Jeanine Thielman, con una chorreante túnica blanca, surgía del lago, el rostro pálido y rígido, avanzando hacia él a través de columnatas de humo, con la boca abierta igual que un cepo, y su lengua pálida agitándose como si quisiera hablar. En su sueño, Tom pudo oír cómo gritaba, y abrió los ojos hacia una oscuridad untuosa. El cuerpo ahogado de Jeanine Thielman estaba tendido sobre el suyo, y el dolor se había apoderado de su cabeza. Tenía el pecho lleno de trapos engrasados, y algo viscoso se meneaba dentro de su estómago. ¿Un grito? Intentó ver su dormitorio, y los pelos de su nariz se rizaron con el calor. Todo cuanto podía ver a través de la oscuridad era un borroso rectángulo rojo: aquello era la ventana. Un ruido como de embestida, un bramido, llegó finalmente hasta él. Tom sacudió la cabeza, y estuvo a punto de vomitar. Gimió, y se escurrió del cuerpo que estaba sobre él. El movimiento le obligó a deslizar las caderas a un lado de la estrecha cama, y se cayó al suelo. Ante sus ojos vio cómo una mano caía pesadamente de la cama, y comprendió que aquella mano era la de Sarah Spence. El suelo le estaba calentando las rodillas.
Tom respiró profundamente, y sintió como si en su nariz hubiera penetrado fuego.
—¡Sarah! —la llamó—. ¡Despierta! ¡Despierta!
Tom la agarró del brazo, y tiró del cuerpo hacia él. Los ojos de Sarah parecían rendijas.
—¿Qué pasa? —dijo ella.
—El chalet se quema —dijo Tom, expresando algo que no percibió hasta el momento de decirlo.
Los ojos de ella volvieron a cerrarse. Tom se inclinó sobre la cama puso los brazos debajo de Sarah, y tiró hacia él. Sarah se desplomó sobre Tom, y con una mano lo golpeó a un lado de la cabeza. Tom cayó hacia atrás. El aire en el suelo era más frío y más puro. Tom se dio cuenta de que llevaba la camisa. ¿No se la había quitado? Se incorporó y quitó una sábana de la cama. A continuación abofeteó a Sarah en el rostro, con fuerza.
—Mierda —dijo ella, con nitidez.
De nuevo abrió los ojos, y empezó a toser como si pretendiera sacar el estómago por la garganta.
—Me duele la cabeza. Y el pecho.
Tom enrolló torpemente la sábana alrededor del cuerpo de Sarah, luego agarró la manta y la cubrió con ella, como si fuera una capucha. La sábana de abajo había quedado suelta y arrugada encima de la cama. Tom tiró de ella hacia sí, se la puso encima, y empezó a gatear hacia la puerta. Por encima del ruido de soplete del incendio, oyó que Sarah se arrastraba detrás de él, tosiendo.
Tom saltó hacia la puerta y tendió la mano hacia ella. El picaporte estaba caliente, pero no quemaba. Le dio la vuelta. Voces y gritos, junto con el bramido del fuego, llegaron hasta él con el ímpetu del aire caliente. Se tendió en el suelo y se arrastró para atisbar en el pasillo.
Un muro de humo negro e hirviente rodaba en dirección a él desde la parte trasera de la casa. La puerta del dormitorio grande y la mitad de la escalera eran totalmente invisibles detrás del humo, o envueltas en él. La madera seca estallaba, enviando explosiones de chispas resplandecientes a través de la oscuridad.
—¡Respira a través de la sábana! —le gritó a Sarah, volviéndose hacia ella a sus espaldas.
Por debajo de la manta, y envuelto por el humo, el rostro de Sarah asomaba, jadeante y aturdido, como el de una criatura a la que hubiesen despertado bruscamente. Sarah siguió arrastrándose otros dos centímetros, intentando tirar de la sábana sobre su boca, y cayó debajo de la manta.
Tom se ató su propia sábana alrededor del cuello, retrocedió, y deslizó los brazos bajo el cuerpo de Sarah. Al intentar arrastrar a la muchacha, la manta se desprendió. Tom retrocedió a gatas, tanteó en busca de la manta, y luego volvió a cubrir con ella a Sarah. De repente, la manta le parecía importante, esencial. Tom metió el brazo derecho por debajo de los hombros de ella, el izquierdo debajo de sus rodillas, y al ponerse de pie se tambaleó. Los ojos le escocían. Tom cargó con ella y la sacó del dormitorio al pasillo.
La violencia del calor casi estuvo a punto de tirarlo al suelo, y Sarah se debatió entre sus brazos, encogida bajo la manta. Su propia sábana le seguía a rastras, como un manto. Tom corrió directamente hacia la ráfaga de calor, como si una mano le atrajera. El aire ardiente revoloteó en su boca y le quemó la garganta y los pulmones, y de nuevo estuvo a punto de caer. Algo golpeó contra su cadera, sosteniéndole, y comprendió que se trataba de la barandilla. Con una fuerza repentina, se cargó el cuerpo de Sarah sobre el hombro. Una esquina suelta de la manta se le había pegado a la cara. Ya estaba bajando las escaleras, y a través del estruendo del incendio le llegaban voces, aunque no eran voces reales.
Cuando llegó a mitad de la escalera, descubrió chispas y las llamas rojas del fuego saltando al otro lado de la sala de estar. Una viga cayó estrepitosamente en la parte trasera de la casa, y una lluvia de chispas y de llamas sueltas salió disparada del estudio, en medio de un humo denso. Espirales de humo brotaban del sofá y de los sillones. Las alfombras habían empezado a arder desde los bordes hacia dentro, y llamas ovaladas procedentes de las alfombras ascendían por las patas de las sillas y las mesas, extendiéndose por las paredes. Las cortinas estaban ardiendo.
Tom se apartó de la escalera y dio un giro completo, incapaz de hallar una salida. Hacía mucho rato que no respiraba, y su pecho luchaba en busca del aire que le mataría. La puerta delantera estaba cerrada con llave, y las llamas penetraban por encima. Una bola de fuego recorrió veloz el suelo, y un viejo sillón se encendió igual que una vela haciendo «puf». Un pesado fragmento de madera se resquebrajó, cayendo al suelo en el estudio. Las llamas se desplegaron por el techo. Tom empezó a saltar por el piso sorteando distintas focos de fuego poco intensos, sollozando de frustración. Sarah era como un peso muerto y flexible sobre sus hombros. Las cejas y las pestañas se le chamuscaban con el calor.
Tom alcanzó la puerta delantera y, con la mano envuelta en la sábana, alargó el brazo en busca de la cerradura. El metal le abrasó los dedos. A tientas buscó la llave, la sujetó a través de la sábana, y le dio la vuelta, liberando la puerta. La sábana se le cayó de la mano, pero colocó la palma sobre el picaporte, y sintió cómo la piel se adhería al metal. Lanzó un fuerte grito, y giró el picaporte. A sus espaldas oyó el estruendo de un estallido y una explosión, al tiempo que el fuego atravesaba la puerta ante sus propios ojos. Tom los cerró, agachó la cabeza, y tiró de la puerta. Un aire frío se derramó sobre él, y el fuego que avanzaba directamente a sus espaldas rugió igual que un centenar de bestias. Avanzó tambaleante contra la puerta mosquitera, oyó cómo se resquebrajaba y crujía, y luego penetró en el porche con piernas casi líquidas, engullendo el aire. La gente que él no podía ver gritaba y chillaba. El estómago se le contrajo, y vomitó justo delante de sus pies, salpicando toda la sábana. En la boca notaba el sabor a humo y a cenizas, como si hubiese vomitado el contenido de un cenicero. Podía oír el rugido del techo del porche sobre su cabeza.
Tom bajó del porche con piernas vacilantes y notó cómo el peso del cuerpo de Sarah desaparecía milagrosamente de su hombro, como si se alejara volando. Abrió los ojos sin ver, pisó sobre el vacío, y cayó en brazos de alguien.
Algunos instantes después se reanimó al volver a vomitar. Unas manos le sujetaban de los hombros. El aire era extrañamente caliente, pero más fresco de lo que esperaba. ¿Cómo era posible eso? Se apartó del charco de color rosa y amarronado que había sobre el polvo, y sus pies desgarraron los bajos de la manta que le envolvía. Su vómito apestaba a madera carbonizada, lo mismo que el contradictorio aire. Ladeó la cabeza y percibió llamas saltando por los aires, al otro lado de una muralla de gente con batas y pijamas. Se oía el alarido de una sirena. Recordaba otros alaridos… ¿Se trataba de una sirena? Bitsy Langenheim, con un kimono japonés de color amarillo y mangas volantes, con crisantemos de color del fuego, le miró por encima del hombro y frunció las cejas. Frente a ellos, el follaje de un altísimo roble estalló en llamas, y todo el mundo retrocedió un paso en dirección a donde estaba él.
—¿Sarah? —preguntó con un graznido.
Navajas y cuchillas de afeitar rascaban en su garganta.
—Ella está bien. Una ambulancia ya viene hacia aquí. Le has salvado la vida.
Tom se puso en cuclillas. Se encontraba bajo los árboles, cerca del chalet de los Spence, y el enorme incendio que toda aquella gente estaba contemplando salía de su chalet. Su cabeza parecía un estropajo humedecido. Ahora también Neil Langenheim se volvió para mirarle, y en su expresión no había otra cosa que desprecio.
—¿Había alguien más en la casa? —le preguntó Lamont von Heilitz.
Tom negó con la cabeza.
—¿Ha sido usted quien me ha cogido en brazos?
—Estaba a punto de entrar cuando saliste corriendo. Justo a tiempo. Diría que la mitad de la parte trasera de la casa se derrumbó un segundo después.
—Un segundo antes —puntualizó Tom, acordándose de la explosión que había oído a sus espaldas—. ¿Dónde está Sarah?
—Se halla con sus padres. Hiciste lo más conveniente, tapándola con la manta.
Tom intentó sentarse erguido, y una profunda oscuridad se apoderó de su mente.
—El avión… Y ahora la gente sabrá que usted…
—Me temo que nuestro vuelo se ha cancelado —dijo Von Heilitz—. De todos modos, Tim tendrá que quedarse por aquí un día por lo menos, intentando averiguar cómo se inició el fuego.
—Quiero verla —dijo Tom, con un graznido, con lo cual las navajas y las cuchillas de afeitar penetraron otro par de centímetros en la carne de su garganta.
Un roble situado junto al chalet, en la parte que daba al lago, empezó a arder con gran crepitar de hojas.
—Ella dijo… Ella habló de…
Von Heilitz le apretó el brazo a través de la tosca manta.
Un hombre de cabello oscuro, vestido con una brillante bata de seda roja sobre un pijama de seda amarillo, que fumaba una larga pipa, contemplaba el incendio desde un extremo de la hilera de gente. Le dijo algo a un joven que sólo llevaba unos tejanos muy ceñidos y gastados, y el joven, que era Marcello, balanceó su brazo en el aire, desde el fuego hasta los árboles que había entre la casa incendiada y el chalet de los Spence. En algún lugar lejano, un caballo relinchó aterrorizado. Tom iba a preguntarle a Von Heilitz qué estaba haciendo allí Hugh Hefner, cuando se le ocurrió la estúpida idea de que el editor de Playboy probablemente tendría también el mismo tipo de avión privado que Ralph Redwing. Luego comprendió que el hombre de la bata era Ralph Redwing, y que los pequeños ojos negros de Ralph acababan de pasar por donde estaban él y Von Heilitz, antes de desviarse otra vez. En su cara lisa iluminada por el fuego, había un rasgo de concentrada preocupación, tan abstracta como la de Jerry Hasek.
—Todo el mundo le ha visto —graznó a Von Heilitz.
La Sombra le dio unos golpecitos en el hombro.
—No, de veras. Ellos le han visto —graznó otra vez, comprendiendo que aquello era terrible, y que todo estaba perdido.
El fuego prendió en otro roble.