Aquella habitación no era blanca, como la anterior en el Shady Mount, sino pintada en brillantes colores primarios: azul agua de lago, amarillo solar y rojo hoja de arce. Con aquellos colores se intentaba potenciar jovialidad y un saludable optimismo. Al abrir Tom los ojos aquella mañana, se acordó de cuando se sentaba ante una larga mesa en la guardería de la señora Whistler, desconcertado mientras intentaba recortar en una cartulina azul, con unas tijeras demasiado grandes para él, algo que se suponía era un elefante. Le dolían el estómago, la garganta y la cabeza, y un grueso vendaje blanco le cubría la mano derecha. Un televisor de doce pulgadas reposaba sobre un estante giratorio en una esquina, dirigido hacia su cama. La primera vez que había apagado el aparato mediante el mando a distancia, una enfermera lo había vuelto a conectar en cuanto entró en la habitación.
—Querrá usted ver algún programa, ¿no? —le había dicho.
Y la segunda vez que se lo encontró apagado comentó:
—No sé qué demonios le pasa a este maldito aparato.
De modo que ahora lo dejaba encendido, pasando automáticamente por concursos, seriales y avances de noticias mientras él dormía.
Cuando Lamont von Heilitz entró en la habitación, Tom apago de nuevo el televisor. Notaba todas las partes de su cuerpo extrañamente pesadas, como si le hubiesen cosido pesas en la piel, y casi todas le provocaban un dolor totalmente nuevo. Tanto en los brazos como en las piernas brillaba una especie de grasa que olía como los ambientadores domésticos.
—Podrás salir de aquí dentro de un par de horas —le dijo Von Heilitz antes de sentarse en la silla que había junto a la cama de Tom—. Ahora son así los hospitales; no se andan con contemplaciones. Acaban de decírmelo, de modo que cuando salga de aquí haré el equipaje, te compraré alguna ropa, y pasaré a recogerte. Tim nos llevara hasta Minneapolis, donde cogeremos el vuelo de las diez y media. Aterrizaremos en Mill Walk a eso de las siete de la mañana.
—¿Un vuelo de nueve horas?
—No es del todo directo —le dijo Von Heilitz, sonriéndole—. ¿Qué tal te ha parecido el hospital de Grand Forks?
—No me importa en absoluto abandonarlo.
—¿Qué tal te han tratado?
—Por la mañana me hicieron aspirar un poco en una máscara de oxígeno. Luego, creo que me dieron algunos antibióticos. Cada dos horas, una mujer pasa por aquí y me hace beber zumo de naranja. Y me han untado toda esta grasa por el cuerpo.
—¿Te encuentras bien para marchar?
—Daría cualquier cosa por salir de aquí —dijo Tom—. Me siento como si viviera de nuevo toda mi vida. Como si me hubiesen empujado bajo las ruedas de un coche y, al cabo de un rato, me despertara en el hospital. No tardaré en imaginar que se ha cometido un asesinato, y empezarán a matar a un montón de gente.
—¿Has visto alguno de los boletines de noticias? —preguntó el anciano.
El tono de su voz hizo que Tom se enderezara sobre los almohadones, antes de negar con un gesto de cabeza.
—Tengo que ponerte al corriente de un par de cosas. —El anciano se inclinó hacia Tom, apoyando los brazos sobre la cama—. El chalet de tu abuelo se incendió, como ya sabes. Pero también se quemó el de los Spence. Ahora ya no queda nadie en el lago. Los Redwing se llevaron a todo el mundo en su avión esta mañana.
—¿Y Sarah?
—A ella le dieron el alta a las siete de esta mañana. Estaba mucho mejor que tú, gracias a la manta que le echaste encima. Ralph y Katinka dejaron a los Spence y a los Langenheim en Mill Walk, y ellos continuaron el vuelo hacia Venezuela.
—¿A Venezuela?
—Allí también poseen una casa para pasar las vacaciones, no querían seguir en Eagle Lake, con tanto revuelo y tanta peste. Y eso por no mencionar las molestias de las investigaciones del crimen.
—¿Un crimen? —inquirió Tom—. Ah, se refiere usted al incendio provocado.
—No se trata sólo de un incendio provocado. Esta tarde, a eso de las dos, cuando por fin las cenizas estaban lo bastante frías para poder escarbar entre ellas, Spychalla y un ayudante ocasional han encontrado un cadáver entre los restos de tu chalet. Estaba tan carbonizado, que ha sido imposible identificarlo.
—¿Un cadáver? —inquirió Tom—. Allí no podía haber…
Entonces, al comprender lo que había sucedido, le invadió una oleada de náuseas y de horror.
—Era el tuyo —dijo Von Heilitz.
—No, era el de…
—Chet Hamilton estaba allí cuando lo descubrieron, y los tres hombres llegaron a la conclusión de que tenías que ser tu. No había nadie por allí para informarles de que no era asi, aparte de que disponían de un estupendo motivo, y es que Jerry Hasek… En fin, ya sabes. Hamilton redactó toda la historia tan pronto como volvió a su despacho, y ésta saldrá en el periódico de mañana. Puesto que nadie conoce la verdad, tú estás muerto.
—¡Era Barbara Deane! —gritó Tom—. Me olvidé… Ella me dijo que quizá vendría tarde por la noche… Oh, Dios. Ella ha muerto… La han asesinado.
Tom cerró los ojos, y un temblor provocado por la conmoción y el dolor estuvo a punto de hacerle levantar de la cama. Su cuerpo parecía arder y luego helarse, mientras notaba un sabor a humo en lo más profundo de su garganta.
—Yo oí cómo gritaba —dijo, empezando a llorar—. Cuando yo salí… Cuando estaba usted conmigo allí fuera… Pensé que era su caballo. Que el caballo había visto el incendio, y…
Tom se interrumpió, oyendo los alaridos dentro de su cabeza. Se tapó las orejas con las manos, y la vio a ella, a Barbara Deane al abrir la puerta del chalet, con su blusa de seda y sus perlas, preocupada por lo que él sabía de su vida. A Barbara Deane diciendo: «No estoy muy segura de que alguna mujer pudiera ser para tu abuelo lo que la gente considera una buena esposa», o diciendo: «Siempre he creído que tu abuelo me salvó la vida».
Tom se cubrió los ojos con ambas manos.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo el anciano—. El asesinato es un acto obsceno.
Tom alargó el brazo y posó los dedos sobre las manos que el anciano mantenía unidas.
—Deja que te ponga al corriente de lo que ha sido de Jerry Hasek y de Robbie Wintergreen.
Von Heilitz apretó todos los dedos de Tom con sus manos enguantadas: era un gesto para infundirle seguridad, pero, por encima de todo, para infundirle confianza. Tom sintió que dentro de él se despertaba una cautela angustiosa.
—Los dos robaron un coche en la calle Mayor y chocaron contra un malecón, cerca de Grand Forks. Un testigo ha contado que los vio discutir dentro del coche y que, de pronto, el conductor soltó el volante para golpear a su compañero. A consecuencia del golpe los dos estuvieron a punto de saltar a través del parabrisas. Los han encerrado en la cárcel, aquí en la ciudad.
—El conductor era Jerry —dijo Tom.
—Todo eso ocurrió ayer, a las ocho de la noche.
—No, no es posible —dijo Tom—. Tiene que haber sido hoy. De lo contrario, ellos no habrían podido…
—Ellos no lo hicieron —dijo Von Heilitz, apretando la mano de Tom—. Jerry no provocó el incendio. Y tampoco creo que fuera Jerry quien te disparó.
Von Heilitz soltó la mano de Tom y se puso en pie.
—Volveré dentro de una hora. Recuérdalo, ahora estás muerto, al menos por un par de días. Tim Truehart sabe que estás vivo, pero he podido convencerle de que no se lo diga a nadie hasta que llegue el momento.
—Pero en el hospital…
—Te inscribí como Thomas von Heilitz —dijo el anciano.
Seguidamente salió de la habitación, y durante algún tiempo Tom no hizo otra cosa que mirar fijamente a la pared. Recuérdalo, ahora estás muerta.
La enfermera del segundo turno entró en la habitación con una bandeja, le sonrió alegremente y miró su gráfico.
—Apuesto a que te sientes muy feliz de poder regresar a casa, ¿verdad?
Era una pelirroja corpulenta, con cejas color naranja y dos pequeños bultitos en la mejilla derecha, y, al ver que él no decía nada, le dedicó un cómico fruncimiento de cejas.
—¿No me vas a enseñar tu sonrisa, cariño?
Tom hubiese contestado, pero no halló ni una sola palabra que decir.
—Bueno, quizá te guste más estar aquí.
La enfermera soltó la hoja del gráfico y se aproximó a un lado de la cama. En la bandeja llevaba una sola aguja hipodérmica, una bola de algodón y una botella marrón con alcohol.
—¿Me harás el favor de darte la vuelta? Ésta será nuestra última inyección de antibióticos antes de que volvamos a casa.
—El disparo de salida —comentó Tom, al tiempo que se daba la vuelta en la cama.
La enfermera le abrió la parte trasera de la bata, y el alcohol enfrió una zona de la nalga izquierda, como si le hubiesen expuesto al aire una capa de carne viva. La aguja penetró en él, y allí se detuvo unos instantes; siguió otra friega con el alcohol.
—Tu padre se ve muy caracterizado —comentó la enfermera—. ¿Trabaja en el teatro?
Tom no contestó. Antes de salir de la habitación, la enfermera conectó el televisor, pero no con el mando a distancia, sino alzando la mano y apretando el botón de encendido, casi con brutalidad, como si fuera una de sus obligaciones y hubiese olvidado llevarla a cabo.
Tan pronto como ella hubo salido, Tom apuntó el mando hacia la brillante pantalla y la apagó violentamente.