando apareció un hombre vestido con un traje gris, bajando con paso silencioso y decidido los escalones de la estructura de madera que pasaba por encima de la cuneta del desagüe. Bill se quitó la pipa de la boca y retrocedió, apartándose de la barandilla. El hombre vestido de gris entró en el Segundo Patio y avanzó en línea recta un nivel por debajo de donde se encontraba Tom. Bill le indicó por gestos que retrocediese y Tom dudó un segundo antes de apartarse de la barandilla. El hombre era calvo y su rostro parecía una máscara lisa e indescifrable. Tom no se percató de que era el capitán Fulton Bishop hasta que se halló bajo la protección de la oscuridad del pasadizo. Hattie llamó con los nudillos en la última puerta, y repitió la llamada. Sin interrumpir el paso, el capitán Bishop alzó los ojos hacia la galería al tiempo que Tom se apartaba, pero el muchacho pudo ver sus ojos entre los huecos de la barandilla, tan vivos y vigilantes como dos fósforos encendidos.

La puerta se abrió mientras el capitán Bishop salía del Segundo Patio, internándose en el Paraíso de Maxwell. Sus pasos resonaron sobre el empedrado al tiempo que Tom oía a Nancy Vetiver que decía:

—¿A quién me has traído, Hattie?

Sonrió a Hattie y a Sarah, y luego a Tom. Ella no le reconoció, pero él la habría reconocido instantáneamente si la hubiese encontrado en cualquier calle de Mill Walk. El cabello, de un rubio algo más oscuro que el de Sarah, estaba cortado formando greñas y las arrugas que encerraban la boca en un paréntesis se habían hecho más profundas. Pero, en todo lo demás, era la misma mujer que le había ayudado a soportar los peores meses de su vida. Tom comprendió cuánto a había querido entonces y que una parte de él aún seguía queriéndola.

—Un antiguo paciente nuestro viene a visitarte —anunció—. Hattie.

Nancy apartó su mirada de Sarah, la dirigió a Tom y de nuevo a Sarah, intentando averiguar quién era el antiguo pariente.

—Bueno, pues será mejor que entremos y miremos si hay algo donde sentarse. Dentro de un minuto podré estar con vosotros.

Les sonrió de nuevo, algo confusa pero sin parecer molesta y se retiró para dejarles entrar.

Hattie fue la primera en hacerlo, luego Sarah, y por último Tom. Varios chiquillos, algunos de ellos con vendajes, permanecían sentados en unas sillas que se apoyaban en la pared. Todos miraron embobados a Sarah, que había sacado a melena fuera de la capa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Nancy cuando Tom pasó ante ella—. ¡Si es Tom Pasmore!

Nancy rió estridentemente —una auténtica risa tintineante que parecía fuera de lugar en los Patios Elíseos—, y a continuación le rodeó con sus brazos, estrujándole. La cabeza de Nancy llegaba justo a la mitad del pecho de Tom.

—¿Cómo te has hecho tan enorme? —Nancy se separó, reuniéndose con Hattie—. ¡Es un gigante!

—Eso mismo le he dicho yo —dijo Hattie—, pero al parecer no le ha afectado para nada.

Ahora todos los chiquillos de las sillas miraron a Tom, en vez de a Sarah, y él sintió que la cara se le enrojecía, a punto de arder.

—A ti también te conozco —dijo Nancy a Sarah, después de dar a Tom otro abrazo—. Recuerdo haberte visto entonces con Tom…, Sarah.

—¿Cómo puede acordarse de mí? —dijo Sarah, complacida y turbada—. ¡Si sólo fui una vez al hospital!

—Bueno, recuerdo casi todo lo que les pasa a mis pacientes. —Sonriendo abiertamente, Nancy puso los brazos en jarras y abarcó a ambos con la mirada—. ¿Por qué no os sentáis donde podáis encontrar un sitio? Voy a cuidar del resto de estos desdichados y luego mantendremos una larga conversación y averiguaré por qué Hattie os ha traído a este lugar abandonado de la mano de Dios.

Sarah se despojó de la capa que le cubría los hombros y la plegó sobre el respaldo de una silla. Todos los chiquillos se quedaron con la boca abierta. Sarah y Tom tomaron asiento en un banquillo acolchado y Hattie se dejó caer en el borde de la pequeña cama baja que había a su lado.

Nancy fue de un chiquillo al otro cambiando vendajes y repartiendo vitaminas, atendiendo a las quejas que le comunicaban en voz baja, pasando suavemente la mano sobre sus cabezas o sujetando sus manos, llevando de vez en cuando a un niño o una niña hacia el fregadero que había al fondo de la habitación y obligándoles a lavarse. Examinó gargantas y oídos, y cuando un chiquillo delgado como un palillo estalló en llanto, ella se lo sentó en el regazo y le tranquilizó hasta que dejó de llorar.

De las paredes colgaban dos viejas colchas descoloridas de tanto lavarlas. Una lámpara barroca, con todas sus bombillas y brazos intactos, se alzaba sobre una mesa circular como la que había en el salón del abuelo de Tom. Un marco dorado y vacío, indudablemente recuperado de los escombros, colgaba de la pared cerca del lavadero.

Hattie vio que Tom lo observaba.

—Este lo traje para Nancy —dijo—. Es casi tan bonito vacío como lleno, pero le estoy buscando otro retrato del señor Rembrandt, igual que el que yo tengo. Ya lo has visto.

—¡Oh, Hattie, yo no necesito ningún retrato de Rembrandt! —dijo Nancy, mientras vendaba una tablilla en el dedo de un muchachito—. Prefiero tener una foto tuya cualquier día. Además, no tardaré en regresar a mi apartamento.

—Es posible —dijo Hattie—. Entonces vendré yo aquí un par de veces por semana, para vendar a estos pequeños delincuentes. Si a tu hermano no le importa.

Cuando se hubo marchado el último de los chiquillos, Nancy se lavó las manos, se las secó con un paño de cocina, se sentó en una de las sillas apoyadas en la pared y, finalmente, se quedó mirando a Tom durante un largo rato.

—Me siento muy contenta de verte, aunque tenga que ser aquí —le dijo.

—Y yo también —apuntó Tom—. Incluso aquí. Nancy, me he enterado de…

Ella alzó una mano para interrumpirle.

—Antes de que nos pongamos serios, ¿alguien quiere una cerveza?

Hattie rehusó con un movimiento de cabeza, y Tom y Sarah dijeron que se partirían una.

—¿Vais a partiros una? Faltaría más —dijo Nancy.

Se dirigió al pequeño frigorífico que había junto al fregadero, sacó tres botellas y cogió dos vasos de un armario. Luego las destapó y regresó junto a ellos sujetando las botellas por el cuello con una mano y los vasos con la otra. Entregó un vaso y una botella a Tom, luego el otro vaso y otra botella a Sarah. Seguidamente se sentó y, alzando su propia botella, exclamó:

—Salud.

Tom se echó a reír, alzó su propia botella en dirección a Nancy y bebió directamente de ella. Sarah se sirvió un poco en el vaso y dio las gracias a la enfermera.

—Si no vas a utilizar este vaso, quizá yo también tome un poco —dijo Hattie.

Tom vertió un poco de su cerveza en el vaso vacío y Sarah hizo lo mismo, y durante unos instantes todos rieron.

—Me tenías intrigada, ¿sabes? —le dijo Nancy a Tom.

—Puedo asegurarlo —dijo Hattie.

—¿Intrigada por qué? —preguntó Sarah.

—Bueno, Tom tenía esa cosa especial dentro de él… Veía cosas. Vio enseguida lo que yo sentía por Boney. Pero no me refiero sólo a eso. —Apuntó con su cerveza a Tom y entornó los ojos mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas—. En realidad no sé cómo decirlo, supongo… Pero, cuando a veces te miraba en la cama, solía pensar que cuando fueras mayor serías algo así como un pintor. Porque tenías esa manera de mirar las cosas, como si pudieras ver algo que los demás no podían apreciar. A veces parecía como si el mundo pudiera hacerte resplandecer o partirte interiormente por la mitad al ver el mal.

—Ya se lo dije yo —añadió Hattie.

Tom sentía el extraño deseo de echarse a llorar.

—Era como si estuvieses predestinado a hacer algo —dijo Nancy—. Te lo digo porque aún distingo eso en ti.

—Desde luego —añadió Hattie—. Está más claro que el agua. Sarah también puede verlo.

—A mí dejadme al margen —protestó Sarah—. Ya es lo bastante engreído. En cualquier caso, no se trata de lo que veamos yo, ustedes o el mismo Tom, sino de… —Lanzó una mirada llena de turbación hacia Tom y alzó ambas manos.

—Sino de lo que él hace —concluyó Hattie—. Eso es cierto. Bueno, debe de haber hecho algo, puesto que Boney ha recorrido todo este camino para venirme con el cuento increíble de que Tom Pasmore se disponía a demandarle, a él y al hospital, y en cómo debía desembarazarme de él o de sus abogados si se presentaban. Un minuto más tarde, se me presenta este alto individuo, y yo pienso que es un joven abogado, hasta que lo miro atentamente.

—¿Boney fue a verte? —preguntó Nancy, y Hattie le contó lo ocurrido.

—Yo le pregunté por qué motivo te había suspendido de empleo —le dijo Tom—, y él se puso nervioso. El hospital estaba lleno de policías.

—Se puso nervioso —repitió Nancy—. ¿Y eso ha sido hoy? ¿En el hospital?

Tom asintió.

—Oh, querido —exclamó Nancy—. ¡Oh, mierda! ¡Maldita sea!

Se levantó bruscamente y se dirigió hacia el fondo de la habitación, donde abrió un armario y lo cerró de un portazo.

—Así es —dijo Hattie—. Ese joven ha muerto.

—Oh, no —murmuró Nancy.

Sarah buscó la mano de Tom y la apretó con fuerza.

—¿Tiene esto algo que ver con esa carta? Porque Tom me dijo…

El le dio un apretón a su mano, y ella calló bruscamente.

Nancy se volvió hacia ellos, Tom nunca la había visto tan furiosa.

—¿Por qué te han suspendido de empleo? —inquirió Tom.

—No iba a permitir que muriera solo. Estaba inconsciente la mayor parte del tiempo. No podía permitir que estuviese solo cada vez que recobraba el conocimiento. Y no se trataba de ninguna orden. Nadie había ordenado que no entrásemos en la habitación. Cuando Boney se enteró de que yo le dedicaba parte de mi tiempo, me recordó que había pedido que el personal sanitario se limitara a cambiarle las sábanas y se ocupara de sus funciones estrictamente médicas. Yo le respondí que si eso era una orden, me gustaría verla en el tablón de anuncios. El me contestó que estaba seguro de que yo sabía que no podía hacer una cosa así.

—¿Habló Mendenhall contigo cuando estaba consciente?

—Por supuesto.

—¿Podrías contarme lo que él te dijo?

El aspecto de Nancy era de preocupación cuando negó con la cabeza. Tom se volvió hacia Hattie.

—Dos tipos de leyes, dos tipos de medicina. ¿No es eso lo que dijiste en tu casa, Hattie?

—Sabes que lo dije —contestó Hattie, mostrando nuevamente su mirada de halcón—. Pero no te dije que fueras por ahí citando mis palabras.

—Te voy a decir por qué pregunto eso —dijo Tom.

Y le contó cómo había llegado a la conclusión de que Hasselgard había asesinado a su hermana, lo de su carta al capitán de la policía y todo lo que había seguido. Nancy Vetiver estuvo todo el rato inclinada hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, escuchando atentamente.

—Esa cana es la auténtica razón de que estés aquí, en vez de seguir en tu apartamento.

—Ya dije que debías de haber hecho algo y veo que así ha sido —comentó Hattie—. Cuéntaselo, Nancy. No puedes comprometerle más de lo que ya se ha comprometido él.

—¿Estás segura de que quieres oír lo que voy a decir, Sarah? —preguntó Nancy.

—Al fin y al cabo, dentro de dos días me marcho de la isla.

—Bueno, después de todo lo que Tom ha dicho, quizás en el fondo no sea tan importante. —Nancy bebió un largo trago de cerveza—. Mike Mendenhall era un joven amargado. Le mandaron a Weasel Hollow para arrestar a un tipo llamado Edwardes acusado de asesinato y sabía que eso era peligroso. En Armory Place ocurrían muchas cosas que le preocupaban.

—¿Qué clase de cosas? —preguntó Tom.

—Decía que había un detective honrado, un tal Natchez, David Natchez, que contaba con el apoyo de todos los agentes honrados, y que todos los demás se limitaban a cumplir órdenes. Antes de que se conociera su honestidad, los policías más antiguos solían explicarlo todo delante de él, ya sabes. Se jactaban de que en Mill Walk siempre había sido así.

Mientras arrestaran a los delincuentes comunes y mantuvieran bajos los niveles de delincuencia callejera, podían hacer lo que les viniese en gana, porque se les protegía. Sinceramente, Tom, sé que eso te parecerá horrible, pero no es nada nuevo para la gente del Paraíso de Maxwell y del antiguo bario de los esclavos. Sabemos muy bien lo que son.

—¿Y por qué nosotros no, entonces? —inquirió Tom.

—En Eastern Shore Road, todo parece fantástico. Cuando las gentes de por allí se acercan excesivamente a algo que es parece demasiado fuerte, miran hacia otro lado. Si es demasiado espantoso, esperan a que haya pasado. Allá donde vivís, todo funciona de maravilla.

Tom se acordó de Dennis Handley y comprendió que ella e decía la verdad.

—Siempre ha sido así —prosiguió Nancy—. Cuando logran atrapar a alguien, arman un gran barullo sobre el asunto y todo el mundo se tranquiliza. De nuevo todo es miel sobre hojuelas, como si no hubiese pasado nada.

—Pero Hasselgard era un problema mayor, al que ellos no estaban habituados —comentó Tom—. Tenían que tomar medidas drásticas, y rápidamente. ¿Habló Mendenhall de lo que ocurrió el día en que le hirieron?

—Un poco —dijo Nancy—. Ni siquiera imaginaba que hubiese que matar a Edwardes. Sabía que se encontraba a salvo, porque su compañero estaría a su lado. Román Klink llevaba quince años en el cuerpo. Tengo la impresión de que él pensaba que Klink era demasiado perezoso para estar realmente involucrado y demasiado veterano para ser absolutamente honesto.

—¿Y cómo supieron donde se hallaba Edwardes?

—Les dieron una dirección. Mike fue el primero en acercarse a la entrada. Gritó: «¡Policía!», y entonces empujó la puerta. Ni siquiera pensó que hubiese alguien allí dentro. Suponía que Edwardes había tomado el barco a Antigua. Debió de entrar…

—¿El solo? —preguntó Tom.

—Delante de Klink, en cualquier caso. No vio a nadie en la sala, así que se dirigió a la cocina. Edwardes saltó desde allí dentro y le disparó en el estómago. Mike cayó al suelo. Entonces Klink entró disparando. Mike vio que Klink se escabullía hacia el dormitorio y estalló el infierno. Todo el cuerpo de la policía se presentó gritando en la casa, y el capitán Bishop empezó a vociferar a través de un megáfono. Alguien en el interior de la casa efectuó un disparo y, a continuación, la policía desató un tiroteo infernal en la casa. Mike recibió otros cuatro disparos. Estaba tan indignado… Sabía que ellos querían eliminarlo. Querían matarlos a los tres, porque también podían prescindir de Klink.

—Pues logró decirte muchas cosas —comentó Tom.

Nancy lo miró sin cambiar en absoluto de posición y pareció tan desamparada como uno de sus pequeños pacientes.

—Lo estoy resumiendo bastante. La mitad del tiempo no me decía nada. A veces pensaba que yo era Román Klink. En dos ocasiones pensó que era el capitán Bishop. La mayor parte del tiempo estaba inconsciente y tuvo que soportar dos largas operaciones. El capitán Bishop entró una vez a verle, pero casi todo ese día estuvo inconsciente.

—¿Y qué le sucedió a Klink?

—Básicamente, todo lo que tuvimos que hacer fue extraerle una bala y darle unos puntos. La semana pasada, Bill lo vio en la barra de Mulroney’s. Comentó que hablaba como si fuera un héroe. El hombre que había atrapado al asesino de Marita Hasselgard. Estaba bebiendo mucho, dijo Bill.

—Pues Bill dijo muchas cosas —intervino Hattie.

—Necesitó casi toda la noche para contármelo. Mi hermano no es muy hablador —explicó Nancy a Tom, sonriéndole—. Bill tiene un gran corazón. Me permite que visite aquí a los crios, a pesar de que eso debe de trastornar todos sus hábitos.

—En el pasadizo, Bill y yo vimos al capitán Bishop cruzando el patio —comentó Tom, y Hattie y Nancy se miraron mutuamente—. De no haber sido por Bill, creo que Bishop me habría visto. Me hizo señas para que me apartase de la barandilla.

—¿Estás seguro de que no te vio?

—No creo —dijo Tom—. Al principio no le reconocí, pues no llevaba su uniforme.

Hattie lanzó un bufido, pero a Nancy aún se la veía inquieta.

—Bueno, parecía como si pretendiera pasar desapercibido. Muy bien podría querer hacerse invisible. —Nancy rió, pero sin alegría—. Al mirarle, es como si tus ojos resbalaran por su cara. No es una persona con la que desees establecer contacto.

—Puede que haya venido de visita —comentó Hattie.

—¿De visita? —preguntó Tom.

—Ese diablo nació en el Tercer Patio —explicó Hattie.

—Su hermana Carmen vive por ahí detrás —dijo Nancy, como si se refiriese a una tupida selva—. En la Eastern Shoreroad… del Tercer Patio. No hace más que espiar por la ventana, a todas horas.

—Parece muy mansa y dócil, hasta que la miras a los ojos.

—Y luego ves que no le importaría degollar a un crío por las cuatro monedas que pudiera llevar en el bolsillo.

Nancy estiró los brazos y bostezó abiertamente, consiguiendo de algún modo no poner mala cara mientras se relajaba. Luego apoyó ambas manos en la base de la columna vertebral y se curvó hacia atrás. Parecía un gato, con su cuerpo flexible y su cabello afelpado. Tom comprendió que le había estado mirando a la cara todo el rato que llevaban juntas allí dentro y que ni siquiera se había fijado en cómo iba vestida. Ahora lo hizo: llevaba un ligero jersey de cuello alto, unos tejanos descoloridos y ajustados, y unas zapatillas de tenis blancas, como las de Sarah, aunque gastadas y sucias.

—Vamos a dejar que Bill regrese a su habitación —dijo—. Me le alegrado mucho de volver a verte, Tom. Y a ti también, Sarah. Aunque no deberíais haber consentido que hablase tanto.

Nancy se levantó y se pasó los dedos por el cabello.

—¿Vas a volver pronto al trabajo? —preguntó Tom.

—Oh —dijo Nancy, al tiempo que miraba a Hattie—, calculo que Boney me llamara dentro de un par de días. De todos modos, maldito sea.

—Tienes razón —dijo Hattie.

Todos se dirigieron hacia la salida. De pronto, Nancy abrazó nuevamente a Tom, y lo hizo con tal entusiasmo, que casi le cortó la respiración.

—Confío… Oh, la verdad es que no sé qué. Pero ten cuidado, Tom.

Antes de que fueran conscientes de que se habían despedido de ella, ya volvían a estar en el destartalado pasadizo de madera, en medio de aquel hedor a cloaca. Bill se irguió junto a la barandilla y se quitó la pipa de la boca.

—¿Qué tal la encuentras, Hat? —preguntó con un gruñido grave, que les llegó a través de sus propios comentarios.

—Esta chica es dura —comentó Hattie.

—Siempre lo ha sido —dijo Bill—. Amigos…

Tom metió la mano en el bolsillo y sacó el primer billete que encontró. En la penumbra, necesitó un momento para ver que se trataba de un billete de diez dólares. Lo puso en la mano de Bill y le susurró:

—Para lo que ella quiera.

El billete desapareció entre la ropa gastada. El hermano de Nancy hizo un guiño a Tom e inició el regreso hacia la puerta al final del pasadizo.

—Ah —exclamó al tiempo que daba media vuelta, y los tres se detuvieron en el rellano de las escaleras—. Pasaste inadvertido. —Y, al notar que Tom no parecía entender, añadió—: El no te vio.

Sarah se cogió del brazo de Tom y ambos siguieron a Hattie por debajo de pasadizos elevados, a través de estrechas callejuelas con nombres curiosos y a lo largo de muros inclinados. El aire apestaba a alcantarilla. Los chiquillos se burlaban de ellos y hombres de rostro pétreo se dirigían a Sarah hasta que descubrían a Hattie y entonces retrocedían. Finalmente alcanzaron el agrietado piso de hormigón del Primer Patio, atravesaron la oscuridad del pasadizo abovedado y de nuevo entraron en la callejuela en penumbra, que ahora les pareció increíblemente bella y luminosa.

Incluso el polvoriento almacén de Percy, con sus salas oscuras y sus interminables escaleras, les pareció bonito y claro en comparación con el Paraíso de Maxwell. Abajo, en el patio empedrado, Percy y Bingo estaban amistosamente sentados sobre un asiento de autobús del que salía el relleno de la espuma a través de grietas y desgarrones. La nariz de Bingo estaba metida en los pliegues del delantal de Percy y su cola se movía frenética de un lado a otro.

—¿Está bien la chica? —preguntó Percy.

—Nadie es capaz de hundir a esta muchacha —dijo Hattie.

—Eso es lo que yo digo.

Percy cogió a Bingo, que no dejaba de gimotear y de culebrear, y se lo devolvió a Sarah. El perro no dejó de lanzar miradas ansiosas al delantal de cuero de Percy hasta que doblaron por la estrecha pendiente, e incluso entonces gimoteó y miró hacia atrás.

—Es un animal muy voluble —dijo Sarah, y su voz sonó realmente malhumorada.

Cuando llegaron a la cima de la cuesta y salieron a la calle, un coche de la policía pasó veloz frente a ellos y chirrió al doblar la esquina por el extremo sur de los Patios Elíseos, con la sirena en marcha. Otro ruidoso coche de la policía lo seguía.

Sarah condujo, más lentamente que antes, colina abajo, hacia el mar, el vertedero y el antiguo barrio de los esclavos.

—Tengo muy buena opinión de ti, jovencita —comentó Hattie, sentada sobre el regazo de Tom—. Y lo mismo piensa Nancy Vetiver.

—¿Lo dice en serio? —Sarah parecía turbada—. ¿Y ella también?

—Si no fuera así, ¿por qué iba a decirlo? Tenlo presente. Nancy Vetiver no es una estúpida charlatana, ¿sabes?

—No es estúpida en absoluto —dijo Sarah.

Al llegar a su cabaña, Hattie recogió su capa y besó a los dos antes de despedirse.

Sarah se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza sobre el volante. Al cabo de unos instantes, lanzó un suspiro y arrancó el motor del coche.

—Lo siento —dijo Tom.

Ella le miró con ojos empañados.

—¿Lo sientes? ¿Por qué?

—Por arrastrarte a ese lugar. Por mezclarte en todo esto.

—Oh, por eso lo sientes…

Sarah movió el coche hacia delante y hacia atrás para separarse del bordillo. Bingo, por su parte, se agachó en el cajón, detrás de los asientos. Ella no habló hasta que hubieron pasado el Goethe Park y maniobraban ya entre el tráfico de la calle Burleigh en dirección al este. Finalmente, le preguntó a Tom qué hora era.

—Las seis y diez.

—¿Sólo? Pensaba que era mucho más tarde… —Entonces hubo otro largo silencio antes de proseguir—: Supongo que se debe a que allí dentro parecía de noche.

—De haber sabido que sería tan espantoso, habría ido yo solo.

—No lamento haber estado allí, Tom. Me alegro de haber visto ese lugar desde dentro. También me alegro de haber conocido a Hattie. Me alegro por todo.

—De acuerdo —dijo él.

Sarah adelantó a tres coches de un tirón provocando un gran escándalo en los carriles contrarios.

—Además, todo lo que te he dicho hoy iba en serio —añadió ella—. Yo no soy Moonie Firestone ni Posy Tuttle. La idea que tengo del paraíso no es un marido rico y un chalet construido en madera en Eagle Lake, además del viaje a Europa cada dos años. Hoy he conocido realmente a los tuaregs y a los corsarios, he visto sitios que nunca había visto en mi vida, he averiguado algunas cosas y he conocido a dos mujeres fantásticas que llevaban siete años sin verte y, sin embargo, aún piensan que eres maravilloso. —Aceleró el Mercedes para adelantar a un carromato por la derecha—. Cada vez que Hattie Bascombe decía «el señor Rembrandt», me entraban ganas de abrazarla.

Sarah cortó el paso al carromato y el cochero lanzó una sarta de obscenidades. Ella alzó una mano con un gesto también obsceno y se abrió paso de nuevo entre el tráfico.

—Oh, cielos —exclamó para sí cuando bordeaban Weasel Hollow, y al pasar ante el St. Alwyn Hotel, en la calle Droselmayer, añadió—: Ella es realmente hermosa, ¿verdad?

—De vez en cuando me asaltaba la idea de que se parecía un poco a su halcón disecado —dijo Tom.

—¿A su halcón disecado?

Sarah se volvió hacia él con la boca abierta y una expresión en sus ojos que parecía de una idiotez profundamente irritante.

—Dentro de aquella enorme jaula.

Sarah volvió la cabeza bruscamente para mirar hacia delante.

—No me refiero a Hattie, sino a Nancy, que es verdaderamente hermosa. ¿No lo crees así?

—Bueno, quizás. En cierto modo me ha sorprendido. Ha resultado ser una persona distinta a como yo pensaba. Mi madre solía decir que era muy rígida e indudablemente no lo es, pero ahora comprendo lo que quería decir mi madre. Nancy es una mujer dura.

—Y además hermosa.

—Yo creo que tú sí eres hermosa —dijo Tom—. Deberías haberte visto con aquella capa.

—Soy linda —dijo Sarah—. Tengo un espejo y lo sé. Toda mi vida, la gente me ha dicho que soy linda. Ya era afortunada por el simple hecho de haber nacido con un hermoso cabello, dientes sanos y pómulos salientes. Pero, si quieres saber la verdad, mi boca es demasiado grande y tengo los ojos excesivamente separados. Cuando miro mi cara, es como si viera las fotos de cuando era pequeña. Veo a una perfecta estudiante de Brooks-Lowood. Odio que me consideren así, porque eso significa que debes pasar la mitad de tu tiempo pensando en cómo cuidar tu aspecto y que la mayoría de la gente te toma por una especie de juguete que hará todo lo que le digan. Apuesto a que Nancy Vetiver apenas se mira al espejo, a que lleva el pelo corto porque así puede lavárselo mientras se ducha y secárselo con la toalla. Apuesto a que, para ella, comprarse un nuevo lápiz de labios debe suponer todo un acontecimiento. Y es hermosa. Todo lo bueno que hay en ella, todos los sentimientos que ha experimentado, se le reflejan en el rostro. Cuando nos encontrábamos en ese pequeño cuartucho, incluso envidiaba cada una de las pequeñas arrugas que mostraba en su rostro. Puedes estar seguro de que no permite que los demás le digan lo que debe hacer. De hecho, sólo de pensar en ser como yo le parecería una ridiculez.

—Creo que tendrías que casarte con ella —dijo Tom—. Podríamos vivir todos juntos en el Paraíso de Maxwell: Nancy, tú y yo, y Bill.

Sarah le dio un fuerte puñetazo en el hombro.

—Te olvidas de Bingo.

—La verdad es que Bingo y Percy parecen hechos el uno para el otro.

Finalmente, Sarah sonrió.

—¿A qué vienen todas esas tonterías sobre lo de ser un juguete y hacer lo que digan los demás?

—Oh, no te preocupes —dijo Sarah—. Ya se me pasará.

—Yo no creo que tengas los ojos demasiado separados. Quien los tiene así es Tuttle, uno a cada lado de la cabeza, y con cada uno ve cosas distintas. Como los lagartos.

Sarah había salido de la Berlinstrasse hacia Edgewater Trail, y en dirección a ellos, sonriendo montando en su tílburi, avanzaba el doctor Bonaventure Milton.

—¡Sarah! ¡Tom! —les llamó—. ¡Un momento, por favor!

Sarah se detuvo junto al vehículo del doctor, quien les miró con expresión seria al tiempo que se quitaba el sombrero y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo.

—Tengo que pedirte disculpas, Sarah. A primera hora de esta tarde vi a tu perrito deambulando por los alrededores del hospital y lo recogí. Pensaba llevártelo cuando finalizara con mis visitas. Lamento decirte que el muy condenado logró escapar de algún modo, pero estoy seguro de que volverá en cuanto tenga hambre.

—No se preocupe. De hecho, Bingo ha estado con nosotros toda la tarde.

Al oír su nombre, Bingo asomó la cabeza por encima de los asientos y lanzó un ladrido al doctor, cuyo caballo se movió convulsivamente al tiempo que retrocedía sobre sus pasos.

—Bueno —dijo el doctor—. Bueno, bueno, bueno… En fin. Parece que me he equivocado.

—Pero ha sido usted muy amable al preocuparse por él, doctor Milton. Es usted el médico más amable de toda la isla.

—Y tú, querida, estás muy linda hoy —dijo el doctor Milton, sonriendo y haciendo una inclinación de cabeza, en un ridículo intento por mostrarse caballeroso.

—Es usted tan galante, doctor…

—En absoluto.

De nuevo el doctor se puso el sombrero, hizo restallar las riendas, y el tílburi se alejó en dirección al hospital.

—Tengo que irme a casa —dijo Sarah—. Los Redwing aparecerán dentro de un rato para discutir cómo funcionará lo del avión o algo por el estilo, y yo tengo que bañarme. Quiero tener el mismo aspecto que en las fotos de cuando era pequeñita.

Misterio
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