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Podríamos remontamos más atrás para ver en su auténtica perspectiva el modo en que se desarrollaron la determinación del tiempo y las unidades de medida del mismo. De hecho, esta evolución no tiene fin o, mejor dicho, principio. En el continuum en devenir fluyente, cuyas transformaciones evolutivas son muchas —que apenas se conocen y entienden— encontraremos un punto de anclaje, si, como hipótesis de trabajo, imaginamos el escenario de un comienzo. Finjamos, pues, un grupo humano cuyos miembros poseen, en virtud de su dotación biológica, el mismo potencial que nosotros para comunicarse mediante signos comunes y señales que no son innatas, sino representaciones simbólicas de todo aquello que vivimos y que, aprendidas como tales, son mejoradas y enriquecidas de generación en generación, pero no han sido recibidas como herencia de una generación anterior. En otras palabras, en nuestra ficción, el grupo humano no ha recibido de sus ancestros ningún conocimiento ni, por ende, algún concepto. Se trata de un modelo «tipo Rubicón». Se llega por la ruptura biológica a un nuevo plano donde los organismos son capaces de convertir sus propias señales en el principal medio de comunicación con los demás. Aparece entonces una quinta dimensión del universo cuatridimensional hasta aquí existente. Ha dado comienzo la aventura humana específica que crea un universo social donde los hombres se comunican mediante símbolos hechos por ellos, que pueden aprenderse, mejorarse y aumentarse. Es cierto que no disponen todavía de ningún símbolo de este tipo y que sus padres no les han transmitido ningún instrumento conceptual para relacionar los sucesos. No poseen, en consecuencia, ningún medio para distinguir los sucesos; no conocen ningún «objeto» en el sentido que nosotros damos a esta palabra, sino que tienen que empezar de cero, ab ovo.
Al condensar en una situación puntual un proceso que en realidad ha durado millones de años y que, por tanto, es una evolución gradual, podemos prescindir de momento de todas las complejas cuestiones vinculadas con este largo proceso de transformaciones sociobiológicas y plantear los problemas de los cambios sociosimbólicos dentro de un marco biológico que, en sí mismo, es inalterable o, al menos, de lentísima modificación, comparado con el continuum social en devenir. Sería, en todo caso, más fácil preguntar qué conjuntos de acontecimientos que hoy en día se afirman como obvios, podrían haberse concretado sin un conocimiento previo. ¿Es acaso posible por ejemplo que los hombres, empezando de cero, elaborasen, en algunas generaciones, signos mediatos (palabras, pongamos por caso) que expresan un concepto relacional de alto nivel sintético, sobre cuya posesión los filósofos elucubran tanto y con tanto gusto, y entre los cuales se encuentran conceptos tales como «causa y efecto», «naturaleza y leyes naturales», «sustancia», «tiempo y espacio»?
Miembros de grupos que al principio no disponían de concepto, tienen el mismo potencial biológico completo para sintetizar que los hombres actuales; poseen la misma facultad para relacionar los sucesos percibidos, si bien no saben cómo vincular los acontecimientos. Deben, por tanto, someter a ulteriores elaboraciones los símbolos de ciertos nexos. Aquellos individuos no carecían de la facultad para aprender y comunicarse unos a otros las señales aprendidas y todas las representaciones simbólicas de las experiencias posibles, para no hablar de los signos innatos y más bien residuales, tales como la risa, el llanto, los suspiros y otros gestos corporales de base innata que juegan un papel como medio de comunicación tanto más importante, cuanto más lejos va uno en la escala evolutiva. Pero, repitámoslo, no tienen más que la capacidad. No hay nadie de quién aprender. Desde un punto de vista biológico, ya se ha pasado el Rubicón. Son hombres en el pleno sentido de la palabra, pero no poseen conceptos; son una tabula rasa. Todo saber que adquieran, toda señal aprendida que desplieguen —a tenor de nuestra hipótesis—, los elaborarán siguiendo sus propias experiencias. ¿Experimentan ellos de un modo automático conjuntos de acontecimientos en forma de secuencias temporales recurrentes o únicas? Guiados por un dato apriorístico de su «razón», ¿los hombres experimentarían sin más todos y cada uno de los acontecimientos como secuencias temporales, sin haber desarrollado previamente una unidad para medir el tiempo o sin elaborarla enseguida, basándose en sus experiencias del momento? Y si no aquí y ahora, ¿hasta dónde habrían llegado en el decurso de una generación?