Ambos estaban sentados frente a frente ante una mesita con el tablero forrado de piel y llena de libros. Lamont von Heilitz se recostó en el alto respaldo de un sofá tapizado en piel y miró a Tom a través del humo de su cigarrillo.

—Me siento inquieto, por eso fumo —le dijo—. No acostumbro fumar cuando estoy trabajando. En mi juventud, solía fumar entre caso y caso, a la espera de ver qué podía aparecer ante mi puerta. En fin, ahora debo de ser una criatura más débil que entonces. No me gustó ver a la policía en mi casa esta tarde…

—¿Bishop vino a verle? —preguntó Tom.

Todo le parecía distinto en Von Heilitz esa noche.

—Hizo que dos detectives me acompañaran a casa. Holman y Natchez…, los mismos que me invitaron a que les acompañara a Armory Place anoche, para hablar de la muerte del ministro de Hacienda Hasselgard.

—¿Le consultaron a usted?

Von Heilitz se tragó el humo y luego lo expulsó con ostentación.

—No exactamente. El capitán Bishop pensó que podía ser yo quien hubiera escrito cierta carta.

—¡Oh, no! —exclamó Tom, recordando que había intentado telefonear al anciano después de escuchar las noticias de la noche.

—Fuera lo que fuese lo que estaban haciendo allá en Weasel Hollow, les obligó a interrumpir su interrogatorio. No regresé a casa hasta mediodía y los detectives Holman y Natchez no se fueron hasta las tres.

—¿Le interrogaron durante otras tres horas?

Von Heilitz negó con la cabeza.

—Buscaban una máquina de escribir cuyo tipo de letra coincidiese con la de la carta. La búsqueda fue lenta y laboriosa. Había olvidado cuántas máquinas de escribir he ido acumulando. A Holman y a Natchez les pareció particularmente sospechoso el que una vieja máquina de tipo vertical permaneciera oculta entre los archivos.

—¿Y por qué motivo ocultó una de sus máquinas de escribir?

—Eso mismo preguntó el detective Natchez. Parecía muy afectado, ese detective. Sospecho que uno de esos jóvenes agentes heridos en Weasel Hollow era muy importante para él… Se llama Mendenhall, ¿verdad? En cualquier caso, la máquina de escribir era un recuerdo del caso de El Nieto de Jack el Destripador… ¿Leíste algo sobre ello anoche? Esta máquina es la que el doctor Nelson utilizaba para escribir sus cartas a la policía de Nueva York.

Von Heilitz sonrió mientras fumaba, repantigado en su sofá y con los pies encima de la mesita de centro. Había pasado la noche en la sede central de la policía y la mañana vigilando a los detectives que manoseaban sus archivos. Después se había duchado, afeitado y cambiado de ropa pero, aun así, a Tom le parecía agotado.

—Nada ha ocurrido tal como yo esperaba —dijo Tom—. Lo han retenido toda la noche…

Von Heilitz se encogió de hombros.

—Han matado a ese individuo llamado Edwardes, dos policías han sido heridos y Hasselgard se ha suicidado…

—El no se ha suicidado —dijo Von Heilitz, mirando a Tom a través de una nube de humo—. Lo han ejecutado.

—Pero… ¿qué tenía que ver con todo esto ese Foxhall Edwardes?

—Sencillamente, él… ¿Cómo dijo su hermana? Él les iba como anillo al dedo. Es un ejemplo de cómo saldan sus cuentas.

—Eso significa que yo también los he matado. Hasselgard y Edwardes aún estarían vivos si yo no hubiese escrito esa carta.

—Tú no los has matado. Ha sido el sistema, para protegerse. —Von Heilitz bajó los pies, se sentó erguido y apagó el cigarrillo en un cenicero—. ¿Recuerdas que te dije que el hombre que mató a mis padres había dicho una mentira? Esa mentira, lógicamente, estaba relacionada con la participación de mi padre en la corrupción de Mill Walk… Pienso que la verdad residía en que él despreciaba aquello en que la isla se había convertido. Creo que debió de ir a ver a su amigo David Redwing y le comunicó lo que había descubierto y lo que pensaba hacer al respecto. Digamos que David Redwing se quedó tan sorprendido como mi padre y que comentó con quien no debía sus acusaciones. Consideremos esta hipótesis por un momento. Si mi padre y mi madre eran asesinados poco después de que David Redwing escuchara la historia de mi padre, ¿no se haría sospechoso de su muerte? La respuesta es obvia: claro que se haría sospechoso. A menos que alguien en quien él confiaba plenamente lo convenciera de que mi padre estaba equivocado en sus suposiciones y de que quien los había matado era un asesino corriente.

—¿Y quién cree que fue ese alguien?

—Su propio hijo, Maxwell Redwing. Hasta que Redwing se retiró, Maxwell había sido el brazo derecho de su padre.

Tom pensó en Maxwell Redwing sentado en la terraza del club de Eagle Lake, entreteniendo a los jóvenes parientes que ahora ya serían personas mayores, y recordó la nota necrológica en el Eyewitness.

—Dime, ¿en qué crees que estoy trabajando estos días?

—No sé —dijo Tom—. Usted estaba trabajando en el caso de Hasselgard, pero supongo que ahora ya lo habrá dejado.

—Nuestro difunto ministro de Hacienda era sólo una de las piezas. Se trata de mi último caso… Podría decir incluso que se trata de «el caso». De hecho, no hace más que remitirme a Jeanine Thielman.

Von Heilitz no hacía otra cosa que introducir nuevamente a Tom en el círculo de su obsesión por los Redwing.

—Mire —empezó a decir Tom—, no quiero que crea…

El anciano interrumpió a Tom alzando una de sus manos enguantadas.

—Antes de que sigas, quiero que pienses en una cosa. ¿Crees que cualquiera que te mire es capaz de adivinar lo que te sucedió hace siete años?

Tom necesitó un rato para comprender que, al igual que su madre aquella tarde, Von Heilitz se estaba refiriendo a su accidente. A él le parecía algo totalmente superado, enterrado con su vida reciente, igual que los restos de tuberías y botellas viejas que de vez en cuando se encontraban sepultadas en los viejos jardines de detrás de las casas.

—Aquello es parte esencial de lo que tú eres. De lo que eres realmente.

Tom deseaba salir de la casa de aquel anciano, porque resultaba tan perjudicial como caer atrapado en una tela de araña.

—Casi estuviste a punto de morir. Tuviste una experiencia que a muchas personas sólo se les presenta una vez en la vida, pero que muy pocas viven para recordarla y hablar de ella. Tú eres como un individuo que hubiese visto la cara oculta de la Luna. Pocos han gozado de este privilegio.

—¿Privilegio? —inquirió Tom, al tiempo que pensaba: Jeanine Thielman, ¿qué es lo que la convierte en parte de este embrollo?

—¿Conoces lo que algunas personas han explicado en relación a estas experiencias?

—No quiero saberlo —dijo Tom.

—Sentían como si avanzaran por un largo túnel en medio de la oscuridad. Y al final de ese túnel había una luz blanca. Dicen que experimentaban una sensación de paz y felicidad, incluso alegría…

Tom sintió como si su corazón fuera a estallar, como si todo su cuerpo fuera a fallarle de una vez. Por un momento fue incapaz de ver nada, literalmente hablando. Intentó levantarse, pero ninguno de sus músculos le obedecía. No podía respirar. Tan pronto como fue consciente de que no podía ver, recuperó la vista, pero el pánico siguió penetrando a través de su cuerpo. Era como si hubiese estallado, esparciéndose en millones de átomos, y luego vuelto a componerse.

—Tom, tú eres un hijo de la noche —dijo Von Heilitz.

Aquellas palabras desencadenaron algo totalmente nuevo en él. Por encima de su cabeza, Tom distinguió la bóveda del cielo nocturno, como si hubiesen levantado el techo de la casa. Sólo unas cuantas estrellas desparramadas atravesaban la oscuridad interminable. Tom se acordó de Hattie Bascombe diciendo: La noche es medio mundo. Una capa tras otra de noche, una capa tras otra de estrellas y oscuridad.

—Basta, ya no puedo soportarlo más —susurró, contemplando su cuerpo reposar negligentemente sobre el sillón de Lamont von Heilitz: era el cuerpo de un extraño, con aquellas piernas increíblemente largas.

—Sólo quería que supieses que llevas todo eso dentro de ti —le dijo el anciano—. Sea lo que sea… Dolor, terror y también asombro.

Tom olía a pólvora, y entonces comprendió que lo que olía era su propio cuerpo. Sentía que si empezaba a llorar, nunca podría dejar de hacerlo.

El anciano le sonrió.

—¿Qué crees que estabas haciendo aquel día, marchándote al extremo occidental de la isla?

—Yo tenía un amigo en Elm Cove. Supongo que me dirigía allí —dijo, y en el mismo instante de pronunciarlo ya sonó a falso.

Durante unos instantes nadie dijo nada.

—Puedo recordar esta sensación… De dirigirme hacia algún lugar.

—Allí… —dijo Von Heilitz.

—Sí, allí.

—¿Has vuelto a visitar aquella zona del Goethe Park?

—Sólo una vez y casi vomité. No pude quedarme por allí, ni en los alrededores. Fue el día en que le vi a usted.

Le sorprendía la forma en que La Sombra le estaba mirando, como si se imaginara miles de cosas distintas a la vez. Hizo un esfuerzo enorme para recuperarse.

—¿Puedo preguntarle algo sobre Jeanine Thielman? —inquirió Tom.

—Por supuesto.

—Esto parecerá una tontería… Probablemente se deba a que he olvidado algo.

—De todos modos, pregúntamelo.

—Usted dijo que Arthur Thielman había dejado el arma sobre una mesa cerca del embarcadero, que Antón Goetz la había cogido y disparado a Jeanine en la nuca desde una distancia de diez metros. ¿Cómo pudo saber Goetz que el arma se desviaba hacia la izquierda? No me dirá que le bastó sólo con mirar el arma, ¿verdad?

Von Heilitz se inclinó por encima de la mesita y, alargando su mano, sorprendentemente apretó con fuerza la de Tom al tiempo que reía en voz alta.

—¿Así que no he olvidado nada?

Von Heilitz seguía dándole apretones en la mano.

—En absoluto. De hecho, has visto lo que se había olvidado… —Entonces soltó la mano de Tom e, inclinándose hacia atrás, colocó las suyas en las rodillas—. Goetz descubrió que el arma se desviaba hacia la izquierda porque efectuó dos disparos. El primero dio en el chalet de Thielman, pero Goetz corrigió inmediatamente y mató a Jeanine con el segundo. Yo mismo extraje de la pared la primera bala.

—De ese modo supo dónde se hallaba situado Goetz. Imaginó dónde debía estar el arma siguiendo la trayectoria inversa de la bala. Igual que con el coche de Hasselgard.

Von Heilitz sonrió y negó con la cabeza.

—Los cartuchos gastados estaban debajo de la mesa…

—No, no había ningún cartucho.

—Entonces vio cómo ocurría —dijo Tom—. No, usted vio el arma sobre la mesa… —Pensó en lo que acababa de decir—. No, no puedo imaginarme cómo.

—Has estado muy cerca. Otro veraneante de Eagle Lake vio el arma encima de la mesa aquella noche. Un hombre de unos veinticinco años, como yo. Un viudo con su joven hijita, que vivía solo en el chalet de su familia. Se marchó de Eagle Lake a la mañana siguiente de que mataran a Jeanine.

Un desagradable escalofrío recorrió todo el cuerpo de Tom.

—¿Quién era ese hombre?

—Probablemente fue la única persona que oyó los disparos esa noche, puesto que su chalet era el siguiente en la fila. La familia Redwing daba un baile en el club esa misma noche, para celebrar el compromiso de Jonathan Redwing con Kate Duffield. Habían traído una orquesta de Chicago. La de Ben Pollack. Había muchísimo ruido.

—Ese hombre… ¿iba a construir un hospital en Miami? —preguntó Tom, con voz pausada.

—Uno de los primeros grandes contratos de la Mill Walk Construction. Viste el recorte en mi álbum, ¿no es así? Incluso creó una empresa filial en Miami entonces. Sospecho que aún debe proporcionar buenos negocios.

—De modo que mi abuelo oyó los disparos. Debió de pensar…

—¿Que Arthur había matado a Jeanine? —La Sombra cruzó una pierna sobre otra y unió los dedos de las manos ante su inexistente estómago—. Me detuve en Miami para hacerle una visita, después de comprobar que Minor Truehart había salido de la cárcel. Quería que supiera lo que había ocurrido en Eagle Lake después de su marcha. De hecho, le llevé ejemplares de todos los periódicos de Eagle Lake que cubrieron la información del asesinato.

Von Heilítz le había transmitido algún mensaje, pero Tom no lograba adivinarlo ni en sus palabras ni en sus gestos. Era imposible que Glendenning Upshaw hubiese sido testigo de un crimen y luego hubiese abandonado tranquilamente el lugar del suceso.

—La galería del chalet de tu abuelo daba sobre el lago. Él solía pasar sus veranos allí, pensando en cómo conseguir mejores descuentos que Arthur Thielman en el cemento, o en otros asuntos. Desde su galería, Glen podía ver el embarcadero de los Thielman tan bien como el suyo.

—¿Y salió huyendo a la mañana siguiente?

Von Heilitz lanzó un bufido.

—Glen Upshaw nunca ha huido de nada en su vida. Pienso que, sencillamente, en ningún momento consideró que viviera que alterar los planes que ya se había trazado. En cualquier caso, aquél fue el último verano que él pasó en Eagle Lake. La última vez que un miembro de tu familia veraneó en el lago.

—No, no —protestó Tom—. Fue a causa de la pena. El dejó de ir al chalet por la pena. Mi abuela se ahogó allí aquel verano y él no soportaba volver a ver aquel lugar.

—Tu abuela murió en 1924, el año anterior a todo eso. Y no fue la pena la causante de que tu abuelo dejara Eagle Lake. Fueron sus negocios… Para él el hospital era muchísimo más importante que una pelea conyugal entre un competidor y su esposa.

—¿Y hubiese permitido que ejecutaran al guía?

—Bueno, todo cuanto me dijo fue que había visto un Colt de cañón largo encima de la mesa. Los disparos podían ser de cualquiera. En un lago es casi imposible saber de dónde proceden los ruidos. Por allí suelen oírse disparos; la gente tiene armas… Es posible que no supiera que Jeanine estaba muerta.

—Es posible que lo supiera, querrá decir.

—¿Con qué frecuencia sueles ver a tu abuelo?

—Probablemente una o dos veces al año.

—Tú eres su único nieto y él vive a unos veinticinco kilómetros de tu casa. ¿Alguna vez te ha lanzado una pelota para jugar contigo? ¿Te ha llevado a montar o a navegar? ¿Al cine?

Cualquier insinuación de este tipo habría resultado absurda y la respuesta de Tom debió de exteriorizarse en su rostro.

—No —dijo el anciano—. No creo que lo haya hecho. Glen es un hombre retraído, tremendamente retraído. En él hay algo que se nos escapa, ¿sabes?

—¿Sabe usted cómo se ahogó mi abuela? ¿Salió sola de noche? ¿Estaba bebida?

El anciano se encogió de hombros y de nuevo pareció como si pensara miles de cosas a la vez.

—Salió por la noche —dijo finalmente—. Por aquel entonces, en Eagle Lake todo el mundo bebía bastante.

Von Heilitz bajó la vista hacia el borde de la chaqueta de su traje, lo levantó y cruzó la mano izquierda sobre su cintura para sacudirse una mota invisible para Tom. Luego volvió a levantar los ojos.

—Estoy agotado —dijo—. Será mejor que regreses a tu casa.

Ambos se levantaron al mismo tiempo. Tom tenía la sensación de que Von Heilitz se comunicaba de dos modos diferentes y que el modo con el que decía las cosas importantes era muy tenue.

Si uno no lo captaba, entonces se lo perdía.

Von Heilitz le acompañó a través de los archivos y las lámparas que parecían estrellas y lunas en el cielo nocturno, y luego abrió la puerta de la calle.

—Eres mejor de lo que yo era a tu edad.

Tom sintió sobre su hombro el brazo casi ingrávido del anciano.

Al otro lado de la calle, una luz permanecía encendida en una de las ventanas de la planta baja de su casa. Al final de la manzana, en casa de los Langenheim, todas las luces estaban encendidas. Grandes coches y carruajes tirados por caballos permanecían junto al bordillo de la acera. Los chóferes se apoyaban en los coches y fumaban juntos, separados de los cocheros, que no los miraban ni hablaban con ellos.

—Ah, qué hermosa es la noche —dijo el anciano, saliendo fuera.

Tom se despidió y La Sombra le dijo adiós con un guante azul oscuro, casi invisible bajo la cristalina luz de la luna.

Misterio
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