Unos ruidos chirriantes y el chasquido de metal chocando contra metal se apoderaron de la calle. Dos manzanas más abajo de la oficina de correos, la parte trasera del Cadillac azul plomizo interceptaba el tráfico. La gente vestida con los colorines de la ropa de vacaciones cubría las aceras entarimadas a ambos lados de la calle, como si presenciara un desfile.
Tom miró acera abajo y vio que el Cadillac había chocado con la parte trasera de varios coches, golpeando de tal forma al primero, que parecía como si un camión se hubiese estrellado contra él. El conductor había intentado escabullirse sorteando los obstáculos que tenía por delante, pero al fracasar su intento había dado marcha atrás para quedar atravesado entre las dos direcciones del tráfico y parar el motor. Tom llegó junto a la gente que se acumulaba allí, y empezó a abrirse paso. El individuo de la camisa rosa volvió a salir del Cadillac y miró a su alrededor igual que un oso acorralado. La gente empezó a gritarle, y un policía vestido con un ajustado uniforme de color azul corrió por el centro de la calle gritando:
—¡Abran paso! ¡Abran paso!
Parecía el héroe de una película, con su cabello rubio muy corto y su mandíbula perfectamente cuadrada. Un viejo delgado y con camisa hawaiana, salió de entre la multitud y, pasando entre los coches abollados, empezó a gritar al borracho de la camisa rosa y al agente. El policía se le aproximó, apoyó ambas manos en las caderas y le dijo algo. El viejo dejó de gritar, y el borracho resbaló por el lateral de su coche.
—Ya ha terminado todo —dijo el policía en voz alta, aunque sin llegar a gritar—. Vuelvan a sus casas.
El borracho de la camisa rosa se incorporó e intentó explicar algo al policía. Con el dedo índice apuntaba directamente al agente, quien le apartó la mano. Seguidamente se deslizó a un lado y empujó al borracho contra el lateral de su coche, le cogió las muñecas y se las esposó. Luego abrió la puerta trasera del Cadillac, situó al hombre de espaldas, le puso una mano encima de la cabeza y finalmente lo empujó al interior del vehículo.
En la acera hubo unos cuantos aplausos y un par de abucheos dispersos. El agente se afianzó la gorra, tiró de su correaje y contoneándose pasó al otro lado del coche para ponerse al volante. Los neumáticos presionaron contra el suelo y el Cadillac retrocedió. El agente hizo girar el volante y avanzó hacia delante. El abollado Cadillac se alejó calle abajo, a la cabeza de una larga fila de coches y luego giró a la izquierda.
La gente parecía animada, con ganas de comentar y no dispuesta en absoluto a abandonar la escena. Tom esquivó a una familia de cuatro miembros que comía emparedados y contemplaban cómo los vehículos empezaba a coger velocidad y siguió su camino entre dos parejas que discutían sobre si ir al Tomahawk Rojo a tomar una cerveza o si comprar una camisa para alguien que se llamaba Teddy. Se detuvo en medio de un claro, al borde de la acera, y meditó sobre si debía cruzar al otro lado de la calle, donde parecía haber menos gente.
—Cuidado, muchacho —susurró alguien, y, antes de que pudiera mirar a su alrededor, recibió una fuerte patada en el tobillo izquierdo, al tiempo que le golpeaban en la espalda, empujándole en medio del tráfico.
Alzó los brazos al frente, y se tambaleó unos cuantos pasos antes de que su tobillo empezara a derretirse. De la acera surgieron gritos y chillidos. Sonaron los cláxones. Su corazón dejó de palpitar. Un hombre y una mujer, con los ojos enormes y la boca entreabierta, aparecieron detrás del polvoriento parabrisas de una ranchera cubierta de cajas, a las que habían sujetado con una red de color verde fosforescente. Tom percibió con toda claridad la expresión que se dibujaba en sus rostros, así como el colorido de la malla, y luego ya sólo vio el inmenso capó y la embarrada parrilla de la ranchera. El tobillo cedió igual que una tierna ramita y Tom cayó al suelo, mientras el aire se volvía hueco y negro.
Una especie de rugido inundó sus oídos para ser sustituido a continuación por una música apagada, y el recuerdo de una penetrante melodía lo envolvió. Entonces su «yo» de cuando tenía diez años se inclinó sobre él y le dijo: La música lo explica todo. Seguidamente, ante sus ojos se levantó el polvo y la grava, y cada panícula arrojó una sombra del tamaño de cada partícula.
—¡Ese chico está borracho! —gritó una voz chillona, como la del pato de los dibujos animados.
Tom se incorporó de un salto. El tobillo vibraba. Frente a él, un hombre asustado, con una gorra de jugador de béisbol, le miraba fijamente detrás del parabrisas de un Karmann Ghia. Tom miró por encima del hombro y vio una ranchera cargada hasta los topes con bolsas y cajas de cartón. Luego un hombre con el cabello cortado al cepillo y con los brazos temblándole le ayudó a ponerse en pie.
—Este coche ha estado a punto de echársete encima —le dijo—. Eres un condenado hijo de tu suerte.
—Alguien me ha empujado —se excusó Tom.
Inmediatamente oyó cómo la gente repetía sus propias palabras lo mismo que un eco con distintas voces.
El hombre y la mujer salieron agitadamente de la ranchera y ambos avanzaron un paso. La mujer le preguntó si se encontraba bien.
—Alguien me ha empujado —repitió Tom, y la pareja avanzó otro paso—. Me encuentro bien.
La pareja regresó a su coche, el hombre del cabello cortado al cepillo le ayudó a regresar a la acera, y el tráfico empezó de nuevo a circular con fluidez.
—¿Quieres hablar con algún policía? —le preguntó el hombre—. ¿Prefieres sentarte?
—No, me encuentro perfectamente —contestó Tom—. ¿Vio usted quién me empujó?
—Sólo te vi a ti saltando en medio de la calle —explicó, soltando a Tom y retrocediendo un paso—. Si alguien te ha empujado, deberías denunciarlo a la policía. —Y empezó a mirar a su alrededor, por si encontraba a alguno.
—Puede que fuera un simple accidente —dijo Tom, y el hombre asintió con fuerza.
—Tienes la cara llena de polvo —le señaló el hombre.
Tom se pasó la mano por la cara y empezó a limpiarse la ropa. Cuando volvió a levantar la mirada, el hombre había desaparecido. La demás gente de la acera seguía mirándole, pero no se acercó. Su cabeza parecía un globo, y el cuerpo le pesaba menos que una flor de cardo: un soplo de aire habría podido derribarlo. Tom dio unas cuantas palmadas al polvo más visible de las rodillas y, cojeando, se alejó por la acera, hacia la salida del pueblo.