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Una razón del alto nivel de inseguridad en el saber y, por ende, en la vida de los hombres, característico de una sociedad de tipo primitivo, está en el nivel de síntesis relativamente bajo de sus símbolos conceptuales. Los miembros de sociedades de un tipo posterior no se dan entera cuenta, por lo general, de que tratan rutinariamente con símbolos conceptuales de un nivel de síntesis muy elevado, a los cuales pertenece el símbolo conceptual del tiempo.

En la actualidad, es habitual hablar en estos casos de «abstracciones» y no de «síntesis» de alto nivel. No es, empero, del todo claro el significado de la palabra «abstracción», como tampoco de los conceptos contrapuestos «abstracto-concreto». Ya he aludido a la dificultad de saber de dónde se abstrae el «tiempo». ¿Se abstrae de los actos de mirar el reloj que millones de hombres hacen en el mundo? Pero estos hombres responderían a esta pregunta, diciendo que querrían saber de qué tiempo se trata. Y el concepto «naturaleza», ¿ha sido abstraído de las múltiples observaciones sobre los fenómenos naturales? Sean cuales fueren las respuestas a estas preguntas, los símbolos conceptuales tales como «tiempo», «naturaleza», «causa», «sustancia», representan síntesis de un nivel muy alto.

Para entender todo esto, necesitamos quizá un contraste, que nos puede proporcionar otra vez Pfeil Gottes de Achebe. Ezelu, el sumo sacerdote, ha sido citado ante el comisario británico de distrito, cuyo despacho y residencia estaban situados en una aldea vecina. Como no se encontró allí a la hora debida, al comisario, tocado desde el principio por una enfermedad grave e irritado por ello, se le ocurrió mandar encerrar al sacerdote fetichista en un puesto de guardia, que servía como cárcel, para que aprendiese a comportarse. Entretanto, él mismo, aquejado de elevada fiebre, era ingresado en un hospital; ello dio lugar a que los indígenas que vivían en Gouvernment Hill interpretasen la enfermedad como un acto de venganza del sacerdote encarcelado y como una prueba de su poder. En consecuencia, Ezelu fue muy bien tratado, pese a que él se sentía molesto. El cielo sobre su prisión le parecía extraño. ¿Cómo podría ser de otro modo?, se decía. «Toda tierra (cada aldea) tiene su propio cielo».

Hoy en día, los niños de muchas sociedades aprenden como parte de su acervo de saber social, que lo que se ve como cielo en la actualidad, se designa como «el espacio», es el espacio en que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Es el mismo en uno u otro lugar de la Tierra. Una imagen general de la Tierra que se mueve alrededor del Sol, en el espacio, constituye una síntesis de un nivel relativamente alto y es el resultado de muchas observaciones parciales y de numerosas síntesis previas, menos amplias. Representa asimismo una síntesis que, en términos comparativos, coincide mucho con la realidad. Es muy fácil vivir así el mundo para hombres que han crecido con las figuras conceptuales de una síntesis de alto nivel tan realista.

Pero precisamente por ello, tiende a olvidar y a no interesarse en saber que, en las dimensiones humanas, el ascenso a este nivel de síntesis fue un proceso inmenso y difícil que duró muchos milenios.

Ahora bien, no es más fácil percibir el mundo con conceptos de un nivel de síntesis alto, para hombres de sociedades posteriores, porque sean más inteligentes o «mejores» (en cualquier otro sentido), sino simple y sencillamente porque son posteriores, porque han nacido en una fase posterior de una larga cadena de sociedades, en cuya secuencia se fue incrementando el saber social, sin que nadie lo planease. De este modo, sin participación suya propia, se aprovechan de los resultados consolidados de un incremento constante del saber. Frutos que no estaban a la disposición de hombres de sociedades más primitivas que vivieron en el pasado, y tampoco lo están para los miembros de sociedades primitivas que viven en el presente. Arriba he hecho mención del caso del inspector escalar de una reserva india en los Estados Unidos, que comentaba con gesto de perplejidad que los indios no tenían palabra para designar el «tiempo», aunque de ninguna manera era mérito suyo el disponer de símbolos de alto nivel de síntesis, como el concepto «tiempo». Y mucho menos era un síntoma de una carencia esencial que los indios, si bien usaban indudablemente ciertos medios de determinar el tiempo según las exigencias de su vida, no poseyeran un concepto global para el tiempo.

Miembros de sociedades que, como beati possidentes de una herencia cultural rica, disfrutaban de numerosas concreciones conceptuales de un nivel alto de síntesis, han intentado durante muchos milenios y en vano, seguir el rastro de lo que imaginaban como enigma de esta posesión. Ya en la Antigüedad, hombres como Agustín, cavilaban sobre el tiempo. Kant encontró, casi medio milenio más tarde, muchos admiradores de la hipótesis según la cual el tiempo y el espacio eran concreciones de una síntesis intelectual a priori, lo cual dicho sin elaboración, quiere decir que esta forma de la síntesis es una parte de la naturaleza humana o es innata. Se trataba, como seguramente lo verá el lector, de un caso clásico de olvido del pasado y de descuido del proceso global del saber que ha conducido a esa fase, a ese nivel de síntesis.

Así pues, resulta de utilidad conocer el modo de experiencia humana en una fase de desarrollo, en que ellos todavía no experimentaban como nosotros el tiempo y el espacio al mismo nivel de síntesis, como algo unitario por completo, y reconstruirlo para entenderlo. No es demasiado difícil comprender que, para hombres que miraban una multitud de detalles en el conjunto del paisaje, al cual también pertenecía el cielo, este mismo fuera una parte del escenario de su aldea natal y que, por consiguiente, ese cielo pudiera ser notablemente diferente del de otra aldea. Dicho en breves palabras, en este estadio, el propio grupo, y, dado el caso, la propia aldea constituía el cuadro primario de referencia de la experiencia humana de lo que hoy llamamos universo.

Con toda probabilidad, también la aparición de la luna nueva era vivida en un estadio anterior, con el interés no reflexionado de un gran compromiso, como una visita de la Luna al grupo y al lugar propios. Aunque la historia de Achebe sea inventada, presenta una comprensión profunda de todos estos aspectos. Nos narra que, durante la ausencia de Ezelu, su hijo menor se preocupaba en su casa, porque sabía que su padre estaba acostumbrado a saludar a la luna nueva, y que la luna nueva, por su parte, también estaba habituada a que su padre la saludase[34]:

¿Qué pasaría con la Luna? Sabía que su padre la esperaba, antes de marchar. ¿Lo seguiría hasta Okperi o lo esperaría a que volviese? Y si apareciese en Okperi, ¿con qué gong de metal le daría la bienvenida? (…). La mejor solución era que la Luna esperase a su vuelta, el día de mañana.

A primera vista, la preocupación del joven puede parecer producto de la imaginación poética del escritor. O en el mejor de los casos, una muestra admirable de una mentalidad extraña. En realidad, dan una imagen gráfica y auténtica de una fase primitiva en el desarrollo de la experiencia humana de la «naturaleza» y el «tiempo». Sigue siendo una cuestión abierta en qué estadio del proceso del saber, los hombres llegaron a comunicarse entre sí, con símbolos conceptuales que expresaban sin ambigüedad que la Luna y el cielo, con ciertas diferencias establecidas, eran los mismos en todas partes.

Mientras no existen imágenes de contraste, resulta difícil percibir en su completa peculiaridad, la experiencia propia del tiempo o de la Naturaleza. En este caso, no es fácil reconocer que uno está acostumbrado a una forma muy integrada y unitaria de determinar el tiempo. Y sin embargo, cae de su peso. Las unidades de determinación del tiempo —minutos, horas y años—, imbricadas unas en otras, pueden aplicarse, como es bien sabido, al pasar un huevo por agua, al tráfico aéreo mundial, a los procesos vitales de un hombre, al desarrollo de las sociedades estatales, a la aparición y desvanecimiento de las estrellas y galaxias o al origen y desaparición de todo el Universo.

Es propio de una síntesis de determinación del tiempo de bajo nivel, que un sacerdote pueda rehusar hacer el anuncio del tiempo de la cosecha, porque su dios no le ha revelado cuándo vendrá. El nuevo año se queda en un compás de espera; la aldea sigue «cerrada en el año viejo», por decirlo con la feliz frase de Achebe. La actividad específica de regulación que nosotros llamamos «determinar el tiempo», está todavía entretejida en este caso con la visión del mundo como sociedad de espíritus. Las relaciones entre hombres y aquello que denominamos «naturaleza», posee un carácter más personal que en los estadios posteriores. Nuestro conocimiento tiene todavía demasiadas lagunas para que podamos afirmar cuándo y dónde empezaron los hombres por primera vez a distinguir con mayor claridad y seguridad entre el orden impersonal de la Naturaleza y el orden social de los hombres. Sin embargo, es sabido que un salto en este sentido se dio en la antigua Grecia.

Allí quedó establecido por un tiempo entre personas cultas la diferencia entre lo que pertenecía al campo de las leyes y lo que caía en el terreno de la Naturaleza. Asimismo aparece, tal vez por primera vez, en la mitología griega un dios del tiempo. El nombre del antiguo dios Cronos era una de las expresiones para el «tiempo». Es posible que para el desarrollo de la determinación humana del tiempo carezca casi de importancia que un dios diera su nombre a un concepto. En todo caso, ha de afirmarse con certeza que la actividad de determinar el tiempo y el concepto del tiempo no deben considerarse de manera aislada, pues pertenecen indivisiblemente a una imagen global que los hombres poseen acerca de su mundo y de las circunstancias en que viven.

En un periodo en que las cadenas de interdependencia, sobre todo en el sector económico y militar, se hacen muy largas y en algunos casos llegan a abarcar a todo el mundo, es obvio que el tiempo representa una síntesis de un nivel superior al que era posible en los Estados-Aldea que constituían la principal unidad de supervivencia y el supremo nivel de integración efectiva. En el tiempo de Ezelu, estos Estados ya no eran totalmente autárquicos y el mercado ya estaba plenamente consolidado. Sin embargo, las familias se proveían todavía y en su mayor parte de alimentos producidos por ellos mismos. Era elevado el grado de autoabastecimiento y autarquía en las aldeas de los Ibo de que nos habla Achebe; se vinculaban con el exterior con unas cuantas cadenas de interdependencia, muy escasas y muy cortas. Los cerillos, símbolo temprano del comercio exterior, eran todavía un lujo o ni siquiera eran utilizados. Los aldeanos dependían de sí mismos para todo cuando se refería a su supervivencia física, su defensa mutua, contra los cazadores de esclavos u otros extranjeros. El cambio sobrevino cuando fueron sometidos al régimen colonial, que significó al mismo tiempo un paso para su integración a un nivel superior y un peldaño en la escala del proceso de formación del Estado. Este grado relativamente elevado de independencia militar y económica encontró su expresión en una experiencia del tiempo localizada y se expresó en modos de experiencia como la percepción de la luna nueva, como una especie de visitante en la propia aldea, o la vivencia de un dios aldeano que, por razones personales y solo en esa aldea, no permitía que el año viejo muriese y lo sustituyese el nuevo.