Tom se volvió a mirar hacia atrás desde la esquina, al otro extremo de la calle de Sarah, y descubrió que ella le estaba observando. El pequeño terrier continuaba tirando de la correa, y ella lo seguía mientras intentaba decirle adiós con la mano. Tom le devolvió el saludo y luego atravesó el cruce con Yorkminster Place. Casas que conocía y había visto toda la vida, mostraban sus fachadas blancas e inexpresivas, mientras los aspersores vibraban sobre hierbas que parecían azúcar en rama. A través de las ventanas abiertas a la brisa, contemplaba estancias inmaculadas y desiertas, con grandes pianos y retratos en penumbra.

Pasó andando por Salisbury Road, por Ely Place y Stonehenge Circle, pasó por Victoria Terrace y Omdurman Road. Entre ésta y Balaclava Lañe, las casas se hacían ligeramente más pequeñas y se apretaban, y, ya en Waterloo Parade, se habían transformado en edificios corrientes de tres plantas construidos con ladrillo rojo. Allí, unos cuantos chiquillos subían y bajaban la acera con sus triciclos, y la única separación entre las casas era un seto espeso y grueso. Un hombre que leía el periódico en el porche delantero de su casa, alzó la vista receloso, pero regresó al Eyewitness al ver que sólo se trataba de alguien tan normal como un adolescente de Eastern Shore Road.

Coches, bicicletas y carritos tirados por pequeños caballos circulaban por la Berlinstrasse. Una ambulancia pasó por su lado, luego otra. Al dar unos pasos más, Tom descubrió que cuatro coches de la policía se habían detenido en una rampa de entrada circular al otro lado de la calle. Las luces giraban y lanzaban destellos. Por encima de la confusión provocada por las ambulancias y los coches de la policía, junto a los cuales había empezado a juntarse la multitud, se alzaba el edificio de ladrillo rojo donde Tom había pasado cerca de tres meses cuando tenía diez años.

Al cambiar el semáforo, cruzó la calle y sorteó a la gente que intentaba atisbar por encima de los coches de la policía.

Un agente vigilaba ante la puerta giratoria que conducía a la sala de espera del hospital y al mostrador de recepción. Debía de tener alrededor de veinticinco años, su uniforme estaba planchado e inmaculado, y debajo de la visera se le veía muy pálido. Tanto sus botones, como el cinto y las botas resplandecían. La diagonal que trazaba su mirada empezaba unos treinta centímetros por encima de la multitud.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Tom a una mujer corpulenta que acarreaba una bolsa de plástico blanca con la compra.

La mujer se inclinó hacia él y le miró fijamente.

—Ha sido una suerte, porque yo estaba justo aquí cuando todos estos polis llegaron. Por lo que veo, deben de haber matado a alguien aquí dentro.

Tom siguió hacia el espacio vacío que había entre los curiosos y el solitario agente que vigilaba desde el último escalón de la entrada del hospital. El joven policía le dirigió una severa mirada, y luego dejó vagar sus ojos. Cuando Tom empezó a subir los escalones, retiró la mano de la funda de la pistola y cruzó los brazos delante del pecho.

—Agente, ¿podría decirme qué ha sucedido?

Tom era unos quince centímetros más alto que el policía, quien tuvo que levantar la cabeza para mirarle.

—¿Va a entrar o no? Si no va a entrar, entonces quédese allí abajo.

Tom cruzó la puerta giratoria, avanzó unos pasos hacia el mostrador y se detuvo bruscamente.

Habían reconstruido su pasado. La pequeña sala de espera con dos o tres sillones gastados y el bajo mostrador de madera que separaba una oficina igualmente pequeña, en la que había una centralita y una recepcionista, componían ahora una estancia del tamaño de una estación ferroviaria. En las paredes, a cada lado, se alineaban unos bancos de madera y sillas de plástico prensado. Varios pacientes con bata, la mayoría con la mirada fija en el regazo, ocupaban algunas de las sillas. Un anciano con inmensas patillas, en silla de ruedas, alzó la vista vivamente cuando Tom entró y un hilo de baba tembló en su labio inferior. En el otro extremo del gran vestíbulo, un nuevo mostrador, ahora de cristal y plástico, separaba las oficinas de la sala. Detrás del mostrador se veían mujeres moviéndose entre los archivos o sentadas detrás de sus escritorios, con el teléfono pegado a la oreja o consultando papeles.

En el amplio rellano de mármol que había entre las puertas giratorias y el mostrador, se alzaban dos grupos de policías que a Tom le hicieron pensar en los jugadores de un equipo reuniéndose para recibir órdenes de su entrenador. En el vestíbulo no había tanta luminosidad como en la calle.

—¡Natchez! ¿Qué haces ahí? —le gritó un agente del grupo más numeroso—. Estamos aquí para cumplir una misión.

Tom había logrado pasar desapercibido ante el anciano de la silla, y se volvió al oír el nombre. Un agente fornido, vestido de paisano, murmuró algunas instrucciones a sus acompañantes y se dirigió hacia el otro grupo. Su aspecto era el de un atleta, musculoso y sereno. Un rubor de irritación había cubierto sus mejillas. Por la forma en que los otros se separaron al llegar él y se apelotonaron a su alrededor, Tom percibió un matiz de soterrada hostilidad. Luego recordó el nombre: Natchez era uno de los detectives que habían registrado la casa de Von Heilitz.

Tom retrocedió hacia la pared y se sentó a esperar hasta que los policías abandonaron el vestíbulo. El detective Natchez cruzó la sala con pasos largos y pulsó el botón del ascensor mientras algunos de los otros agentes seguían mirándole. Los hombres con los que el detective había estado hablando se dispersaron.

—Mi hija va a venir hoy —le dijo el anciano que estaba junto a Tom.

—¿Sabe usted por qué motivo hay tanto policía por aquí? —le preguntó éste.

El labio inferior del anciano le colgaba y sus ojos estaban enrojecidos.

—¿Conoces a mi hija?

—No —contestó Tom.

El anciano le cogió del brazo con fuerza y se acercó hasta casi rozarle.

—Alguien ha muerto… —susurró—. Asesinado. Hoy es el cumpleaños de mi hija.

Tom tiró del brazo para desprenderse de la garra del anciano. Un boquete se había abierto en la superficie de la Tierra y Tom había caído en él.

—Ellos quieren llenarle el cuerpo de plomo —dijo el anciano—, pero yo no se lo voy a permitir.

Unas cuantas sillas más allá, otro anciano se les aproximaba a sacudidas, sin duda deseoso de unirse a aquella conversación tan interesante, de modo que Tom se incorporó rápidamente. Uno de los agentes del primer grupo le lanzó una mirada de hostilidad sin personalizar. Tom bajó la vista y dijo media vuelta, entonces distinguió los bajos impecablemente planchados de unos pantalones azul marino y unos brillantes botines negros sobresaliendo por debajo de la bata del segundo anciano. El otro, y casi todos los demás pacientes que aguardaban en el vestíbulo, llevaban sólo pijamas ligeros y zapatillas. Al levantar los ojos hacia el rostro del anciano, se percató de que éste le estaba mirando.

En un principio, aquel hombre no se diferenciaba de los demás: el cabello gris le caía sobre la cara, el labio le colgaba y su cabeza oscilaba. El anciano, con la bata sujeta alrededor del cuello, se inclinó hacia él para murmurar algo. Tom retrocedió un paso, pero el hombre mantenía fijos sus ojos en él. No eran en absoluto los ojos de la senilidad, sino inteligentes y vigilantes. Algo familiar sacudió al muchacho. Entonces, con una conmoción que estuvo a punto de hacerle gritar, comprendió que se trataba de Lamont von Heilitz.

Tom observó por encima del hombro a los policías. El agente hostil se acercaba con paso lento a Natchez y en su rostro se adivinaba claramente la intención de decir algo poco agradable. Tom se deslizó en el asiento junto a Von Heilitz, le lanzó una breve ojeada y luego miró hacia el otro lado. La Sombra se había empalidecido el rostro con maquillaje y había pegado unas cejas hirsutas sobre las suyas. Su rostro aparecía demacrado, como embobado, sin esperanza.

—Mira hacia allá —le dijo, y pareció como si las palabras surgieran de otro lado.

Tom se volvió hacia el amplio vestíbulo que se vaciaba. El agente que se encargaba del primer grupo había iniciado la marcha hacia un pasillo a la derecha del nuevo mostrador. Los otros se dirigían hacia las puertas y los ascensores: la misma sensación de inactividad que Tom percibió al entrar.

—¿Qué hace usted aquí? —le susurró.

—Mi casa, anoche —dijo Von Heilitz, con el mismo sistema de ventrílocuo.

—¿Ha muerto alguien?

—Aléjate —le ordenó Von Heilitz, y Tom se levantó como si le hubiesen pinchado con una aguja.

Avanzó sin rumbo por el enorme vestíbulo vacío. El ascensor en el que había desaparecido el detective Natchez volvía a bajar, las puertas se abrieron cuando Tom alcanzó el mostrador, y Natchez salió con dos policías uniformados, uno a cada lado de una especie de camilla sobre ruedas cubierta con una sábana, que sin duda ocultaba un cadáver. De nuevo, Tom sintió que caía a través del boquete abierto en la superficie de la Tierra. Yo he hecho esto, pensó. Escribí una carta y, como consecuencia de ello, ese hombre ha muerto.

—¿Qué desea usted?

La mujer que permanecía sentada ante el escritorio cercano al mostrador acababa de colgar el teléfono y miraba a Tom con una expresión de desafío, que sugería que hubiese preferido no hacer nada de todo lo que estaba haciendo.

—Oh, yo estaba arriba, visitando a un amigo mío —dijo Tom—, y al ver a todos estos policías por aquí…

—No, no es así —replicó ella.

—¿El qué?

—Usted no visitaba a ningún paciente de este hospital.

La mujer tenía el cabello completamente negro y Uso, peinado hacia atrás desde la estrecha frente hasta un bucle encima de la cabeza y llevaba unas medias gafas sujetas sobre el puente de la nariz, como si les hubiese prohibido bajar más.

—Hace un par de minutos vi cómo entraba usted en el vestíbulo —dijo la mujer—, y con los dos únicos pacientes que ha mantenido contacto son aquellos dos hombres que están sentados junto a aquella pared. ¿Va a salir de este hospital por su propia voluntad o tendré que hacer que lo acompañen?

—¿No podría informarme de lo que ha sucedido aquí? —inquirió Tom.

—Eso no es asunto suyo, ¿verdad?

—Dos personas me han dicho que habían asesinado a alguien…

Los ojos de la mujer se agrandaron y la barbilla se irguió la mínima inclinación de un centímetro.

—Querría ver a Nancy Vetiver —añadió Tom—. Es una enfermera que acostumbraba…

—¿A la enfermera Vetiver…? ¿Ahora se trata de la enfermera Vetiver? ¿Y a quién querrá ver a continuación? ¿Al rey Luis Catorce? Nuestro personal está demasiado ocupado para entretenerse con ociosos como usted, y más cuando vienen en plan de cháchara. ¡Agente! ¿Quiere usted acercarse, por favor?

Todos los policías del vestíbulo se volvieron hacia ellos y, tras un instante de vacilación, el oficial que había enviado a Natchez arriba se aproximó al mostrador. No dijo nada, sino que primero miró a Tom y luego a la recepcionista, que mostraba una sonrisa completamente artificial, tensa e impaciente.

—Agente… —empezó a decir la mujer.

—Vaya al grano —dijo él.

De pronto, Tom pensó que toda aquella situación era confusa, extraña. Incluso la recepcionista se mostraba perpleja ante la hostilidad del policía. Algunos de aquellos agentes parecían irritados, mientras los demás se mostraban casi victoriosos bajo una máscara de indiferencia.

—Este joven ha entrado en el hospital con falsos pretextos —empezó a explicar la recepcionista—. Ha comentado algo acerca de un asesinato, me ha preguntado por las enfermeras, está interfiriendo…

—Me tiene sin cuidado, señora —exclamó el oficial, y se alejó haciendo oscilar la cabeza.

—¿Es así como cumplen ustedes con su deber? —le gritó ella, con una voz tan afilada que era capaz de cortar madera, pero entonces descubrió un medio más fiable para obtener ayuda—. Doctor, ¿podría usted atenderme? Es sólo un momento.

El doctor Bonaventure Milton acababa de aparecer por el pasillo que había a la derecha del mostrador, acompañado por un hombre flaco y de piel morena, de aspecto corriente, que vestía uniforme azul con ostentosos galones. El pequeño y obeso doctor, que llevaba puestos sus quevedos y la corbata de lazo, miró a la recepcionista, luego a él y sonrió.

—Por supuesto, miss Dragonette. ¿Tiene usted algún problema con mi joven amigo?

—¿Amigo? —Ahora la mujer sufrió un sobresalto—. Este joven ha venido diciendo algo acerca de un asesinato, intentando deslizarse en el hospital y preguntando por una de las enfermeras… Yo quería echarlo…

El doctor Milton hizo gestos tranquilizadores con ambas manos.

—Estoy seguro de que podremos aclarar todo esto, miss Dragonette. Este joven amigo es Tom Pasmore, el nieto de Glendenning Upshaw. Yo mismo hablé con él hace sólo un par de semanas en el Club de los Fundadores. Y ahora, ¿qué es lo que querías, Tom?

Miss Dragonette había descargado su responsabilidad en el doctor y trataba de llamar la atención del oficial que había a su lado atravesándole con la mirada.

—Pasaba por aquí y cuando vi todos estos coches de la policía pensé en entrar. De pronto recordé que mi abuelo no me había telefoneado, tal como prometió, para explicarme lo de Nancy Vetiver…

Tom miró el rostro del oficial con su espléndido uniforme y se quedó desconcertado tanto por la frialdad que había en los ojos de aquel hombre, como por la sensación de que lo había visto en alguna parte con anterioridad.

—¡No sé por qué me preocupo! —exclamó miss Dragonette.

—¿Hay algún problema? —preguntó el oficial.

Esta vez Tom se fijó en la cabeza calva y en el rostro rígido como un jamón y reconoció al capitán Fulton Bishop. El estómago se le contrajo y, por un momento, su principal deseo fue dar media vuelta y echar a correr. El capitán era más bajo de lo que parecía por televisión y su cara no presentaba el menor rasgo de buen humor. Parecía un verdugo en una pintura medieval.

El doctor Milton miró con viveza a Tom, al capitán Bishop y seguidamente de nuevo a Tom, con expresión inquisitiva.

—Oh, no creo que haya ningún problema, ¿verdad? El muchacho estaba buscando a la enfermera Vetiver, una de sus preferidas. Por cierto, Tom, te presento al capitán Bishop, que ha hecho un excelente trabajo descubriendo para la justicia al asesino de la señorita Hasselgard.

Ni Tom ni el capitán Bishop hicieron el más mínimo gesto para estrecharse la mano.

—Un día desgraciado para todos nosotros —prosiguió el doctor—. Uno de los hombres del capitán, un agente llamado Mendenhall, ha muerto esta mañana. Hicimos todo cuanto estuvo en nuestras manos, pero el hombre había sido herido gravemente… Ha muerto como los héroes; fue uno de los primeros en introducirse en la casa del asesino. Pensamos que podríamos sacarlo de esta situación e hicimos todo cuanto nos fue posible, a pesar de alguna interferencia… —Aquí lanzó una mirada significativa a Tom—. Pero el pobre Mendenhall se nos ha ido de las manos hace aproximadamente media hora. Una tragedia, sin duda.

—Pero ¿por qué hay tanta policía por aquí? —preguntó Tom, aunque no era del todo consciente de haberlo hecho, ya que acababa de surgir de nuevo a través del boquete de la superficie de la Tierra.

—Hemos venido en busca del cadáver —dijo Bishop, sin emoción.

—Bueno, pero todo esto sigue sin tener sentido… —intervino miss Dragonette—. El comentó algo acerca de un asesinato.

—Un anciano de por allí me lo dijo… Es un viejo, y la verdad es que carece de sentido…

Ahora tanto el doctor como el capitán Bishop se lo quedaron mirando.

—¿A qué anciano se refiere? —preguntó el capitán.

De nuevo Tom miró hacia el lateral de la sala. Von Heilitz había desaparecido.

—El anciano de la bata amarilla —dijo, y luego se volvió al doctor—. En realidad vine a ver a Nancy Vetiver.

—El señor Williams no sabe ni siquiera en qué día se encuentra —explicó miss Dragonette—. Se sienta aquí todo el día, esperando a su hija, pero no la reconocería aunque cruzara esta puerta. Lo cual es poco probable, dado que vive en Bangor, en el estado de Maine.

—Doctor, ya hablaremos más tarde —dijo el capitán, y se dirigió hacia las puertas giratorias, siguiendo a los hombres que se llevaban la camilla con el cadáver del policía.

El doctor Milton suspiró y siguió con la mirada al capitán cuando se iba.

—¿Qué pretendías hacer? ¿Tienes idea de…? —El médico imprimió un balanceo a su cabeza—. Ya me encargaré yo de eso, miss Dragonette. Sigúeme, Tom.

El médico guió a Tom por el pasillo que había a la derecha del mostrador y, cogiéndole del brazo, le dijo:

—Deja que me aclare con todo esto. Tú viniste en busca de Nancy Vetiver por lo que escuchaste en casa de tu abuelo. Querías asegurarte de que se encontraba bien, ¿no es así? Viste a la policía en el vestíbulo y te sentaste junto a ese anciano, que empezó a balbucear algo sobre un asesinato.

—Así es —dijo Tom.

—Debes entenderlo… Todos se vuelven muy susceptibles cuando muere un agente de la policía. Los sentimientos se encrespan.

¿Era eso lo que había observado?, se preguntaba Tom. ¿Un ejemplo de sentimientos encrespados? Recordó a los dos grupos de agentes, la sensación de hostilidad y de cierta victoria soterrada. La sensación de culpabilidad que le embargaba le hacía sentirse como si anduviera a través de una espesa niebla, incapaz de ver o pensar correctamente.

El médico miró fijamente a Tom con gesto afectado.

—Debes tener cuidado, Tom. No debes asustar a la gente. Todo el mundo se muestra muy suspicaz estos días. El caso Hasselgard, y todo eso…, ya sabes. Tú eres un joven inteligente, procedes de muy buena familia y tienes toda una vida por delante.

—Ese poli, Mendenhall, ¿ha muerto a causa del caso Hasselgard?

—Indirectamente, sí —contestó el doctor, que empezaba a mostrarse incómodo.

—Y a causa de la carta que recibió el capitán Bishop.

—¿Cómo sabes lo de esa carta? ¿Quien te…?

—Lo dijeron por la televisión. Pero nadie ha visto esa carta, aparte del capitán Bishop, ¿no es así?

—No sé qué pretendes decir, si es que pretendes algo.

—Pues quiere decir… —Tom dudó un segundo y luego prosiguió—: ¿Qué le parece si esa carta dijera en realidad algo más? ¿Y si no dijera nada sobre un pobre nativo, exconvicto, cuyo nombre es Foxhall Edwardes? ¿Y si probara que en realidad era otra persona la que había matado a Marita Hasselgard y que su muerte estaba relacionada con lo que ha ocurrido en Hacienda?

—Pero esto es ridículo —dijo el doctor—. Un hombre acaba de morir en este hospital.

—Y otros hombres en este mismo hospital no parecían exactamente muy afectados por ello —dijo Tom.

—Ten presente que hay agentes leales y agentes desleales —dijo el doctor Milton—. ¿Qué pretendes, Tom? Cartas auténticas y cartas falsas, preguntas sobre asesinatos…

—¿Cómo puede ser desleal ese Mendenhall, si ha muerto cumpliendo con su deber? ¿Desleal a qué?

El doctor Milton hizo visibles esfuerzos por contenerse.

—Presta atención a lo que te digo: leal significa estar de parte de tu gente. Y tú sabes quién es esa gente. Tus vecinos, tus amigos, tu familia. Ellos forman parte de ti. No debes prescindir de los demás. —El doctor irguió la espalda y tiró de las puntas del chaleco—. Tienes que convivir en este mundo con el resto de nosotros —concluyó el doctor, mirando su reloj—. Y ahora, quiero que los dos olvidemos esta conversación. Todavía tengo montones de cosas por hacer hoy. Por favor, da recuerdos de mi parte a tu madre y a tu abuelo.

Todavía inquieto, el doctor Milton dirigió una profunda mirada a Tom, pasó por su lado y se dirigió de nuevo hacia el vestíbulo. Al cabo de unos pasos, se detuvo y se volvió hacia Tom.

—Por cierto, la enfermera Vetiver ha sido suspendida de sus funciones. Olvídate de ese asunto, Tom.

—¿Y qué me dice de Hattie Bascombe?

Esta vez, el doctor soltó una carcajada.

—¡Hattie Bascombe! Imagino que seguirá en el viejo bario de los esclavos, si es que sigue con vida. Hace años que e retiró… Supongo que estará murmurando encima de un hueso de pollo y lanzando conjuros. Todo un personaje, ¿verdad?

—Todo un carácter —dijo Tom, cuando el doctor ya se aleaba.

Misterio
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita.xhtml
Prologo.xhtml
PrimeraParte.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
SegundaParte.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
TerceraParte.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
CuartaParte.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
QuintaParte.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
SextaParte.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
SeptimaParte.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
OctavaParte.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
autor.xhtml