Durante las semanas que siguieron, el escándalo de Friedrich Hasselgard y una serie de revelaciones acerca de Hacienda monopolizaron las noticias de la televisión y los titulares del Eyewitness. El ministro de Hacienda se había apropiado indebidamente de unos fondos, los había utilizado mal, los había ocultado, los había disimulado y los había transferido de una cuenta a otra y de una remesa a otra. Combinando actos delictivos e incompetencia, había perdido o robado una suma de dinero que con cada nueva investigación parecía multiplicarse hasta formar la casi inimaginable cantidad de diez millones de dólares. Ahora se sospechaba que quienes habían asesinado a la hermana no eran terroristas, sino «socios delincuentes». Cuando Dennis Handley le dijo a Katinka Redwing durante una cena que no había seguido las noticias sobre el escándalo y que no estaba en absoluto interesado por ese tipo de cosas, pocos adultos más en la isla de Mill Walk habrían sido capaces de pronunciar semejante afirmación.

Un día, Dennis Handley le pidió a Tom que fuera a verle después de las clases. En cuanto Tom entró en su aula, Dennis le dijo:

—Supongo que ya conozco la respuesta a mi pregunta, pero, aun así, tengo que hacértela.

Dennis dirigió la mirada hacia el escritorio, luego hacia la ventana del aula, que le proporcionó una hermosa vista de la estrecha y arbolada School Road y de la casita del director en el lado opuesto. Tom aguardó la pregunta.

—Aquel coche que querías encontrar… el Corvette de Weasel Hollow. ¿Pertenecía a esa persona que yo pienso que pertenecía?

Tom lanzó un suspiro.

—Pertenecía a la persona a la cual obviamente pertenecía.

Dennis Handley soltó una especie de mugido y apretó contra la frente las palmas de las manos.

—¿Por qué te niegas a decirme su nombre? ¿Crees que podrías tener dificultades? Hace un par de semanas, quería mantener contigo una conversación amistosa. Tu madre me pidió que te hablara de un asunto, algo sin importancia, pero fue idea mía invitarte a mi apartamento para que vieras aquel manuscrito, porque pensé que podría gustarte. En cambio, tú fingiste encontrarte mareado y me obligaste a conducirte por media isla hasta el escenario del crimen. Al día siguiente, el caballero al cual pertenecía el coche había desaparecido y a otro hombre le habían acribillado a balazos. La sangre se había derramado. Dos vidas se habían perdido. —Dennis alzó las manos teatralmente horrorizado—. ¿Escribiste tú esa carta que la policía mencionó en la rueda de prensa?

Tom frunció el entrecejo, pero no respondió.

—Me siento mareado —dijo Dennis—. Esta situación resulta enfermiza y mi estómago lo nota. ¿Puedes comprender que este tipo de cosas no te conciernen?

—Un hombre había cometido un asesinato —dijo Tom—. Antes o después se habrían cargado a un inocente y habrían declarado que todo estaba solucionado.

—¿Y qué ha ocurrido en cambio? ¿Llamarías a eso una fiesta infantil? —Dennis sacudió la cabeza y, en vez de mirar a Tom, de nuevo miró a través de la ventana—. Esto me pone malo. Tú eres mi única esperanza… Tienes cualidades que valen por dos.

—Querrá decir que valen para usted y para mí.

—Quiero que te concentres en las cosas que valen la pena —dijo Dennis con voz lenta e irritada—. No te eches a perder en medio de la basura. En tu interior hay un tesoro, ¿no te das cuenta? —El rostro ancho y carnoso de Dennis Handley, habituado a las bromas, a las confidencias y a meditar sobre los novelistas, se tensaba para expresar todo lo que sentía—. Existe un mundo auténtico y un mundo falso. El mundo auténtico es interno… Si eres afortunado, y tú lo eres, puedes mantenerlo mediante una labor adecuada, mediante tu reacción frente a las obras de arte, mediante la lealtad a tus amistades, mediante tu negativa a verte envuelto en las falsedades públicas o privadas. Piensa en E. M. Foster: dos hurras por la democracia.

—El poder no me interesa, señor Handley —dijo.

La expresión de Dennis Handley se cerró igual que un cepo y miró sus manos gruesas y pálidas, que mantenía unidas sobre el escritorio.

—Sé que en tu casa hay ciertas dificultades, Tom. Quiero que sepas que siempre puedes acudir a mí. Aunque lleve tantos años dedicándome a la enseñanza, no creo que haya dicho nunca una cosa así a ninguno de mis alumnos, pero puedes acudir a mí en cualquier momento.

Un destello de lucidez, que parecía proceder de la persona adulta que Tom llegaría a ser, le indicó que Dennis haría un discurso similar a un alumno particularmente favorito cada cuatro o cinco años durante el resto de su vida.

—No existe ningún problema en mi vida familiar —le dijo, al tiempo que podía oír los alaridos de su madre casi sin emoción.

—Aun así, piensa en lo que te he dicho.

—¿Puedo irme ahora?

Dennis suspiró.

—Escucha, Tom. Sólo quería que supieras quién eres tú. Eso es lo que importa: quién eres realmente.

Tom no pudo evitar ponerse de pie. El aliento se le había quedado en lo más profundo de su garganta como una pequeña bolsa ardiente, a la que no podía impulsar hacia arriba ni hacia abajo.

Dennis le envió una compleja mirada en la que se combinaban el resentimiento, la sorpresa y el deseo de repetir todo cuanto había dicho.

—Puedes irte. —Tom retrocedió un paso—. No voy a retenerte.

Tom salió del aula y encontró a Fritz Redwing sentado en el vestíbulo, con la espalda apoyada en el cristal de la enorme ventana quedaba al patio del colegio. Fritz se había retrasado en el inicio de lo que debía ser su primer curso y, desde entonces, había estado en la clase de Tom.

—¿Qué te ha hecho? —inquirió Fritz, acercándosele con paso lento.

Tom tragó la bola de aire ardiente que obstruía su garganta.

—No me ha hecho nada.

—Aún podemos alcanzar el tranvía de la clase de baile. Los que hacen deporte todavía no han salido de los vestuarios.

Los dos muchachos se alejaron por el pasillo.

El cabello de Fritz Redwing era grueso y rubio como la paja, pero en lo demás era un Redwing típico: bajito, de anchos hombros, con piernas delgadas y cortas, y prácticamente sin cintura. Fritz era un muchacho amable y amistoso, no muy considerado con su familia, que se sentía feliz de haber encontrado a su viejo amigo Tom en la clase donde le había conducido su fracaso, como si pensara que Tom le haría compañía en su desgracia. Tom sabía que cuando la gente hablaba de la estupidez de los jóvenes Redwing, se refería a Fritz, pero su amigo sólo le parecía algo lento y, por tal motivo, poco inclinado a pensar. Pensar requería tiempo y Fritz tendía a ser perezoso, pero cuando se molestaba en reflexionar, solía hacerlo correctamente. Su rubia cabeza llegaba sólo a la altura de la mitad del pecho de Tom, por lo que a su lado parecía un pequeño osito rubio y peludo.

Tom y Fritz salieron por una puerta lateral del colegio y avanzaron hacia el aparcamiento bajo un sol implacable.

El carromato aguardaba en el extremo más alejado del aparcamiento y de él salía un estridente griterío, cortado de vez en cuando por algún chillido que llegaba hasta los dos muchachos. En la segunda de las cuatro filas delanteras, que estaban ocupadas por chicas, Tom distinguió enseguida la cabeza rubia de Sarah Spence. El ondulante toldo del carromato lanzaba una sombra verdosa sobre las filas de las muchachas. Por diferentes motivos, tanto Tom como Fritz Redwing redujeron la marcha y se desviaron del sendero, parándose en la oscura sombra del edificio del colegio.

Tom pensó que Sarah Spence, que estaba sentada en el segundo banco entre Marión Hufstetter y Moonie Firestone, le había dirigido una mirada mientras se inclinaba para decirle algo al oído a Marión. Tom sospechó que sería algo referente a él y la sangre se le heló en las venas.

—Puedes engañar a tu nariz —le dijo Fritz, volviéndose hacia él con el índice levantado—, puedes engañar a tus amigos, pero no puedes engañar a la nariz de tus amigos.

Fritz se echó a reír, pero se interrumpió al ver que Tom permanecía en silencio y lo miraba de reojo con ojos extrañamente luminosos.

Un lagarto del tamaño de un gato se alejó sobre sus patas rápidas por el asfalto del aparcamiento y desapareció debajo del carromato. Sarah Spence sonreía abiertamente por algo que le había dicho Moonie Firestone. Tom pensó que ya se había olvidado de su presencia pero, bajo el resplandor verdoso, sus ojos volvieron a mirarlo, y la sangre se le heló otra vez.

—Supongo que Buddy regresara dentro de poco —le dijo a Fritz.

—Buddy es un tranquilo. Para él, la vida es una gran fiesta. Ya te habrán dicho que el verano pasado se cargó el coche de su madre. Lo destrozó. Nada más salir. Me muero de ganas por volver a Eagle Lake este verano.

—Pero ¿cuándo vuelve a casa?

—¿Quién?

—Buddy. Tu primo Buddy, el demoledor de coches.

—Ah, don Tranquilo —dijo Fritz.

—¿Y cuándo va a volver don Tranquilo a Mill Walk?

—No vendrá —dijo Fritz—. Irá directamente de Arizona a Wisconsin. El y otros amigos van a cruzar el país. En grupo. Todo a campo traviesa.

Observaron cómo una oleada de muchachos de tercero y cuarto salía del pabellón de deportes, poniéndose las chaquetas mientras subían la cuesta hacia el aparcamiento. Tan pronto como los demás pasaron por su lado, Tom y Fritz iniciaron juntos la marcha hacia el carromato.

La academia de baile de miss Ellinghausen ocupaba un estrecho edificio de cuatro plantas en una travesía de la Berghofstrasse. Sólo una pequeña placa de bronce en la puerta principal identificaba la academia. Cuando el carromato se detuvo ante los blancos escalones de piedra, los estudiantes de la Brooks-Lowood saltaron al suelo y se desperdigaron por la acera.

El cochero hizo restallar las riendas y se alejó para dar la vuelta a la manzana. Mientras aguardaban en la acera, los muchachos se abrochaban el cuello, se ajustaban la corbata y daban una rápida ojeada a sus manos. Las chicas se cepillaban el cabello y examinaban su rostro en pequeños espejos de bolsillo. Pasados unos minutos, la puerta que había en lo alto de los escalones se abrió y salió miss Ellinghausen, una mujer pequeña y de cabello cano, vestida de gris, con zapatos negros de tacón bajo y un collar de perlas.

—Pueden entrar, queridos —dijo—. Y pónganse en fila para pasar revista.

Los estudiantes subieron ordenadamente los peldaños de la entrada: las chicas precediendo a los chicos. En el interior del edificio, todos formaron una larga fila que iba de la puerta de la entrada, pasando ante el acceso al salón, hasta la cocina de miss Ellinghausen, que olía a desinfectante amoniacado. La pequeña mujer pasó ante la hilera de estudiantes examinando detalladamente sus manos y sus caras. A Fritz Redwing le mandó al piso de arriba para que se lavara las manos y los demás entraron en fila en el mayor de los estudios de la planta baja, un enorme y luminoso salón con un reluciente suelo de madera y un mirador atestado de arreglos florales de seda.

Miss Gonsalves, una mujer tan diminuta y anciana como miss Ellinghausen, pero con un brillante cabello negro y un elaboradísimo maquillaje en su rostro, permanecía elegantemente sentada frente a un piano vertical. Miss Ellinghausen y miss Gonsalves habitaban en los pisos altos de la academia, y nunca nadie había visto a ninguna de las dos fuera de aquel edificio.

Cuando Fritz Redwing entró en el salón, sonriendo tontamente y secándose las manos en el fondillo de los pantalones, miss Ellinghausen dijo:

—Miss Gonsalves, si le parece, empezaremos con un vals. Señoritas, caballeros, formen parejas.

Dado que había más chicas que chicos, en aquellas clases siempre había dos o tres pares de chicas que formaban pareja. Como novia oficial de Buddy Redwing, Sarah Spence solía bailar con Moonie Firestone, cuyo novio estaba en una academia militar en Delaware.

Por cuestión de estatura, más que por compatibilidad, Tom había formado pareja durante mucho tiempo con una chica llamada Posy Tuttle, que medía exactamente un metro ochenta. Ella nunca le hablaba durante las clases y evitaba mirarle a los ojos.

Miss Ellinghausen se movía lentamente entre las parejas que bailaban el vals con entusiasmo, murmurándoles breves observaciones al tiempo que se aproximaba a Tom y a Posy. Cuando se detuvo junto a ellos, Posy se puso colorada.

—Trate de deslizarse un poco más, Posy —le dijo.

Posy se mordió el labio e intentó deslizarse siguiendo el matemático contador que se erguía ante ella.

—¿Se encuentran bien sus padres?

—Sí, miss Ellinghausen —dijo Posy, enrojeciendo todavía más.

—¿Y su madre, Thomas?

—Está bien, miss Ellinghausen.

—Qué criatura más… delicada era.

Tom obligó a Posy a trazar un giro nada airoso.

—Thomas, me gustaría que formara pareja con Sarah Spence durante lo que queda de clase. Posy, estoy convencida de que proporcionará una mejor asistencia a Marybeth.

Este era el nombre real de Moonie. Posy soltó la mano de Tom como si se tratara de un ladrillo ardiendo y Tom la siguió a través del reluciente suelo hasta la esquina donde Sarah Spence y Moonie Firestone ejecutaban unos pasos de vals perfectos y aburridos.

—¡Cambio de pareja, muchachas! —exclamó la anciana, y Tom se encontró a unos centímetros de Sarah Spence.

De forma casi inmediata, ella se colocó entre sus brazos, sonriéndole mientras le miraba fijamente a los ojos. Tom oyó que Posy Tuttle empezaba a parlotear con voz monótona e irónica, explicándole a Moonie todo cuanto hasta entonces se había callado.

Curiosamente, por unos instantes Tom y Sarah no lograron hallar juntos el ritmo adecuado.

—Lo siento —dijo Tom.

—No te preocupes —respondió Sarah—. Estoy tan acostumbrada a bailar con Moonie, que había olvidado cómo se baila con un chico.

—¿No te importa?

—No, me encanta.

Esta respuesta hizo que Tom enmudeciera.

—Hacía mucho tiempo que no hablaba contigo —dijo ella, finalmente.

—Lo sé.

—¿Estás nervioso?

—No —dijo Tom, aunque era consciente de que ella podía sentir cómo temblaba—. Puede que un poco.

—Siento que no nos hayamos seguido viendo.

—¿De veras? —preguntó Tom, con tono de sorpresa.

—Claro. Antes éramos amigos y ahora sólo te veo en el carromato de miss Ellinghausen.

La música cesó y, al igual que las otras parejas, Tom y Sarah se separaron a la espera de instrucciones. En ningún momento había imaginado Tom que Sarah Spence le prestara realmente alguna atención en el carromato de la escuela de baile.

—Un fox trot —anunció la anciana, y miss Gonsalvez empezó a tocar. Pero no para mí.

—¿Todavía sigues haciéndole los deberes a Fritz?

—Alguien tiene que hacérselos —dijo Tom.

Ella se echó a reír, y lo abrazó de una forma que habría provocado la reprimenda de miss Ellinghausen si los hubiese visto.

—Mooney y yo nos aburríamos enormemente la una con la otra. Debías de pensar que estábamos castigadas. Y yo ya temía que con el único chico que podría bailar el resto de mi vida sería con Buddy. Su sentido del ritmo es bastante personal, ¿sabes?

—¿Cómo es Buddy?

—¿A ti te parece que Buddy Redwing es de ese tipo de personas a las que les gusta escribir cartas? Me pone enferma sólo de pensar en él. Siempre me pone enferma pensar en Buddy cuando no está cerca.

—¿Y cuándo está?

—Oh, ya sabes… Buddy es tan activo, que no puedes pensar nada.

Este comentario hizo que Tom se sintiese ligeramente deprimido. Bajó la mirada al ver que ella le sonreía y notó que era más baja de lo que recordaba, que sus ojos de un gris azulado eran enormes y que sonreía cordialmente y sin dificultad, con una sonrisa sorprendentemente franca.

—Ha sido muy amable miss Ellinghausen entregándote a mí. ¿O preferías bailar con Posy Tuttle?

—Posy y yo no tenemos gran cosa que decirnos.

—A Posy le asusta tu rigidez, ¿no te parece?

—¿Por qué?

—Por ejemplo, eres tan voluminoso…, con esos hombros enormes. Posy está habituada a mirar a los chicos desde arriba, por eso va tan terriblemente encorvada. Creo que considera prohibitiva tu reputación. Me refiero a tu reputación en el colegio como intelectual.

—¿Eso es lo que soy? —preguntó con cierta hipocresía.

Pero no para mí finalizó, y comenzó Cóctel para dos.

—¿Te acuerdas de cuando te visité en el hospital?

—Entonces también me hablaste de Buddy.

—Debo admitir que me tenía impresionada. Resultaba interesante que… El hecho de que fuera un Redwing lo hacía interesante.

—Muchachos —avisó miss Ellinghausen—, la mano derecha en la columna vertebral. Fritz, deje de soñar despierto.

Al ver que Tom no decía nada, Sarah prosiguió:

—Me refiero a que son tan… especiales. Tan distintos.

—¿Qué es lo que hacen en su fortaleza?

—Miran películas. Hablan de deportes… Los hombres se juntan y hablan de negocios. He visto a tu abuelo en un par de ocasiones. Viene a ver a Ralph Redwing. De no ser por ellos, aquello sería bastante aburrido. Y Buddy tampoco es demasiado aburrido. —Sarah alzó la mirada hacia él, mostrando una sonrisa vacilante—. Siempre pienso en ti al ver a tu abuelo.

—Yo también pienso en ti.

La depresión de Tom ya había desaparecido, como si nunca hubiese existido.

—Ya no estás temblando —dijo ella.

Miss Gonsalves empezó a tocar algo que se parecía a Volver a empezar.

—Fui tan estúpida ese día que te visité en el hospital… ¿Conoces la sensación de repasar una charla que acabas de mantener y sentirte terriblemente mal por todas las tonterías que has dicho? Pues yo me sentía así ese día.

—Yo me sentía feliz de que hubieses venido. Pero tú eras… —Sarah aguardó a que él finalizara—. Estabas tan distinta, tan crecida…

—Bueno, pues ya me has alcanzado. Seremos amigos otra vez, ¿verdad? No habríamos dejado de serlo, si no te hubieses metido bajo las ruedas de un coche. —Sarah lo miró como si se le acabara de ocurrir una idea—. ¿Por qué no te vienes a Eagle Lake este verano? Fritz podría invitarte. Así te vería diariamente. Podríamos sentarnos a charlar juntos mientras Buddy se dedica a lanzar explosivos a los peces y a destrozar coches.

Mientras estrechaba a Sarah entre sus brazos, Tom se sintió atraído por el mundo cotidiano que tan insustancial le parecía en casa de Lamont von Heilitz. Aquella muchacha extraordinariamente hermosa y segura de sí misma parecía implicar con su sonrisa cálida y prolongada, y con aquella catarata de frases que penetraban en él como una serie de flechas afiladas, que todo podía ser para siempre como era en aquellos instantes. Era capaz de bailar, de charlar, de estrechar entre sus brazos el cuerpo sorprendentemente sólido y firme de Sarah Spence, sin temblar ni tartamudear. El era el intelectual de la escuela. En cualquier caso, ya era algo… También era voluminoso, con sus enormes hombros…

—¿No te alegras de que hayan atrapado a ese loco que mató a Marita Hasselgard? —le preguntó Sarah, con tono alegre, despreocupado.

La música finalizó y miss Gonsalves empezó a asesinar Lover. Miss Ellinghausen circulaba por allí cerca, y le hizo una inclinación de cabeza a espaldas de Sarah Spence. En realidad, le dedicó una sonrisa maliciosa.

—Vamos a ser amigos —dijo Sarah, apoyando la cabeza en el hombro del joven.

—Sí —contestó Tom, después de carraspear y separarse de ella al tiempo que miss Ellinghausen daba unos golpecitos en el hombro de Sarah y trataba de intimidarles con una falsa mirada de severidad—. Sí, vamos a serlo.

Misterio
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