El hambre lo despenó a las diez. Saltó de la cama y se asomó a la habitación vecina. Von Heilitz todavía no había llegado. Tom se duchó, se puso calcetines y ropa interior limpia que sacó de la maleta, y luego una camisa rosa pálido y un traje de lino azul, que le recordaba su primera visita a la casa de Von Heilitz. Antes de abrocharse el chaleco cruzado, se anudó alrededor del cuello una corbata azul oscuro. Vestido ya con la ropa de Von Heilitz, regresó a la habitación contigua, pensando que el detective podía haberse presentado para volver a marchar mientras él dormía. Pero no halló ninguna nota aclaratoria sobre la mesa, ni en la almohada.
El dueño de la tienda de empeños estaba levantando la persiana metálica, y el hombre de la camisa blanca, al igual que Von Heilitz, no había regresado.
Tom se sentó al borde de la cama, casi aturdido por la preocupación. Le parecía como si tuviese que permanecer en aquella habitación para el resto de su vida. Su estómago no paraba de gruñir. Sacó la cartera y se dedicó a contar el dinero: cincuenta y tres dólares. ¿Hasta cuándo podría quedarse en el St. Alwyn con cincuenta y tres dólares? ¿Cinco días? ¿Una semana? Si bajo al bar a comer, cuando regrese ya estará aquí, se dijo, saliendo al pasillo.
El recepcionista del turno de día puso los ojos en blanco cuando Tom le preguntó si había algún mensaje para él, y con cierto disgusto miró por encima de su hombro hacia los casilleros vacíos.
—¿Le parece a usted que hay algún mensaje?
Tom compró un ejemplar del Eyewitness. Luego se dirigió a La Cueva de Simbad y comió huevos revueltos con bacon mientras un jorobado limpiaba la cerveza que se había derramado por el suelo de madera. En el periódico no se mencionaba nada sobre el incendio de Eagle Lake ni sobre Jerry Hasek y sus compinches. Un párrafo en la página de notas de sociedad informaba a la isla de Mill Walk que el señor y la señora Redwing habían decidido pasar el resto del verano en Tranquilidad, su hermosa finca de Venezuela, donde pensaban recibir a la mayoría de sus amistades en los próximos meses. En Tranquilidad disponían de un campo de golf con dieciocho hoyos, una piscina cubierta y otra al aire libre, una pista de tenis, una vidriera del siglo XIII que Katinka Redwing había adquirido en Francia y una biblioteca privada con dieciocho mil ejemplares poco corrientes. La finca también albergaba la famosa colección Redwing de arte religioso sudamericano. La puerta de la calle se abrió, y Tom miró por encima del hombro. Eran los mismos policías que el día anterior habían entrado en el bar para hacer sus necesidades.
—Lo de siempre —pidió uno de ellos.
El camarero puso una botella de ron Pusser’s Navy y dos copas sobre la barra.
—Por otro día perfecto —dijo uno de los dos policías.
Tom retornó a su comida mientras oía el sonido de las dos copas al brindar.
Regresó al vestíbulo y subió las escaleras mientras rogaba que el anciano se hallara en su habitación, paseando nervioso entre la cama y la ventana, exigiendo que le explicase adonde había ido. Tom cruzó el pasillo e introdujo la llave en la cerradura. Por favor. Giró la llave y abrió la puerta. Por favor. Ante sus ojos sólo encontró una habitación vacía. En su estómago la comida se transformó en una masa de estropajo. Se internó en la habitación y se apoyó en la puerta. Luego se dirigió a la puerta divisoria: aquella otra habitación también estaba vacía. Luchando contra el fantasma del pánico, Tom se acercó al armario y metió la mano en el bolsillo del traje que había llevado el día anterior. En él encontró la tarjeta, después se acercó a la mesa y marcó el número de Andrés.
Contestó una mujer, y cuando Tom le dijo que deseaba hablar con Andrés, ella le informó de que aún dormía.
—Se trata de una emergencia —explicó Tom—. ¿Querría despertarlo, por favor?
—Ha estado trabajando toda la noche, señor. Habrá una emergencia si no le dejamos descansar —replicó, y colgó.
Tom marcó una vez más el número, y la mujer protestó:
—Mire, ya le he dicho…
—Se trata del señor Von Heilitz —interrumpió Tom.
—Oh, comprendo —dijo ella, y se alejó del teléfono. Al cabo de unos minutos, una voz gruesa apareció al otro lado de la línea.
—Empiece a hablar, y será mejor que valga la pena.
—Soy Tom Pasmo re, Andrés.
—¿Quién? Oh, el amigo de Lamont.
—Andrés, estoy muy preocupado por Lamont. Ayer, a primera hora de la noche, salió para acudir a una cita con un policía, pero no se presentó a la cita, y todavía no ha regresado.
—¿Y por eso me despiertas? ¿No sabes que Lamont desaparece continuamente? ¿Por qué piensas que lo llaman La Sombra, amigo? Espérale, que ya volverá.
—Le he esperado toda la noche —protestó Tom—. Andrés, él me aseguró que volvería.
—Quizá pretendía que tú pensaras eso.
Era lo mismo que razonar con Hobart Ellington. De modo que Tom permaneció en silencio, y finalmente Andrés habló en medio de un bostezo:
—De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?
—Quiero ir a su casa —indicó Tom.
Andrés suspiró.
—De acuerdo. Pero dame una hora de margen. Tengo que tomarme toda una cafetera antes de poder hacer cualquier cosa.
—¿Una hora?
—Lee un libro —dijo Andrés.
Tom le pidió que le recogiese frente a la entrada de La Cueva de Simbad a las once y media.
Junto a las máquinas de coser y a la fila de saxos con el cuello curvo como el palito de la T mayúscula de Jeanine Thielman, un hombre de unos cincuenta años, con camisa blanca y las mangas subidas, se apoyaba en la pared. Sacó un cigarrillo de la cajetilla mientras vigilaba la entrada del St. Alwyn a través de sus gafas de sol. Tom se alejó de la ventana y paseó por la habitación. Ahora comprendía por qué había gente que se tiraba de los pelos, que se comía las uñas y que se golpeaba la cabeza contra las paredes. No eran actos realmente brillantes, pero conseguían mantenerle a uno alejado de sus ansiedades.
Luego se le ocurrió una idea. Puede que tampoco fuera muy brillante, pero le ayudaría a pasar el tiempo hasta que llegara Andrés. Además, respondería a la pregunta que no se le había ocurrido formular a Kate Redwing, cuando creía que su problema más serio era superar las comidas solitarias en el club de Eagle Lake. Se sentó ante la mesa y descolgó el teléfono. Poco faltaba para que empezara a morderse las uñas ante la duda de si sería o no correcto lo que pretendía hacer. Pensó en Esterhaz bebiendo de la botella, viendo fantasmas a su alrededor, y en un policía de verdad llamado Damrosch, que se había suicidado. Marcó el número de información y solicitó el teléfono de un abonado.
Sin darse tiempo para pensarlo dos veces, marcó el numero de teléfono.
—Diga —contestó una voz que le devolvió una vereda con árboles y la caricia del agua fresca sobre su piel.
—Buzz, soy Tom Pasmore.
Antes de que Buzz respondiera hubo un momento de silencio provocado por la sorpresa.
—Supongo que no habrás leído los periódicos. ¿O se trata de una llamada de muy lejos?
—Fue otra persona quien murió en el incendio, y yo regresé a la isla con Lamont von Heilitz. Pero nadie más sabe que sigo con vida, Buzz, y te agradecería que lo mantuvieses en secreto. Es muy importante. Todo el mundo se enterará dentro de un par de días, pero hasta entonces…
—No se lo diré a nadie, si es que quieres que mantenga la boca cerrada. Bueno, puedo comunicárselo a Roddy. Le afectó tanto como a mí. ¡Apenas puedo creer que esté hablando contigo! Llamé a tu casa para hablar con tu madre, pero contestó Bonaventure Milton, de modo que comprendí que no me permitiría hablar con ella. —Buzz inhaló y exhaló un par de veces—. La verdad es que la cabeza me da vueltas. ¡Me alegro tanto de que estés con vida! Roddy y yo leímos la nota en el periódico, y nos acordamos de cuando estuvieron a punto de atropellarte. Nos preguntábamos si… Ya sabes.
—Sí —dijo Tom.
—¡Dios mío! ¿De quién era el cadáver que encontraron, si no era el tuyo?
—El de Barbara Deane.
—¡Oh, cielos! Claro. ¿Y tú has vuelto con Lamont? No sabía que lo conocieras.
—Conoce a todo el mundo.
—Tom —le llamó Buzz—. ¡Hemos recuperado nuestro cuadro! No sé cómo lo conseguiste, pero ha sido fantástico. Roddy y yo te estaremos eternamente agradecidos. La policía de Eagle Lake telefoneó anoche para decirnos que lo tenían a salvo. Si hay alguna cosa que podamos hacer por ti, sabes que lo haremos.
—Sí, hay algo. Puede que esto te parezca absurdo, y quizá pienses que no es asunto mío.
—Haz la prueba.
—Kate Redwing mencionó algo sobre tu primer trabajo.
—Ya. —Buzz se quedó unos instantes en silencio—. Y tú sientes curiosidad por… lo que sucedió.
—Así es —dijo Tom.
—¿Te dijo ella que yo trabajaba para Bonaventure Milton?
—Me dijo sólo que se trataba de un importante médico, y algo provocó que lo recordara hace unos instantes.
Buzz pareció dudar otra vez.
—Bueno, yo… —Rió forzadamente—. Esto me resulta bastante difícil, pero supongo que puedo contártelo de manera resumida sin violar la confianza de nadie. Por la noche, yo solía llevarme a casa los archivos de Boney a fin de cotejar el historial de los pacientes. Como sabes, yo era pediatra, de modo que en un principio sólo estudiaba el historial de los crios que yo visitaba, pero luego empecé también a cotejar el historial de sus padres, a fin de poder tener una visión global de toda la familia en el momento de visitar al crío. Mi idea iba enfocada a que el comportamiento de los padres juega un papel importantísimo en la conducta de sus hijos. Boney no era muy partidario de esta idea, algo sin duda muy típico en él. El hecho es que no prestaba mucha atención, y yo siempre me mostraba muy prudente cuando descubría que había pasado algo por alto o que había metido la pata. En cualquier caso, en una ocasión me equivoqué y me llevé a casa el historial de uno de los pacientes que Boney se reservaba para sí. Creí descubrir en el caso algunos indicios clásicos de un auténtico problema. Ya sabes a lo que me refiero: cicatrices y hemorragias vaginales, y algunos otros indicios que en su momento habrían precisado de una investigación más a fondo, y probablemente algún tipo de asesoramiento psiquiátrico. ¿Comprendes lo que quiero decir? Aquello había sucedido durante la infancia de la mujer, y en realidad sólo podía indicar una cosa. Lamento no poder ser más especifico, Tom. En cualquier caso, hice un comentario a Boney al respecto, y se subió por las paredes. Como yo carecía de cualquier respaldo, me resulta imposible tratar pacientes en el Shady Mount.
—¿Conociste a un policía llamado Damrosch?
—¿Has escarbado profundamente, eh? No, la verdad es que no. Sé quién era, y lo habría reconocido de habérmelo encontrado en la calle. En todo caso, esa época de que te hablo coincidió con esos asesinatos de la Rosa Azul.
—¿Esto ocurrió después del primer asesinato?
—Después del segundo, creo. Se supone que yo debía ser el tercero, e imagino que a estas alturas ya debes de saberlo. Esto no forma parte de mis recuerdos favoritos. Lamont debe de haberte contado cuál fue mi relación con todo aquello.
Tom confirmó su hipótesis.
—Lógicamente, no hay ninguna relación entre mi encuentro con el maníaco y el hecho de que Boney anulara mis prácticas. Todavía no estoy muy seguro de que la persona que me atacó fuera Damrosch. Pero permite que te diga una cosa: estoy completamente convencido que no fue Boney.
—Comprendo —afirmó Tom, aunque en aquel momento casi todo le parecía posible.
Al cabo de pocos instantes, ambos se despidieron. Tom paseó inquieto por la habitación pensando en lo que Buzz le había dicho. Y de repente, incapaz de soportar por más tiempo la tensión de estar solo, salió al pasillo y bajó las escaleras en dirección al bar. Se bebió dos Coca-Colas, sin dejar de vigilar la calle a través de la cristalera con la intermitente cimitarra de neón. Un destartalado taxi de color rojo se detuvo junto al bordillo de la acera.