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Uno de los puntos decisivos en el desarrollo de la determinación del tiempo fue el desgajamiento de una forma de determinar el tiempo centrada en la Naturaleza de la manera más antigua de determinación basada en el hombre, que, sin embargo, no se realizó de un modo repentino, sino que fue el resultado de un proceso largo y lento. El mismo Ptolomeo cuya obra compendió y sintetizó todo el conocimiento astronómico heredado de las sociedades antiguas más desarrolladas del Próximo Oriente y del Mediterráneo oriental no distinguió con tanta nitidez como nosotros el día de hoy, entre las regularidades y relaciones inmanentes en los movimientos de los astros y su significación como indicadores del destino humano. Escribió un tratado tanto de astrología como de astronomía, pues a sus ojos, como para sus contemporáneos, eran manifiestamente complementarias. Estudios sobre las posiciones y movimientos de los astros estaban todavía muy relacionados con investigaciones acerca del significado de estos movimientos para los hombres. «Naturaleza» y «humanidad», «objetos» y «sujetos» todavía no aparecían como dos zonas del mundo existencialmente separadas. También en el marco común de pensamiento de los escolásticos medievales, faltaba la idea de tal abismo existencial. Cuando hablaban de «naturaleza», significaban un aspecto de la creación jerárquica de Dios, dentro de la cual, los hombres disfrutaban de un alto rango y valor. Pero abarcaba al mismo tiempo animales, plantas, Sol, Luna y estrellas. Los astros más cerca de Dios y, por consiguiente, sin fallo ni reproche, tenían movimientos inmaculados y circulares. A los cuerpos terrestres cuyo movimiento puede ser alterado artificial mente por el hombre o el animal, se les atribuyó una tendencia innata que los hacía volver a su lugar «natural», lugar del reposo destinado para ellos en la creación divina. El empleo coherente de un marco de referencia teocéntrico obligó a los hombres a enfocar el problema de la «naturaleza» y, por ende, también, en última instancia, los movimientos físicos, mediante conceptos que estaban cortados para captar los fines que Dios había infundido a todas sus criaturas y a los cuales, por razón de su creación debían tender. El concepto de un universo teocéntrico llevó a la construcción de conceptos teleológicos. Por consiguiente, el significado del concepto «naturaleza», tal como lo usaron Aristóteles y los escolásticos medievales, no coincidía con el que se impuso, cuando el marco de referencia teocéntrico y las instituciones sociales que lo apoyaban perdieron la hegemonía.

El sentido del concepto «tiempo» asimismo se modificó. El estudio de secuencias físicas por sí mismas y una forma coherente y «centrada en la Naturaleza» de determinar el tiempo fueron imponiéndose a partir de Galileo. Aunque este nunca abandonó la fe en un universo teocéntrico renunció en la investigación de problemas tales como la trayectoria de las balas de cañón o la velocidad de caída de los cuerpos, al concepto de «naturaleza» que esa fe determinaba. No por mucho tiempo, trabajó con el concepto de un lugar «natural» hacia el cual tendían las unidades inanimadas, o con la diferenciación entre un movimiento «natural» (dado por Dios) y otro violento (provocado por los hombres, por ejemplo), que también tuvo el sello de un marco de referencia teocéntrico. En lugar de esto, se esforzó por descubrir las regularidades inmanentes de los nexos observables entre sucesos, regularidades que, de manera inexplicada, se podían formular con ecuaciones matemáticas y, así formuladas, adquirían a los ojos humanos la categoría de leyes eternas que servían de fundamento a todos los cambios observables de la «naturaleza».

De este modo se impuso más aún la búsqueda de algo duradero, inmutable y eterno tras el curso siempre cambiante de los acontecimientos perceptibles. Como símbolo de lo que siempre permanece igual, aunque el mundo se transformara cuanto quisiera, «Dios» fue sustituido por las «leyes de la Naturaleza» y un nuevo concepto de «tiempo» como una invariante cuantificable e ilimitadamente repetible de las «leyes de la Naturaleza», se desgajó del concepto de tiempo, centrado en el hombre y en Dios, que fue, un día, relativamente unitario[18]. Al igual que la «naturaleza», el tiempo fue matematizado cada vez más. Formó una serie con conceptos tales como peso, distancia espacial, independientemente del «tiempo del día», de la semana, del mes o año. Los hombres se acostumbraron a hablar en sus estudios científicos de que medían el «tiempo», sin que se les ocurriera investigar los datos observables a que se refería ese concepto, aunque el «tiempo» en cuanto tal no es visible ni tangible y por ende, ni observable ni medible, y por ello ni se extiende ni se contrae.