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El cuadro diferente que hemos propuesto aquí pone de manifiesto las contradicciones ocultas de la antigua hipótesis. Al elucubrar con la hipótesis de la tabula rasa de un grupo humano, que carece de todo saber previo recibido de otros, ¿se mantendría en todo caso que estos hombres que empiezan en un imaginario punto cero, son capaces enseguida, en virtud de un don de su «razón» no cultivada y de una condición universal del «espíritu» humano, de relacionar acontecimientos y vaciarlos en conceptos en una forma a la que se alude con expresiones tales como «pensar» o «antes de cualquier experiencia»? Y más aún, cuando en lugar de un individuo aislado se toma un grupo humano como punto de partida hipotético, una regularidad como el principio de identidad que se presenta no solo como eterna «ley de la Lógica», sino tal vez también como accesorio de la «razón» humana individual, ¿no está simplemente en función de los esfuerzos de los hombres por dar otras señales que ellos mismos entienden?
Si uno quiere representarse vívidamente la experiencia de unos hombres a quienes falta todo acervo de conocimientos, ha de tener en cuenta que ellos estarían en alto grado urgidos por las necesidades elementales del momento que exigían satisfacción. Su potencial humano de síntesis, su capacidad para aprender los nexos entre acontecimientos, se realizaría casi exclusivamente para servir a estas exigencias. Sus necesidades e impulsos determinarían en gran medida lo que estos hombres hacían y cuándo lo efectuaban y, por consiguiente, también en qué grado tenían necesidad de determinar el tiempo. Ya solo por esta razón, su experiencia de la serie de eventos es muy distinta de la que resulta del concepto de «tiempo». Aunque forcemos mucho nuestra fantasía, no imaginamos cómo estos hombres estarían en condiciones, de un modo súbito, con ayuda de la limitada experiencia de una generación, de construir aquel tipo de conceptos relativamente desinteresados e impersonales, de un alto nivel de síntesis, a los que pertenece el concepto «tiempo».
Sobre todo si pensamos que estaban fuera de su alcance conceptos de un nivel inferior de síntesis, tales como «luna», «estrella», «árbol» o «lobo». Considérese uno de estos conceptos y reflexionemos sobre el amplio conocimiento que está contenido, de un modo implícito, en el uso actual de la palabra «lobo». Supone conocer que el lobo es un animal, un mamífero, nacido de una loba, que ha sido joven, ha madurado y se ha vuelto viejo y que morirá, en una secuencia regular e inalterable. Cuando quien participa de este continuum cultural percibe una forma que define como «lobo», pone en juego de un modo automático todos estos conocimientos. Hay un hombre que ha aprendido esta acepción de la palabra, una seguridad provisional casi absoluta de que un lobo no se transformará en hombre y viceversa. Ni este conocimiento ni esta seguridad estaban a disposición de hombres que no son usufructuarios de la herencia de un largo continuum del conocimiento y del aprendizaje: Basta con pensar en cuánto tiempo han necesitado los hombres para llegar a certezas de este tipo: ¿hace tres siglos o menos que en Europa ha desaparecido la creencia en el hombre lobo? ¿Cómo de firme e indiscutible es, hoy en día, la certeza de que el hombre lobo es una creación de la fantasía? A lo más que podemos llegar es a afirmar que esta certeza es cada vez mayor. En todo caso, el significado de un concepto como «lobo» no se entiende, si se considera como algo aislado, ya que se ve afectado por el nivel global alcanzado por la sociedad en que es utilizado.
Con este ejemplo queda también ilustrada la manera en que los progresos del conocimiento influyen en el concepto de «tiempo». En efecto, el conocimiento incipiente de la inmutable continuidad de los nexos de sucesión en el caso de organismos como los lobos, añade una medida temporal más a los tipos hasta ahora habituales: un organismo, sobre todo si es humano, es considerado como un continuum en devenir muy específico que llena la distancia entre el nacimiento y la muerte, con sus regularidades inmanentes y su autonomía relativa. Deberíamos tal vez mencionar lo específico y la autonomía relativa de los procesos a que se refiere esta medida de la edad, el llamado «tiempo biológico», cuando discutimos la afirmación de Einstein, según la cual los hombres que volviesen de un imaginario viaje al espacio, encontrarían que sus amigos de la Tierra han envejecido, mientras ellos no.
O examinemos el concepto «luna». Para hombres cuya imaginación se mueve dentro de un acervo cultural amplio, sería difícil pensar que alguien, tras algunos días de observación, no reconociera que lo que aparece en el cielo, a veces en forma de hoz, de barco, y otras en forma de rostro amarillo y rotundo, es una y la misma cosa. ¿Sería imaginable que un grupo de nuestros ancestros, que de repente asciende de un estadio prehumano a uno humano, sin ningún conocimiento previo, fuera capaz de construir enseguida la idea de que la luz tenue y oblonga, que ellos veían en el firmamento hacía poco, es lo mismo que el gran rostro redondo que ven en este mismo instante? ¿Habrían estado, siquiera sea respecto de un objeto singular, en condiciones de realizar automáticamente una síntesis y elaborar enseguida una señal unitaria, un concepto integrado como «luna», para estas luces del cielo de distinta forma? ¿Por qué y cuándo interesó a los hombres hacerse la pregunta de si la señal luminosa percibida la noche anterior y la que ven hoy, es una y la misma cosa?
En la actualidad, el concepto «luna» parece evidente y es fácil imaginamos que podríamos formarlo, abriendo simplemente los ojos y mirando la luz en el cielo nocturno. La hipótesis de un grupo humano que no tiene conocimientos previos, nos ayudaría a entender que hasta una integración tan simple de multitud de experiencias sensibles en un concepto unitario, como se expresa en la palabra «luna», es el resultado del esfuerzo de una larga cadena de generaciones. Para ello fue preciso un largo proceso de aprendizaje y una acumulación lenta de vivencias cada vez más numerosas, algunas de las cuales se repiten constantemente y son recordadas como recurrentes de generación en generación. Aparte el reducido ámbito de circunstancias importantes para la satisfacción de sus necesidades inmediatas, todo aquello que los miembros de un grupo inicialmente sin conceptos experimentara, sería un caos de señales vagas e inestables, una conducta fragmentaria, un confuso desfile de luces, formas y sensaciones, para las cuales no existiría ningún modelo de integración, ni representaciones simbólicas comunicables ni, por tanto, medios de orientación. En la vivencia de este grupo, las imágenes se sobrepondrían, casi como sucede en los sueños. Su facultad para discernir lo que es una fantasía y una experiencia de la realidad, sería más bien limitada. Apenas sabrían y tampoco podrían aprenderlo en el tiempo de una generación: que hay una diferencia entre sueño y vigilia, y en qué consiste. Por consiguiente, su sentimiento de identidad, comparado con el nuestro, sería notablemente difuso y cambiaría mucho en el decurso de una vida.
Para individuos que se hacen adultos en nuestro tipo de sociedad, parece casi obvio que todo hombre posee una imagen de su identidad como ser vivo: que fue niño, creció, envejece y más tarde o más temprano morirá. Esta imagen de la propia identidad como un continuum en devenir, de un individuo que crece y decae, supone un acervo enorme de conocimientos. Queda reflejado el grado relativamente elevado de seguridad y adecuación que ha alcanzado el saber sobre regularidades biológicas y de otro tipo. Sin este saber, no se tendría la seguridad de que un adulto es la misma persona que de niño. En realidad, la captación conceptual de procesos de cambio de este y otro tipo son, como tales, uno de los más difíciles logros humanos. Dificultades que hoy mismo siguen encontrando la captación conceptual de procesos de largo alcance, como el desarrollo de las sociedades o la formación de conceptos. Hay una serie de argumentos que muestran que, en estadios más primitivos del desarrollo humano, la imagen de sí mismo de un hombre y el sentimiento de su propia identidad fueron más fluidos y menos fuertemente organizados. Los hombres pueden, tras un rito de iniciación o la adquisición de una nueva posición social, sentirse otra persona con otro nombre, y los demás verlo también así. En su vivencia y la de los demás, un hombre puede sentirse idéntico a su padre, transformarse en un animal o estar simultáneamente en dos lugares.
Sin una evolución previa y larga de saber, los hombres serían difícilmente conscientes de la igualdad y regularidad de los conjuntos de acontecimientos con la enorme amplitud con que son conocidos hoy en día. En efecto, ¿cómo, sin un amplio conocimiento de estas regularidades, podrían formar conceptos de un grado de síntesis tan elevado como, por ejemplo, «vida», «naturaleza» o «razón», obvios en la actualidad, pero que suponen un alto grado de certeza sobre las regularidades e identidades recurrentes tanto de los «objetos» como de sí mismos? ¿Es posible que un grupo humano que no ha recibido la herencia de una tradición cultural larga, pueda por sus propias fuerzas comprobar que las luminarias máximas de nuestro cielo (que llamamos hoy «sol» y «luna») aparecen y desaparecen en intervalos más o menos regulares? Y apoyados en esta vivencia limitada de una vida, ¿serían capaces de concebir siquiera la idea de que existen dichas regularidades? ¿Y estarían en condiciones por sí mismos de elaborar, en un abrir y cerrar de ojos, las clasificaciones que dividen las cosas en animadas e inanimadas, o en piedras, plantas, animales y hombres? ¿Cómo podrían estos hombres desarrollar en una generación símbolos comunicables para designar los rasgos distintivos de tales clasificaciones? Por otra parte, ¿sería posible, sin un saber seguro en cierto modo, acerca de las regularidades y continuidades distintivas de las relaciones entre estos y otros grupos de acontecimientos, concebir la idea de utilizar una serie determinada y continua de sucesos, por ejemplo, los movimientos celestes, como instrumento de medición continua de las propias actividades sociales?
Considérese otra vez el sentimiento de identidad y continuidad que experimentan los hombres durante toda su vida. En nuestro tipo de sociedad, la vida de un hombre se mide con puntual exactitud. Una escala temporal social que mide la edad («tengo doce años, tú tienen diez»), la aprende el individuo muy pronto y la integra, como elemento esencial, en la imagen de sí mismo y de los demás. Esta subordinación de medidas temporales no solo sirve como comunicación sobre cantidades distintas, sino que alcanza su pleno sentido como abreviación simbólica comunicable de diferencias y transformaciones humanas conocidas en lo biológico, lo psicológico y lo social. En el curso de un largo proceso del saber se ha difundido además el conocimiento de los procesos biológicos y sociales a que se refiere esta escalada temporal, avanzan en cierta dirección y son irreversibles. Así pues, esta escala temporal parece a menudo poseer la fuerza coactiva de un proceso irreversible. Se habla tal vez de los años que «pasan» o del «tiempo que pasa», cuando lo que quiere significarse en realidad es el proceso continuo del propio envejecimiento. Como suele suceder en un universo sociosimbólico de nuestro tipo, los símbolos de un alto nivel de síntesis se objetivan en el lenguaje ordinario y adquieren vida propia. Y los conceptos temporales en general y los de edad en particular se prestan especialmente a este uso hipostático. La serie numeral continua en que se expresa el número de años de la vida de un individuo, se ve cargada de significados biológicos, sociales y personales y juega, por consiguiente, un papel fundamental en el sentimiento de la identidad y continuidad propias del hombre. En el «curso del tiempo», como decíamos.
Además, el sentimiento de lo irreversible de la serie numérica de los símbolos de edad («25», «64») se ve reforzado por su estrecha relación con los símbolos de la era, como escala temporal. También esta hace referencia a un proceso continuo e irreversible, en la carrera de antorchas de las generaciones. El continuum en devenir de una vida individual y la correspondiente escala temporal que lo mide, son extremadamente limitados y breves, comparados con el continuum social en devenir de una era y su escala temporal, por ejemplo el que empieza con la supuesta fecha de la creación del mundo o del nacimiento del héroe epónimo de la era. El proceso social medido por una era, como nuestra escala temporal («1989, 1999,2009, 2019»), da la impresión de ser interminable. De verdad, solo avanzará tanto cuanto se mantenga y sea recordada la continuidad del correspondiente proceso social. Los procesos individuales —la vida humana— que se enlazan recíprocamente con el proceso social y se miden mediante una escala temporal de edad, finalizarán tarde o temprano. El contraste entre la brevedad de una vida individual que no dura cien años, y la largura de una era social que abarca miles de años, por no hablar de la longitud mayestática de los procesos biológicos y cósmicos que poco a poco van descubriendo en su progreso las ciencias naturales, refuerza la vivencia personal que comunicamos con expresiones como «vuelan los años», «tiempo perdido, pretérito».
Podemos comparar nuestra vivencia en tal situación con la experiencia de unos hombres que no son destinatarios de la herencia de un continuum de conocimientos que ha creado la escala de la era, de la edad o en general los medios especiales para determinar el tiempo de los acontecimientos. De hombres que viven esta situación totalmente distinta, no podríamos esperar a que se perciban, a sí mismos y a sus compañeros, en la forma en que lo hacemos nosotros. Por ejemplo, ¿sería imaginable que los miembros de ese grupo ficticio de tabula rasa, que, por así decirlo, acaba de salir del bosque, se pusieran enseguida a elaborar las escalas temporales de edad para sí mismos o simplemente como tales? ¿Qué podría conducirlos a la idea de inventar tal escala temporal? Ahora bien, sin dicha escala y sin un conocimiento en cierto modo amplio y seguro sobre las regularidades de los astros y de sus propios cuerpos, ¿la autovivencia de estos hombres y su experiencia global se distinguirían de una manera definida y clara de las nuestras? La imagen que los hombres tienen de sí mismos (brevemente, su autovivencia) no es, en contra de la idea hoy día dominante, algo independiente del contenido principal de su saber ni está separado de su experiencia del mundo. Constituye una parte integrante del universo sociosimbólico del hombre y cambia al mismo tiempo que este. La imagen de sí mismo del hombre tiene su lugar en el desarrollo del saber que, desde la situación hipotética de una ignorancia absoluta sobre las relaciones de los hechos, suavizada por imágenes de la fantasía de dichas relaciones, conduce a la reducción de la ignorancia y al aumento de la congruencia con la realidad de los símbolos humanos de relación.