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En la actualidad, todavía se puede fácilmente escamotear las dificultades con que se topa uno, cuando no se pliega a las exigencias de una tradición intelectual que se basa en la reducción selectiva de las relaciones cambiantes y móviles a relaciones fijas e inmutables. En efecto, es muy fuerte la presión para que asumamos la forma tradicional de hablar y pensar con conceptos reductores de los cambios. Incluso el concepto de «tiempo» puede sucumbir a esta presión de la conformidad. Aunque es cierto que, por un lado y en cierto sentido, el «tiempo» se utiliza como símbolo global de los cambios posicionales irreversibles de una posición anterior a otra posterior, sirve, por otro lado —por ejemplo en la Física— como símbolo que da nombre a cantidades inmutables similares a las correspondientes a aspectos estáticos de los acontecimientos, pongamos por caso el espacio o el peso. Así pues, el concepto «tiempo» se usa hoy en día tanto para señalar secuencias continuas de cambios irrepetibles, como secuencias recurrentes de transformaciones que, por cuanto son recurrentes, son inmutables. Pero hasta ahora ni la diferencia ni la relación entre estas dos especies de «tiempo» se han presentado con claridad como un problema que debía ser investigado. También en este caso, el uso tradicional del concepto «tiempo» oculta el problema insoluto que está detrás. Es más fácil reconocer los términos del problema y el real significado del «tiempo», si se evita a veces el empleo del concepto «tiempo», donde lo exige la costumbre, y se intenta descubrir los problemas que, con su ayuda, trataron de resolver los hombres.
Un ejemplo nos servirá para ilustrar este método. Supongamos un pueblo que se reúne tradicionalmente para ponerse de acuerdo sobre decisiones políticas, después de escuchar las posturas en pro y en contra de los opositores. Este pueblo ha impuesto la regla de que los oradores contrarios deben situarse a cierta distancia; distanciamiento que, en este caso, significa una relación específica entre dos posiciones «en el espacio». Es más o menos fácil determinar este tipo de relaciones posicionales y comprobar si ambos oradores observan las reglas. Para ello basta con estandarizar la longitud de la distancia entre ambas posiciones. Para este fin puede servir un trozo normalizado de madera o una cuerda que se coloca entre ambos oradores. Ahora bien, supongamos que la regla exige que ambos antagonistas que hablan ante la asamblea, no puedan prolongar su intervención más allá de cierto tiempo. ¿Cómo se determina la distancia entre dos posiciones, entre el principio y el fin de dos procesos sucesivos (dos discursos)? ¿Cómo se compara la separación entre principio y fin de algo que se mueve continuamente (el discurso de un hombre), con la distancia entre principio y fin de otra transformación continua (el discurso de otro hombre), que sucede antes o después del otro? Los dos discursos no pueden ser simultáneos, sin perder su función de comunicaciones relacionadas recíprocamente. ¿Cómo se puede, entonces, asegurar que una no dura más que la otra? Los atenienses antiguos se enfrentaron a este problema, que tal vez no habría surgido si su respuesta no hubiera estado a la mano. Lo resolvieron con la ayuda de un reloj de arena que estandarizaron de tal manera, que la arena que pasaba mostraba a las claras cuándo un orador se extendía más de lo prescrito y hablaba más que el otro. Decimos en este caso que los atenienses medían el «tiempo» autorizado para cada discurso. Sin embargo, cuando no se encubre el problema de inmediato, diciendo que medían «el tiempo», y se insiste en descubrir lo que en realidad medían los atenienses, se aprecian con claridad los problemas que subyacen en la palabra «tiempo». En efecto, si el «tiempo» no es un hecho accesible a la percepción de los sentidos, ¿cómo se le puede «medir»? ¿Qué hacemos en verdad cuando afirmamos que estamos midiendo el «tiempo»? Tomemos como ejemplo lo que hacían los atenienses: comparaban el intervalo entre el principio y el fin del caer de la arena en el reloj de arena, un continuum recurrente en transformación, que, según nuestro esquema de las cosas, podría catalogarse como «físico» o «natural». Al hablar de que los atenienses medían el «tiempo» de los discursos, afirmamos simplemente que los lapsos entre el principio y el fin los hacían comparables, por cuanto los relacionaban con los intervalos entre el principio y el fin de procesos inanimados que contrariamente a los discursos, eran repetibles y al mismo tiempo más fiables y controlables que las series de actividades humanas. Como se ve, aquí la determinación del tiempo era por completo sociocéntrica: se utilizaban secuencias repetibles e inanimadas de duración limitada como medida de secuencias sociales irrepetibles. Durante todos los estadios primitivos en el desarrollo de la determinación del tiempo, fue medio para este fin la utilización de intervalos entre dos posiciones de un movimiento físico, ya de la arena en un reloj, ya del Sol y la Luna en el cielo. Tuvo, pues, un carácter instrumental. La constatación de posiciones cambiantes en la secuencia de acontecimientos físicos en el cielo o en la Tierra no fue realizada por sí misma, sino que se la utilizó como indicador para que los hombres supieran cuándo debían emprender ciertas actividades sociales y cuánto tiempo debían durar estas.
Hoy en día, al afirmar a este respecto que para los atenienses el reloj fue un medio para determinar el «tiempo», se utiliza el concepto «tiempo» en primer lugar, como símbolo cómodo de algo tangible y concreto: como la duración de dos discursos sucesivos. Para ello sirvió el continuum cambiante de la arena, controlable y normalizado, como secuencia de referencia regulada socialmente. Es claro además que el reloj de arena puede emplearse como secuencia normalizada para otros muchos continuos en devenir; por ejemplo, el recorrido de un tramo o el cocimiento de un huevo. Trátese de relojes de arena, de solo de cuarzo, las medidas del tiempo son instrumentos que los hombres crean para fines determinados. Son útiles a los hombres como series de referencia para determinar posiciones en la sucesión de una multitud de series diferentes de acontecimientos, de las cuales una es actualmente o en potencia, visible y tangible, como la sucesión de acontecimientos de los relojes mismos.
Así pues, llamamos «tiempo» a lo común en esta multiplicidad de series específicas de acontecimientos, que los hombres buscan determinar mediante relojes o, si el caso lo requiere, calendarios. Pero precisamente porque el concepto «tiempo» puede referirse a los aspectos temporales de muy diversas series, los hombres tienen fácilmente la impresión de que el «tiempo» es algo que existe independiente de toda normativa social de las series de referencia y de toda relación con secuencias específicas de acontecimientos. Afirman que determinan el tiempo, cuando datan o sincronizan (¿temporizan?) aspectos del todo específicos de secuencias de acontecimientos tangibles actualmente o en potencia.
Y este carácter de fetiche que tiene el «tiempo», se agudiza todavía más en la sensibilidad humana, porque la normalización social del individuo respecto del tiempo socialmente institucionalizado, se implanta en su conciencia con tanta mayor fuerza y profundidad, cuanto las sociedades se hacen más complejas y diferenciadas y cuando con mayor frecuencia el individuo necesita preguntar: ¿qué hora es?, ¿qué fecha es hoy? No sería dificultoso mostrar cómo la conformación de la conducta y la sensibilidad del individuo con el «tiempo» socialmente institucionalizado se hace más diferenciada y obvia, desde los relojes de agua, sol y arena, pasando por el reloj de la torre hasta, a través de los siglos, el reloj de pulsera individual. Si antes quedan satisfechas las exigencias sociales con que un pregonero o las campanas convocaran por la mañana, el mediodía o la tarde a los fieles para la oración, pertenece ya otro estadio ulterior de exigencias sociales el que relojes públicos señalen las horas, y a otro periodo subsiguiente del desarrollo de la sociedad que dichos relojes marquen los minutos y los segundos.
El uso de relojes para determinar series puramente físicas se implantó solo poco antes de Galileo, pero en realidad fue él quien lo introdujo. Ya hemos hecho mención de que el tiempo físico fue una ramificación relativamente tardía del tiempo social. Pero los físicos y los filósofos perdieron pronto de vista, en sus reflexiones especializadas, el nexo de su saber con el suelo nutricio de la sociedad humana que va desarrollándose. Se desvirtuó además la estructura de esta evolución, porque se malinterpretó como «historia» sin estructura, como algo «meramente histórico». Por su parte, los sociólogos se ocuparon poco del «tiempo», que así siguió siendo un enigma.