Tom levantó la mirada hacia la placa de la calle que colgaba de la esquina. El nombre de la travesía era TOWNSEND. No conocía nada de aquel vecindario: ni siquiera la extensa zona verde al aire libre, que se encontraba a medio kilómetro al este de la calle Burleigh, en la que había una plataforma para conciertos, columpios, árboles exuberantes para dar sombra y unos cuantos animales cansados en sus pequeñas jaulas. El conductor del carro de la leche se había quedado asombrado de que alguien que residía en Mill Walk desconociese la existencia del Goethe Park.
Tom dio la vuelta a la esquina. Un rectángulo metálico de color verde oscuro, en el que aparecía en relieve la inscripción CALLE 44, pintada con un blanco brillante, casi incandescente, apareció en la esquina que había ante él. En la zona de Mill Walk que Tom conocía, los nombres de las calles eran Beach Terrace o The Sevens, de modo que aquella designación le parecía misteriosamente impersonal.
Aquella criatura sollozó, lanzó un gruñido y se atragantó.
Tom distinguió a un ser peludo y medio humano que yacía en el suelo, con una gruesa cadena atada alrededor del cuello, y unas uñas afiladas con las que excavaba la tierra de su corral.
Junto con esa imagen surgió un dolor de estómago tan fuerte y agudo que estuvo a punto de vomitar. Se sujetó el vientre y se sentó en el césped de la casa de la esquina. Tenía la sensación de que acababa de verse a sí mismo. El corazón dio un vuelco dentro del pecho, igual que un pájaro encadenado en su jaula.
Una puerta se cerró con estrépito a sus espaldas y Tom se volvió, descubriendo a una vieja voluminosa que le examinaba desde la entrada de la casa de la esquina.
—¡Fuera de mi césped! ¡Inmediatamente! Esta es una propiedad privada, y no te he dado permiso para entrar.
La mujer hablaba con un fuerte acento alemán, haciendo que cada una de las sílabas golpeara a Tom igual que un ladrillazo lanzado certeramente. Parecía una versión dantesca de Lamont von Heilitz.
—Estaba algo mareado y… —se excusó Tom.
La expresión de aquella mujer se ensombreció:
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Lárgate ya!
La mujer siguió gruñendo a medida que bajaba los escalones, y, cuando llegó abajo, avanzó oblicuamente hacia Tom, como si pretendiera lanzarse sobre él.
—Conque te gusta replicar, ¿eh? No te quiero ver vagabundeando por mi casa, BASURA. ¡Vete por donde has venido!
Tom ya se había incorporado de un salto y retrocedía veloz en busca de la seguridad de la acera.
—¡Vete a donde te corresponde! —le gritó la mujer, cuya bata azul ondeaba alrededor de su enorme cuerpo a medida que avanzaba hacia Tom.
Este empezó a retroceder hacia la siguiente travesía. Ahora la mujer se encontraba en la misma frontera de su territorio, con la punta de sus zapatillas sobresaliendo encima de la acera. Había extendido el brazo, junto con el dedo índice, en dirección al pasadizo de la entrada y la calle 44. Su rostro había adquirido un color sorprendentemente violáceo.
—¡Los gamberros mareados y cansados como tú no paráis de entrar en mi propiedad!
Tom dio media vuelta y echó a correr. Su idea era atajar por el pasadizo entre las calles Burleigh y 44, pero tan pronto como doblaba hacia el pasadizo, la voz de la mujer estalló a sus espaldas:
—¡No puedes penetrar en mi casa de esta manera! ¿Quieres que llame a la policía? ¡Atrévete a seguir!
Tom miró por encima del hombro y vio que la vieja avanzaba como una ola tras él por la acera, de modo que dobló en la entrada del pasadizo y corrió hacia la calle 44. Entonces la mujer le gritó algo que él no entendió, o que entendió mal:
—¡Esquinero! ¡Maldito esquinero!
En la esquina de la calle Townsend con la calle 44 se volvió para mirar. La mujer permanecía de pie ante la entrada del pasadizo, jadeando apresuradamente, con las manos en las caderas.
—¡Basura! ¡Eso es lo que sois, esquineros!
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Tom, cuyo corazón aún latía con intensidad.
—¡Voy a enterarme en dónde vives! —le gritó la vieja.
Tom se encaminó hacia el oeste por la siguiente manzana y, nada más avanzar unos pasos, la visión de la vieja se vio interrumpida por la casa de la esquina.
La perfecta superficie esmaltada del cielo caribeño había empezado a mostrar los primeros indicios del tono amarillo que pronto se reflejaría en toda su extensión y que, en un instante, se transformaría en color violáceo antes de entrar en la auténtica noche.
Tom se preguntaba si la vieja habría vuelto a entrar en su casa. Probablemente estaría aguardando para correr de nuevo tras él en caso de que intentara escurrirse otra vez por la esquina.
Levantó un pie y obligó a su pierna a avanzar un paso. De pronto, un triste lamento estalló en el aire ante él. Tom se quedó petrificado. Miró hacia las casas que tenía a cada lado: gruesas cortinas cubrían las ventanas de ambas casas y les daba el aspecto de estar vacías, cerradas. En esa época del año, casi todo el mundo en Mill Walk mantenía abiertas las ventanas para que entrara la brisa del Atlántico. Sólo el señor Von Heilitz mantenía las ventanas cerradas con las cortinas corridas. Incluso los que vivían en las casas de los nativos, más frescas que los edificios de los europeos o de los norteamericanos, nunca cerraban sus ventanas en los meses de verano.
Tom pensó que si allí las cerraban, era sin duda para no oír los lamentos de aquella criatura.
Siguió avanzando y, delante de él, a su derecha, tras una de las casas que había al otro lado de la calle, la criatura lanzó tal protesta que hizo que las gallinas aletearan y cloquearan en el lado de la calle donde él se encontraba. Pensó que iba a derretirse, formando una mancha en medio de la acera. Decidió que era mejor arriesgarse y comprobar si la vieja había vuelto a entrar en su casa. Dio media vuelta.
Y entonces sufrió tal susto que estuvo a punto de saltar afuera de la acera. Detrás de él, a no menos de metro y medio de distancia, había un muchacho de su misma altura, petrificado en su sitio, con un pie levantado delante del otro, y las manos alzadas en línea recta a partir de los codos. El muchacho, que sin duda intentaba saltar furtivamente sobre Tom, parecía tan sorprendido como su presa. Le miraba fijamente a la cara, como si le hubiesen golpeado con una porra.
—Está bien —le dijo—. Quédate donde estás.