Sentía su cuerpo ligero e inmaterial, y nada a su alrededor parecía del todo real. Todo adoptaba el aspecto de ser real, pero se trataba sólo de un truco. De haber sabido cómo hacerlo, habría pasado a través de la cama, habría pasado el brazo a través de la mesa, perforando el teléfono con los dedos. Se sentía como si pudiera atravesar la pared…, como si pudiera chafarse contra sí mismo hasta desaparecer, igual que la bruma del lago en Eagle Lake.
«Siempre me gustaron las noches de Eagle Lake».
Tom se levantó con la lentitud que aparece en los sueños, y miró por la ventana para comprobar si la calle Drosselmayer era aún auténtica o si todo lo que había allí fuera eran sólo sombras pintadas, lo mismo que él y su habitación. Los brillantes automóviles corrían arriba y abajo en la calle. Un hombre con camisa de trabajo y pantalones desteñidos, como Wendell Hasek años atrás, levantaba la barrera metálica del escaparate de una tienda de empeños, dejando al descubierto guitarras y saxofones, y una hilera de viejas máquinas de coser con pedal. Una mujer vestida de amarillo pasó frente al bar El Plato Casero, luego se volvió y acercó la cara al escaparate, como si fuera a lamer el cristal.
Tom se dio la vuelta. Podría desaparecer en aquella habitación. Las habitaciones como aquélla estaban hechas para desaparecer. Eran sitios en los que la gente se daba por vencida, donde se hacía a un lado, abandonaba. Las habitaciones de su madre en Eastern Shore Road y en Eagle Lake eran sitios para desaparecer, similares a aquella habitación del hotel. Una gran moqueta verde y llena de manchas, viejos muebles de color marrón, una vieja cama de color marrón. Una de las tiras del empapelado, de un color amarillo pálido con dibujo indefinido, se hallaba unos centímetros despegada de la pared, junto a la puerta.
Tom colocó la maleta plana sobre la moqueta, la abrió y extrajo los elegantes trajes de La Sombra y sus brillantes corbatas. Después de guardar la ropa del anciano, se desvistió, tiró la camisa y la ropa interior dentro de la maleta, y colgó el traje que se había quitado: las rayas de los pantalones habían adoptado la forma de sus rodillas, sus hombros y sus codos. La solidez parecía volver a su cuerpo. Cuando entró en el cuarto de baño, en el espejo descubrió a otra persona, más vieja. Vio al hijo de La Sombra, una especie de extraño que le era familiar. Thomas Lamont. Debería de estar acostumbrado a esta persona, pero podría habituarse.
Abrió el grifo de la ducha, y se metió bajo el agua caliente.
—Lo atraparemos, seguro —pronunció en voz alta.