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No empleamos aquí de una manera aproximada la expresión tabula rasa, que tuvo papel preponderante en las largas discusiones sobre las ideas innatas en el hombre. Dado que, en la experiencia y en el concepto, el tiempo se considera habitualmente como una especie de idea innata, sería útil reflexionar aquí sobre un grupo humano inicial que no tiene un saber previo ni conoce el concepto de tiempo. Representaciones de ideas innatas concretas se introducen subrepticiamente en las discusiones sobre la «razón» o el «lenguaje» humanos. Las expresiones cambian y las hay para todos los gustos: «a priori», «condiciones inmutables de la experiencia humana», «estructura profunda del lenguaje», «leyes eternas del pensar o de la lógica». Sus defensores no se dan cuenta a menudo que están hablando de estructuras biológicas innatas del ser humano, cuando consideran las estructuras específicas del pensamiento y el lenguaje de que se ocupan como rasgos no aprendidos, comunes al género humano e independientes del saber social. Pero ¿qué otra posibilidad cabría? En efecto, es imposible afirmar que una idea o concepto es a priori, esto es, una propiedad inalterable de la existencia o la razón humanas, una categoría eterna anterior a toda experiencia humana no aprendida y universal, y negar que sea innato.
La hipótesis de un grupo humano inicial que no poseyera conceptos, ayudaría a iluminar la cuestión e ilustraría la siguiente pregunta: ¿cómo experimentarían el mundo hombres con la misma dotación biológica que nosotros, si no les hubiera sido transmitido ningún conocimiento y en particular ningún conocimiento conceptual, resultado de un proceso previo de varias generaciones, en el que la experiencia y la formación de conceptos se han fecundado, confrontado y mezclado de manera continuada? ¿Habrían sido capaces de relacionar de repente los acontecimientos, utilizando los conceptos de tiempo o de causalidad mecánica?
Se capta enseguida la diferencia entre esta hipótesis y otra de tipo cartesiano. En esta, un yo individual, en apariencia atemporal, plenamente aislado del mundo, medita en su propia «razón». Intenta liberar su «espíritu» de todas las experiencias, de todos los conceptos aprendidos, que podrían ser ilusorios. Así pues, lo que al final le queda es una tabula rasa intelectual, por cuanto ha desaparecido todo lo que se adquirió por experiencia, todo el saber y, por consiguiente, todos los conceptos aprendidos de los demás hombres. «La razón», según esta concepción, es una especie de vaso inmutable cuyo contenido puede vaciarse, totalmente idéntico en todos los hombres. Muchos filósofos han seguido las huellas de Descartes, adoptado y ampliado esta hipótesis. Lo que no han hecho es distinguir con suficiente claridad entre el potencial universal para sintetizar, propio de todos los hombres, entre la capacidad humana de establecer nexos y la suposición de que «el hombre» por naturaleza, es decir, sin aprenderlo, está provisto de una facultad para relacionar los acontecimientos de un modo muy específico, con ideas o conceptos innatos, tales como «causa», «sustancia» o «tiempo». Y así presentan estos conceptos como síntoma de una síntesis innata que obliga a los hombres a relacionar los acontecimientos de una manera específica e independiente de todo conocimiento o experiencia. Gracias a ello, parecen ser una condición predeterminada e inalterable de toda experiencia humana a través de los tiempos.
Lo insuficiente de esta hipótesis queda de manifiesto cuando reflexionamos en lo que un hombre hace de verdad. Según esto, en su meditación, penetra para sí mismo en un estrato de su pensamiento que, siguiendo un dogma de su tiempo, considera no aprendido e independiente de la experiencia propia y de los demás. Pero al hacerlo, emplea un arsenal inmenso de saber aprendido, incluidos los conceptos. Al descender a las profundidades trascendentales de su pensamiento, encuentra y saca a la luz una parte de aquella dotación conceptual que otros le alcanzaron y de la cual se sirve para su «viaje a la interioridad». En otras palabras, interpreta como rasgos innatos: del pensamiento, propio primero y de todos después, conceptos que pertenecen al repertorio estable del lenguaje y el saber de su tiempo, pero no de todos los tiempos, y que precisamente en esta forma son resultado de los esfuerzos prácticos y teóricos de una larga cadena de generaciones.
Así Kant, como representante de una etapa en el viaje de la humanidad, había aprendido a usar el concepto «tiempo» con el significado que, en aquella fase, le otorgó sobre todo el progreso de la Física y la técnica, para descubrir —¡oh sorpresa!— que este concepto era en sí mismo una forma innata del conocimiento suyo particular y «del hombre en cuanto tal». Partiendo de su propia experiencia consigo mismo, sacó la precipitada conclusión de que su experiencia y su concepto de tiempo debían ser una condición inalterable de la experiencia humana como tal, sin parar mientes en que esta hipótesis puede comprobarse e investigar si es verdad que los hombres tienen o tuvieron, siempre y en todas partes, un concepto de tiempo del mismo nivel de síntesis, concepto que Kant por su parte declaraba como condición permanente de toda experiencia humana[13].
O veamos el caso de Descartes: tras exponer en el lenguaje filosófico muy sofisticado de su tiempo, compendió su hallazgo en la famosa frase latina Cogito, ergo sum, con la cual daba a entender que todas las representaciones eran dudosas, salvo su propio pensamiento y su propia existencia. ¡Y qué duda cabe que todo esto se presentó en latín y en francés y que fue pensado con ayuda de una tradición intelectual que, junto con estas lenguas, otros habían transmitido a Descartes! Así pues, él obtuvo de lo que había aprendido de otros, incluso el instrumental que le llevó a descubrir «en sí mismo» algo que, a sus ojos, no procedía de «fuera» y, por consiguiente, de ninguna manera podía ser ilusorio. Ahora bien, cuando se puede poner en duda todo cuanto se ha aprendido de otros y que, por tanto, es una experiencia de «fuera», ¿no será también una ilusión el lenguaje que otros nos han transmitido y aun esos mismos de quien uno lo ha aprendido? La duda metódica de Descartes no ha sido bastante radical. Se detuvo en el punto preciso en que podría haber derribado la fe axiomática del filósofo en la independencia y autonomía absolutas de la «razón», como prueba en apariencia definitiva de su propia existencia. Es manifiesto que toda la cuestión cambia cuando prosigue uno, en este punto, con las preguntas.