44
En la actualidad, se emplea casi en todo el mundo, un calendario único, que tiene sus defectos. Según algunos, sería mejor que la Pascua no fuera móvil en el calendario, sino que, como Navidad, se fijara en una fecha del calendario o que el cumpleaños de cada individuo cayera, a lo largo de su vida, en el mismo día de la semana. Con todo, quizá no venga mal un poco de irregularidad.
Como instrumento para medir el tiempo que sirve como referencia para una multitud de actividades humanas, el calendario actual cumple con su tarea tan silenciosamente, que olvidamos de ordinario que todo podría ser de otra manera y que, durante milenios, el calendario utilizado por los hombres, comporta dificultades, y que muchas veces han tenido que ser reformados y mejorados, hasta que uno de ellos ha alcanzado la forma casi perfecta: el calendario europeo tras su última reforma.
En pequeño, la evolución de este calendario es un buen ejemplo de la larga continuidad que caracteriza el desarrollo del saber humano y de los aspectos con él relacionados de las sociedades humanas. La evolución del calendario con sus vicisitudes, sus progresos y retrocesos, puede servir de modelito empírico de una línea de largo alcance en el desarrollo de una serie de sociedades, de una línea que abarca periodos históricos cortos y se alarga más allá de la vida de cada una de estas sociedades. Podemos presentar la continuidad de una manera gráfica, si recordamos que el mes de agosto recibió su nombre en honor de un emperador romano y que el dios romano cuyo recuerdo perdura en la expresión «cabeza de Jano», dio nombre al mes que muchas veces, aunque no siempre, fue considerado como el primer mes que como tal miraba, a su espalda, el año viejo y, al frente, el nuevo. La misma palabra «calendario» se remonta al verbo latino calare y nos da testimonio de que, en un periodo primitivo, el sacerdote romano, como el de la aldea nigeriana, definía cuándo había sido vista la luna nueva. Calendae, «los días por proclaman» es, pues, un recuerdo del tiempo en que, en Roma, un funcionario espiritual iba por las calles para anunciar al pueblo que la nueva luna había sido vista, y por consiguiente, había empezado un nuevo mes.
Tal vez no parezca sorprendente la continuidad del desarrollo del saber a través de milenios, más allá de las fronteras temporales de los Estados y los periodos, que representa nuestro calendario actual. Tal vez no se capta que las transformaciones del saber, ocurridas en la formación del calendario usual hoy en día, tenían un carácter evolutivo. Y sin embargo, no es difícil caer en la cuenta que los hombres de épocas anteriores empleaban un calendario antiguo cuyas carencias no dejaban de ponerlos en dificultades y que emprendían reformas que suscitaban nuevos problemas, al cabo del siguiente milenio y requería una nueva reforma, hasta que finalmente el calendario adquirió tal perfección, tal adecuación a sus funciones sociales, que la mayor parte de los problemas del calendario de tiempos anteriores desaparecieron. Y como empezó a funcionar sin tropiezo y sin molestar a nadie, se olvidó que antes no sucedía así y que se había dado una evolución de muchos siglos que al final había culminado en la consonancia exacta de los símbolos del calendario, hechos por el hombre, tanto con sus tareas sociales, como con los procesos pertinentes de la naturaleza inanimada.
Las dificultades por superar es posible describirlas de manera sencilla y concisa, pero no pasar por alto que aun una breve exposición, bien que bastante para este estudio, descubre por fuerza el carácter problemático de una idea largamente cultivada. Según una escala axiológica tradicional, la «naturaleza» fue concebida por largo tiempo y aun hoy lo es a veces, como compendio del «orden», mientras que la sociedad humana, comparada con ella, aparece desordenada, cuando no caótica. Los problemas siempre renovados que los que hacían calendarios se encontraban en épocas anteriores, tenían su origen en que el paso de la Naturaleza no era bastante regular para las necesidades humanas. Mientras los hombres no poseyeron instrumentos suficientes para determinar el tiempo, utilizaron como medida para determinar los intervalos temporales recurrentes en su vida social, fenómenos naturales que se producían muchas veces como los movimientos solares de la Luna y las estrellas. Ahora bien, el movimiento aparente del Sol al que los hombres deben unidades temporales como el día, la noche o el año solar, no fue fácil ponerlo en relación con el movimiento de la Luna, del que derivan unidades como el mes. Por otra parte, las sociedades humanas necesitan una regulación temporal cada vez más exacta e inalterable, según se volvían más diferenciadas y complejas.
Cuando el uso social exigía una rotación de los funcionarios estatales, como sucedía en la Roma republicana, podía ser supremamente importante, sobre todo en un periodo de luchas por el poder, que hubiese límites temporales conocidos públicamente y sin lugar a dudas para la toma de posesión o dimisión de un cargo. Las elecciones debían celebrarse en el tiempo oportuno; los tributos, los alquileres, las deudas y los intereses debían pagarse en el plazo indicado. Cuando Julio César asumió el poder, constató que el calendario romano era confuso. En la Roma republicana, los controles del tiempo y su anuncio público eran, como en la aldea de Ezelu, una de las funciones del colegio sacerdotal bajo la dirección del Pontifex Maximus. Este y sus sacerdotes eran los guardianes del calendario del Estado. Ahora bien, como un regulador de las relaciones sociales, el calendario en la República tardía no era inmune a las consecuencias de las luchas por el poder. Al parecer, grupos interesados podían inducir a los sacerdotes a alargar o abreviar un año. Así pues, los problemas de una correlación de sucesos naturales y sociales, unidos a las consecuencias de las luchas por el poder, llevaron la confusión al mismo calendario.
César, dictador dejado, ordenó una reforma radical del calendario. En última instancia, la regulación de las relaciones sociales en cuanto al tiempo fue siempre en el pasado, un asunto de las autoridades clericales o profanas y estatales. Para el desarrollo del saber en la antigua Roma no es poco significativo que César llamase a sí un erudito egipcio, el astrónomo y matemático Sosígenes, que le sirvió de consejero en sus trabajos para reformar el calendario romano. Los egipcios tenían ya por aquel entonces, una larga tradición de observación astronómica y preparación de calendarios, que se injertó a partir de entonces en la tradición romana. Resultado de la reforma de César, el año 46 a. C., fue un calendario con muchos rasgos familiares e inequívocamente una fase primitiva en el desarrollo del calendario actual.
Los egipcios habían tratado de relacionar entre sí las unidades temporales orientadas respectivamente en los movimientos de la Luna y el Sol, de tal modo que instituyeron un año con doce meses de treinta días, con cinco días suplementarios al principio o al final, para que sus meses coincidieran con el año solar. Por su parte, César quitó un día al mes de febrero y repartió los seis días restantes, cada uno en los meses impares de enero a noviembre. Una disposición que, como se ve, anticipa al calendario moderno. Poco después de la muerte de César, se llamó «julio» al mes en que él había nacido.
Una segunda reforma básica del calendario tuvo lugar, como es sabido, en el periodo que de ordinario llamamos Renacimiento. En efecto, la Iglesia romana, uno de los conductos sociales más importantes de transmisión del saber de la Antigüedad romana a la Edad Moderna, había procurado que el calendario juliano mantuviera, con algunas modificaciones, su vigencia a través de ese tiempo. Ahora bien, después de más de mil años, su funcionamiento dejaba que desear. En el decurso del tiempo, se había revelado la insuficiencia de las prescripciones de César y Sosígenes sobre la correlación entre las unidades temporales referidas a la Luna y al Sol. Cuando la organización estatal, al menos en algunas regiones de Europa, alcanzó un nivel de eficacia organizativa y tranquilidad interior que se acercaba a la pax romana de la Antigüedad, y cuando esta organización junto con el progreso de la urbanización y comercialización incrementaron la necesidad social de una regulación pública del «tiempo», volvieron a sentirse con más intensidad las carencias del calendario juliano.
Una de tales carencias y no la única, se manifestaba en que las fiestas religiosas movibles, en especial la Pascua, se habían ido desplazando de modo paulatino e incesante. La tradición judía había vinculado la fiesta de la Pascua con la primera luna llena después del comienzo de la primavera. El año 325 de nuestra era, el concilio de Nicea fijó la fecha de la fiesta cristiana de la Pascua, el sábado después de la primera luna llena después del equinoccio de primavera, cuya fecha se había trasladado del 25 de marzo habitual al 21. El siglo XVI, la separación entre los símbolos humanos del calendario oficial y el paso de la Naturaleza, tal como lo indicaba el movimiento observable del Sol, había aumentado en diez días más. Desde el siglo XIII, se venía notando la incoherencia y, de tiempo en tiempo, los concilios eclesiásticos reflexionaban sobre su significado y los posibles caminos de solución. Ahora bien, la Iglesia, siempre reacia a romper con las tradiciones, no haría nada hasta que el asunto se volviera inaplazable. Al final, el Papa Gregorio XIII solicitó el consejo de un médico y astrónomo napolitano, Luigi Lulio y, muerto este, del sabio Clavius. Una de las correcciones se refirió al establecimiento de los años bisiestos. Se dieron cuenta que los movimientos de la Luna y el Sol se relacionaban mejor, según las necesidades humanas, si el año bisiesto no caía en los años del siglo que no fueran divisibles por 400. De este modo, dado que el último año bisiesto secular fue el 1600, el siguiente será el año 2000.
Hoy en día, el calendario ya no es objeto de un interés público. La reforma del calendario de 1582 condujo a una mejor adecuación de los símbolos del calendario a su función de relacionar los movimientos visibles del Sol y la Luna, en cuanto sirven para indicar el tiempo, entre sí y con los sucesos sociales de la Tierra. En su último estadio, el desarrollo del calendario, así como de otros instrumentos de medición del tiempo, permite reconocer una creciente desvinculación de los símbolos de la determinación del tiempo de lo que antes simbolizaban: el «paso de la Naturaleza», los movimientos del Sol y la Luna y los astros. Gracias a las fuentes de luz inventadas por el hombre, la noche ha llegado a ser parte del día. Recordemos de paso que la unidad de tiempo «mes» estuvo primero estrechamente relacionada con las fases creciente y decreciente de la Luna. Aparte los especialistas, solo poca gente se entera hoy en día que nuestro año depende de los movimientos del Sol y nuestro mes de los de la Luna. No preocupa mucho a los hombres vivir en regiones donde la Pascua, la fiesta de la resurrección de Cristo no coincide con la primavera, con el brotar del verdor nuevo y joven de la oscura tierra; o donde la Navidad se junta con las lluvias de primavera. Los instrumentos simbólicos creados por el hombre, tales como el calendario y los relojes, son más apropiados hoy en día para regular las relaciones humanas según el tiempo, que los movimientos complicados de la Tierra y su Luna en torno al Sol. En este como en otros aspectos, los hombres viven más sólidamente integrados que nunca en su mundo simbólico autofabricado. Paso a paso, en el decurso de una evolución milenaria, la cuestión del calendario antes preocupante, se ha ido resolviendo más o menos. Y puesto que los calendarios apenas dan problemas el día de hoy, se borra de la memoria de los hombres el tiempo en que todavía los presentaban. No se interesan demasiado en las fases de desarrollo en cuya secuencia sus antepasados encontraron poco a poco una solución para la inquietante dificultad. Sin embargo, es posible que los hombres no se entiendan a sí mismos ni su futuro posible y abierto, si descuidan integrar en el acervo de su saber, el conocimiento de la evolución que condujo del pasado al presente.