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Como ejemplo escogeré el relato de un misionero francés, José Francisco Lafitau, sobre las costumbres de los indios de Norteamérica, del año 1724[27]. No resulta difícil imaginar que los antepasados del grupo del que hemos dicho que no poseían ninguna palabra para designar el «tiempo», no vivían de manera muy diferente a los indios que describe Lafitau. Carecían de un concepto general de «tiempo», pero ello no excluye ni en este ni en otros casos, que poseyeran conceptos de un nivel inferior de síntesis, que miembros de sociedades posteriores clasificarían con toda probabilidad como conceptos referidos al tiempo. Los indios norteamericanos del siglo XVIII, como otros hombres del mismo grado de desarrollo, eran sin duda capaces de reconocer sin dificultad si la huella de un animal era reciente o de hacía tiempo, y probablemente de saber su edad, y utilizar expresiones especiales para designar un rastro reciente o antiguo. Cuando partían a una excursión guerrera para atacar una aldea enemiga, empleaban quizá cuatro o cinco días en llegar. Aunque sabían vivir de los frutos de la tierra, llevaban consigo provisiones en cantidad suficiente para la duración de la correría. Tal vez disponían de palabras distintas para expediciones guerreras de diversa duración. Ahora bien, los iroqueses y cientos de otras tribus que vivían muy desparramados por los espacios inabarcables de América, no estaban rodeados de instrumentos para determinar el tiempo. Ni de noche ni de día estaban sometidos a una presión uniforme del tiempo, como es característico en hombres de estadios posteriores del proceso civilizatorio, ni a la tensión consecuente de una pauta de autodisciplina que, de día en día, abarcara todos sus impulsos y actividades.

Como ya lo hemos dicho, esto no implica que no tuvieran ninguna autodisciplina, pues esto no sucede, salvo en la primera infancia, a ningún hombre psíquicamente sano. Una cierta confusión mental turba en la actualidad los ojos para contemplar el material disponible. Valdría tal vez la pena entrar brevemente en este problema. No estará de más recordar aquí que el hombre, al contrario de otros animales que conviven en grupos, no posee mecanismos innatos y automáticos para controlar su ira o su angustia frente a las situaciones conflictivas o peligrosas. En lugar de esto, la Naturaleza los ha dotado de la capacidad para controlar estos y otros impulsos, que no funciona de modo automático en relación con un metabolismo interno o un catalizador externo. La capacidad para autodisciplinarse permanece latente, mientras no se activa y desarrolla a través del aprendizaje y ciertas experiencias individuales. La estructuración en la primera infancia de la pauta determinada biológicamente del control de los impulsos, las formas primeras del aprendizaje llevan a la formación de mecanismos de autodisciplina adquiridos, mecanismos socialmente inducidos, que, sobre todo en sociedades más avanzadas, ya no están sujetos a un control consciente y se transforman en una segunda naturaleza. Pero la capacidad no aprendida de inhibir o canalizar según pautas aprendidas los impulsos del organismo más elementales y espontáneos, es una característica peculiar de la especie humana[28].

Una de las carencias fundamentales de muchas escuelas de psicología, en especial la escuela de psicología animal, fundada por Konrad Lorenz, es dejar de lado esta característica exclusiva de la dotación biológica humana. La evolución de una persona humana está caracterizada por un imbricamiento de procesos biológicos y sociales. Procesos de crecimiento naturales y no adquiridos se confunden con procesos de desarrollo aprendidos y relacionados con la experiencia, de tal manera que resulta infructuoso pretender separarlos unos de otros en su fusión resultante. Una psicología naturalista ignora, quizás en su esfuerzo por asegurarse el rango de ciencia natural, que los hombres tienden en su desarrollo un puente sobre el abismo aparentemente infranqueables entre «naturaleza» y «sociedad» y por ende también entre «naturaleza» y «cultura». En consecuencia, las discusiones sobre temas como la autorregulación temporal típica de sociedades más avanzadas, o el problema de la fuerza y el control de la misma en las relaciones humanas prosiguen sin la menor esperanza de solución.

Para muestra valga la polémica sobre la violencia. Para unos, los hombres tendrían un impulso de agresión genéticamente establecido (concepto que, según parece, se ha formado por analogía con el de impulso sexual). Otros, por el contrario, defienden la opinión de que las tendencias agresivas son resultado exclusivo de lo que se denomina «influencias culturales o del entorno». Pocos de los que participan en esta discusión, parecen contemplar la posibilidad de que una pauta de reacción biológica bien conocida y hasta ahora denominada «reacción de alarma», que pone en movimiento al organismo para la guerra o para la huida, en caso de conflicto o peligro, sea en los hombres más plástica y más accesible. La discusión normal sobre la cuestión de la agresividad y sobre muchos temas relacionados deja de lado el juego de contrastes entre afecto y control del afecto, cuya pauta puede variar mucho de una sociedad a otra y, dentro de una misma sociedad, de un individuo a otro.

Los estudiosos de psicología animal que tienen un indiscutible mérito en su especialidad, se olvidan por lo general, sobre todo cuando se aventuran en el campo de la psicología humana, de tomar en cuenta la peculiaridad biológica de la especie humana. La capacidad biológica previamente dada a la que me he referido es un aspecto de esta peculiaridad de modificar y dominar los impulsos y emociones en una forma extremadamente variada y como parte de un proceso de aprendizaje. Así pues, no es suficiente explicar la conducta y sensibilidad particularmente guerrera de algunos grupos humanos, como por ejemplo, los indios norteamericanos, como expresión de una dosis especialmente alta de agresividad innata. Se trataría, en efecto, de un caso entre muchos en que se aclara un hecho por explicar mediante otro que requiere también una aclaración previa. Si en realidad las tribus guerreras de los indios americanos estaban dotadas de un impulso agresivo especialmente fuerte, ¿no estarían también del mismo modo provistas de la capacidad de controlar este impulso? De hecho su pauta social de conducta mostraba formas específicas de una sólida autodisciplina. Como ejemplo, su caso es muy instructivo. No se trataba de una dosis biológica particularmente fuerte de una agresividad innata que fuera causa de sus conflictos bélicos constantes, sino más bien de su incapacidad para dominar y controlar una situación conflictiva que no podían evitar, y para cambiar la correspondiente estructura de la personalidad que mantenía vivo el fuego de sus conflictos guerreros.

Como casi todos los grupos humanos en un estadio primitivo de desarrollo, los indios norteamericanos habían elaborado una pauta social estricta de la conducta y la sensibilidad que requería de autocoacción en ciertas circunstancias. Ahora bien, su modelo de autodisciplina y por ende su actitud social eran en algunos aspectos muy diversos de las estructuras análogas que produce la pauta social en sociedades de estadios posteriores. Como su forma de determinar el tiempo, la autodisciplina que exigía su pauta social era discontinua, puntual y vinculada a ciertas ocasiones, mientras que en otras era más estricta y extrema que cualquier otro modelo de autodisciplina, característico de estadios posteriores de un proceso de civilización. En correspondencia, eran más extremas las pautas de libertad que su pauta social permitía o de hecho exigía en otras ocasiones. Movimientos pendulares relativamente extremos del placer al dolor y viceversa aparecen con bastante frecuencia como características de la pauta social de grupos humanos primitivos y como nota de la pauta social de grupos posteriores, un tipo relativamente más suave y moderado de variaciones entre la limitada autodisciplina y la libertad controlada.

La dirección del cambio aquí señalada de la pauta de autodisciplina de diversas sociedades, no es ajena a la pacificación en avance en el interior, ni al desarrollo de las hordas vagabundas en aldeas de montaña o cercadas, en Ciudades-Estado amuralladas y en Estados territoriales cada vez mayores y más pacificados interiormente, para mencionar solo algunas estaciones del viaje. En todas ellas se encuentran matanzas entre grupos, como medio de eliminar los conflictos y como una institución social tradicional que influye profundamente en la actitud social del hombre. Ahora bien, en muchas sociedades primitivas se topa uno con formas de acciones violentas que los grupos ejercen unos contra otros, como una condición más o menos permanente o incluso dominante de su existencia y, no rara vez, como un modo de vida.

Una imagen bastan te unilateral de las sociedades preestatales surge cuando uno limita sus estudios a algunos territorios más o menos pacificados, como lo han hecho algunos antropólogos sociales. En términos generales, debe uno estar de acuerdo con la nueva concepción de Pierre Clastres, que escribe[29]:

No es posible pensar en las sociedades primitivas (…), sin pensar en la guerra (…). El poder guerrero aparece en el mundo de los primitivos como el medio principal «para mantener a cada grupo» libre e independiente de los demás. La guerra —el mayor impedimento que las sociedades sin Estado opusieron a la máquina unificadora que constituye el Estado— es parte esencial de la sociedad primitiva. Con ello estamos diciendo que toda sociedad primitiva es bélica y, por ende, que es universal la guerra etnográficamente constatada en la multiplicidad infinita de las sociedades primitivas conocidas.

Desde hace mucho tiempo yo también estoy convencido de que los miembros de sociedades preestatales en situación precolonial vivían con un miedo constante de ser objeto de violencia por parte de los otros. Sin embargo, si se mira este hecho desde una perspectiva evolucionista y sociológica, se percibe con mayor claridad que, acompañando a los procesos progresivos de la formación del Estado, se van pacificando poblaciones y regiones interiores cada vez mayores, y que este hecho constituye una diferencia que de verdad mueve al mundo. Ahora bien, aunque esta evolución reforzó en los hombres la aversión a la guerra, no les hizo superar el miedo recíproco de los miembros de diversos Estados a ser violentados por otro Estado más poderoso y verse obligados mediante la amenaza y el uso de la fuerza a someterse a la voluntad del jefe de otro Estado. Todavía no está superado el peligro de la violencia entre diversos grupos humanos. En muchas regiones del mundo, el poderío bélico es algo lejano y ha perdido algo de su antigua omnipresencia. Ya no tenemos que temer que de la oscuridad surja un guerrero enemigo que intente quitamos nuestras propiedades y nuestra vida. Pero aunque la pacificación dentro de los Estados haya avanzado, sigue siendo hoy como ayer bastante incontrolable el temor recíproco y la mutua escalada de las amenazas en las relaciones entre Estados que no están sometidos a un monopolio eficaz de la fuerza. Aún menos controlables resultaban análogas amenazas y miedos en el periodo en que las unidades humanas de supervivencia poseían en buena parte el carácter de sociedades preestatales. Tal vez entenderemos mejor la ubicuidad de la amenaza de guerra entre aquellos hombres que Clastres considera todavía como «primitivos», y que simplemente son hombres en una fase anterior del desarrollo social, si nos damos cuenta de que nosotros mismos todavía vivimos en una fase anterior del desarrollo de la humanidad, a la que podríamos quizás denominar prehistoria de la humanidad en que los hombres son todavía incapaces de reconocer y controlar la dinámica social que empuja a los representantes hegemónicos de distintos Estados a resolver sus conflictos mediante el uso de la fuerza.

Los hombres —escribe Lafitau[30]— que están ociosos en sus aldeas, consideran su actividad como un signo de prestigio que indica a todos que ellos han nacido en realidad solo para las cosas grandes y en especial para la guerra. En efecto, en ella pueden someter su valor a las pruebas más rudas. La guerra les ofrece muchas oportunidades de mostrar bajo la mejor luz sus sentimientos de exaltación.

Lafitau prosigue diciendo que los hombres iroqueses llegarían incluso a ceder sus dos principales ocupaciones (caza y pesca) a las mujeres que, sin esto, tenían que preocuparse de la comida, si no pudieran prepararse para su principal objetivo en la vida y ejercitarlo: asustar a sus enemigos más que cualquier animal salvaje. Ahora bien, sus enemigos tenían ostensiblemente la misma meta. El cuadro que resulta de esta y similares descripciones, es el de una multitud de tribus pequeñas y grandes, todas expuestas a expediciones guerreras recíprocas, todas intentando superarse unas a otras en la brutalidad con que daban muerte a sus víctimas, y en la crueldad exquisita con que martirizaban a sus prisioneros. En realidad estaban ligados por un proceso doble[31], que forzaba a todos los grupos involucrados en él, a una permanente escalada de los medios para perjudicar a los demás, y a meter miedo en el cuerpo a los adversarios para paralizar su resistencia, y librarse del dolor terrible de la tortura que les esperaría, caso de caer en las manos de sus enemigos.

En sociedades situadas en un grado muy primitivo de evolución social, se topa uno ya con una relación entre los grupos y una escalada del terror, muy emparentada mutatis mutandis, por su estructura, con la escalada del terror en las relaciones interestatales de la época de las armas nucleares. De hecho, no hay mucho margen de elección entre los tormentos que los hombres amenazan con infligirse mutuamente, como efecto de la contaminación radiactiva, y entre la muerte lenta y dolorosa tras una guerra atómica, y las torturas que los indios norteamericanos, en el culmen de su independencia, se conminaban recíprocamente. La diferencia consiste en que la estructura de la personalidad en la gran mayoría de los hombres que conviven en tales sociedades estatales, de las que parte la amenaza recíproca del aniquilamiento, el asesinato en masa y el envenenamiento masivo de una guerra nuclear, se orienta por completo a actividades pacíficas y está regulada por una retícula temporal finamente dividida, que, por así decirlo, tiene su contrapartida en la conciencia del individuo, en una pauta de autodisciplina que está vinculada estrechamente con una conciencia del fluir del tiempo.

Así pues, un guerrero indio tiene una pauta de autodisciplina por completo distinta. Ante todo, para mencionar solo un punto, toda su vida, al menos durante su edad madura, está plenamente consagrada a la guerra. Pero precisamente por ello, queda de relieve con peculiar claridad el carácter doble del destino y la estructura de la personalidad de hombres que están ocupados en preparar la guerra. Ya me he referido a ello. Tales hombres han de pagar un alto precio por el enorme placer que puedan experimentar por la matanza cruel y buscada de sus prisioneros, que les ha prometido su modelo social. No solo deben contar con que otros les pueden torturar con igual sevicia, si, desafortunados, fracasan en alguna de sus correrías bélicas. Más aún, deben estar preparados para esta eventualidad desde la infancia. Al parecer, según el código de honor común a todas estas tribus que, en virtud del peligro de ataques y asaltos mutuos, son independientes, para un guerrero resulta deshonroso manifestar siquiera sea un poco su dolor cuando es torturado. Una tal conducta deshonraría a su tribu. Por ello cada tribu se esfuerza al máximo para preparar desde muy pronto a sus miembros masculinos, e incluso femeninos, a esta eventualidad de que su muerte sea extremadamente dolorosa, en cuyo caso sería deshonroso que demostraran de alguna manera el sufrimiento.

Lafitau cuenta que ya los niños de cinco años juegan a apretar entre las manos una brasa de carbón, para ver si son capaces de soportar el dolor que exige su modelo social. La mayor parte de las torturas que se infligen entre sí, las producen por el fuego. Atan a un prisionero al poste de los tormentos y empiezan por quemarle las extremidades inferiores con trozos de metal. Es posible que le arranquen las uñas y le corten uno o dos dedos de los pies, que introducen en las pipas o asan y consumen. Si mientras queman o arrancar la carne del cuerpo vivo, dan con un nervio, es posible que tiren de él y lo retuerzan para aumentar el dolor del prisionero y, en consecuencia, su propio placer. Como es natural, no todos son capaces de soportar estas torturas en silencio. Sin embargo, algunos cantan de una manera heroica que recuerda a Lafitau, la tenacidad de los primeros mártires cristianos, las canciones de su pueblo o los cantos de las hazañas de sus propios héroes. Cabe que irriten y provoquen a los verdugos que los rodean, comentándoles cómo podrían atormentarlos con mayor saña y describiendo un arte superior de martirizar. Tras algunas horas, cesa el vocerío, se permite al prisionero que se eche y descanse un poco. Después la tribu victoriosa prosigue torturándolo, quemándole miembro tras miembro y destrozándolo en pedazos. Tras uno o dos días, no quedará mucho del prisionero y se le asestará el golpe mortal.

Entre los hombres que han crecido en los Estados euroamericanos muy complejos e interiormente pacificados, habrá apenas quienes sean capaces de matar a otros hombres de esta manera dolorosa y lenta, sintiendo placer, o toleren en silencio tal muerte. De hecho Lafitau apunta que solo pocos franceses e ingleses que los indios tomaron prisioneros y los sometieron a ese tipo de tortura, pudieron soportar el sufrimiento con el estoicismo de los indios. Asimismo, probablemente haya pocos miembros de las sociedades euroamericanas tan complejas que puedan imaginar que sea posible experimentar los niveles naturales y sociales del mundo en que viven, sin un aguzado sentido del tiempo, sin referirse a relojes y calendarios que les sirven de instrumentos para regularse y disciplinarse a sí mismos. Ahora bien, hoy en día, no está claro que uno se encuentra con el estrato social de la personalidad individual cuando penetra en este mobiliario fijo de la persona. Al parecer, tales estructuras están tan enraizadas, que se imponen casi como parte de la Naturaleza. Dígase lo mismo de la repulsión ordinaria ante la manera en que los indios mataban a los prisioneros. En efecto, esta reacción que pudiera considerarse como parte original de la persona o de la naturaleza humana en cuanto tal, no es en realidad más que un producto de la educación, no de la Naturaleza.

No sucede otra cosa con lo que sentimos frente al salvajismo de los primitivos. Resulta sin duda atractivo clasificar —y según se pretende, explicar— el placer cruel de muchas tribus indígenas ante las torturas como una forma de sadismo, en términos psiquiátricos o biológicos, como expresión de una agresividad innata. Pero sin éxito, pues se aplica un explanandum mediante otro. Vista superficialmente, la tortura de los presos parecería una sencilla y espontánea manifestación de los instintos. Examinado el hecho en profundidad, se trata de un rito estrictamente protocolizado. El consejo de ancianos ha determinado en secreto qué prisioneros han de ser sometidos a la tortura y a la muerte y quiénes deben ser destinados a sobrevivir y llenar el vacío en una familia que, en la batalla, ha perdido a alguno de sus miembros. A menudo se deja a los prisioneros una cierta libertad e intencionadamente se les engaña acerca de su final, antes de llevarlos a la picota. Se trata del modelo social de unos grupos humanos tan sencillos como estos, que permite u ordena un placer mayor en el tormento de los demás y una mayor autodisciplina cuando uno es torturado. Visto el conjunto, puede afirmarse que casi todas las sociedades de estadios primitivos imponen a sus miembros, en parte a través de su modelo social, formas muy estrictas de autodisciplina, y que al mismo tiempo, aunque en raras ocasiones, su modelo social permite o incluso promueve formas de placer relativamente salvajes y desinhibidas, comparadas con las nuestras. Lo que en primer término nos interesa aclarar no es la conducta o la experiencia individual por sí mismas, sino la pauta social que influye en el comportamiento y la sensibilidad individuales; esto es, la estructura social de la personalidad a partir de la cual se conforma una personalidad individual más o menos poco diferenciada y variada.