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Apenas podemos exagerar la importancia de este cambio: la aparición del «tiempo físico» a partir del «tiempo social». Surgió con una nueva función de las medidas temporales humanas que cada vez más estarían al servicio de la determinación del tiempo de la Naturaleza, por sí misma. Fue de los primeros pasos en un proceso de formación conceptual, cuyos resultados hoy en día se han estereotipado y se han hecho obvios; un paso en el camino de la escisión conceptual del Universo, que se va adueñando poco a poco del lenguaje y pensamiento humanos y aparece como un axioma aceptado en general y que nadie pone en duda. Por un lado, la Naturaleza parece mantenerse como un conjunto factual representado por leyes eternas, y por el otro, los hombres y su mundo social se manifiestan como algo artificial, arbitrario y desestructurado. Provista de sus regularidades propias, la Naturaleza se presenta como el objeto de estudios humanos, de una manera no del todo explicada, separada del mundo humano. Todavía no se ha llegado a ver que esta ilusión proviene de que los hombres han aprendido, en su reflexión y observación, a distanciarse de la «naturaleza» para estudiarse a sí mismos, y que se separan más de la «naturaleza» que de sí mismos. En su pensamiento, el distanciamiento y autodisciplina mayores que exige la investigación del conjunto de hechos inanimados, se transforman en la idea de una distancia realmente existente entre ellos, los sujetos, y la «naturaleza», conjunto de objetos.
El dualismo en aumento del concepto de tiempo, cuya aparición es posible seguir, si se contemplan en este contexto más amplio, los experimentos de Galileo sobre aceleración, se refleja de la manera más gráfica en el dualismo existencial creciente de la imagen que del mundo tienen los hombres. En las sociedades que se ven afectadas por este dualismo, este ha echado tan fuertes raíces, que los miembros de aquellas suelen tomar dicho dualismo como punto de partida obvio para clasificar los hechos como naturales o sociales, objetivos o subjetivos, físicos o humanos. En el contexto de esta escisión conceptual totalizadora, el «tiempo» quedó dividido en dos tipos distintos: el físico y el social. En la primera acepción, el «tiempo» se presenta como un aspecto de la «naturaleza física», como una variable inalterable que los físicos miden y que, como tal, desempeña un papel en las ecuaciones matemáticas que se dan por representaciones simbólicas de las «leyes naturales». En la segunda acepción, el «tiempo» tiene el carácter de una institución social, de un regulador de los eventos sociales, de una manera de la experiencia humana; y los relojes son una parte integrante dé un ordenamiento social que sin ellos no funcionaría.
Desde un punto de vista de sociología de la evolución, esta separación entre tiempo físico y social está íntimamente relacionada con el ascenso de las ciencias físicas. A medida que estas se hacían prepotentes, el «tiempo físico» se convertía en el prototipo del «tiempo» como tal. Siguiendo un sistema axiológico del que nos ocuparemos más adelante, los hombres consideraron la «naturaleza», objeto de estudio de las ciencias físicas, como el compendio del orden y en cierto sentido como algo «más real» que su mundo social en apariencia menos ordenado y más sujeto al azar, y en correspondencia valoraron el tiempo físico y el social.
Al «tiempo físico» se le representó como cuantos aislados, que se podían «medir» con precisión y como «cuantos temporales» combinarlos con los resultados de otras mediciones en los cálculos matemáticos. Así pues, se determinó que fuera tarea exclusiva de los físicos teóricos o de los filósofos, como intérpretes de aquellos, el elaborar teorías sobre el «tiempo», mientras que, por otro lado, se quitaba prácticamente toda importancia al «tiempo social» como tema teórico o simplemente como tema científico, aunque se hacía cada vez más importante en la práctica de la convivencia social de los hombres. Podríamos decir casi que en una inversión del efectivo proceso de los hechos, el tiempo social parecía un derivado arbitrario del «tiempo físico» más sólidamente estructurado.
Así pues, el dualismo conceptual se relacionaba con diferencias claramente marcadas en el rango y el valor de ambos tipos de «tiempo». Ya la simple expresión «tiempo natural» opuesta a «tiempo social» da la impresión de que el primero es algo real, mientras el segundo no es más que una convención. Ahora bien, la dificultad radica en que el «tiempo» no encaja en el esquema conceptual de este dualismo, sino que, como otros hechos, no puede clasificarse como «natural» o «social», «objetivo» o «subjetivo», pues es ambas cosas a la vez. La explicación de que siga manteniéndose el misterio del tiempo, está en que perdura esta división conceptual; y el enigma es insoluble, mientras se siga creyendo que la división actual, característica de un grado de evolución, entre «naturaleza» y «sociedad», y por ende, entre «tiempo físico» y «tiempo social», es una separación existencial, y se siga evitando investigar sobre la relación entre «tiempo físico» y «tiempo social».
En el contexto social, el «tiempo» ostenta la misma y admirable forma de existencia que otros hechos sociales, a los que nos referimos con sustantivos tales como «sociedad», «cultura», «capital», «dinero» o «lenguaje». Se trata de sustantivos que expresan relación con algo que, en un indeterminado sentido, parece existir fuera e independientemente de los hombres. Al analizar con mayor detenimiento dichos sustantivos, se descubre su relación con hechos que suponen una multiplicidad de hombres interdependientes y que, por esta razón, poseen una autonomía relativa e incluso ejercen una coacción sobre cada individuo. Entre tales sustantivos se encuentra también el «tiempo». Así pues, los hombres tienen individualmente la impresión de que, dado que los hechos sociales de este tipo son independientes de ellos como individuos, lo son también de todos los hombres en general. En especial, en las sociedades urbanas, los relojes se fabrican y emplean de una manera que recuerda la fabricación y empleo de máscaras en las sociedades preurbanas. Es cosa sabida que las máscaras son un producto humano, pero a ellas se vincula la experiencia de que representan una existencia extrahumana; aparecen, en efecto, como encarnaciones de los espíritus. Por su parte, los relojes se manifiestan como encarnaciones del «tiempo», pues para referirse a él se emplean ordinariamente expresiones tales como: los relojes nos indican el «tiempo». Pero la pregunta relevante es la siguiente: ¿qué es exactamente lo que nos indican los relojes?
Entenderemos mejor las funciones de las unidades temporales de medida, si repasamos una vez más sus características particulares. Ya he mencionado que se distinguen de otros instrumentos de medición, por ejemplo, de la longitud o el peso, porque están en movimiento constante. Por supuesto que esta nota no basta para caracterizar dichas unidades temporales, sino que hay que añadir que su movimiento goza de una independencia relativa frente a aquello que «miden», y que, en consecuencia, se tata de un movimiento unilinear (aunque puede ser circular) de velocidad uniforme que se realiza en una dirección (aunque sea repetible); o sea, de un movimiento no acelerado. Es ambigua la idea de que los relojes «indican» o «registran» el tiempo. Los relojes (así como cualquier medio para determinar el tiempo, hecho o no por los hombres), son simples movimientos mecánicos de un tipo concreto que los hombres utilizan para sus fines peculiares. Desde el empleo del trayecto solar a través de las constelaciones como medio para medir el tiempo, hasta el empleo de las manecillas de un reloj de péndulo que recorren los símbolos de la esfera, y el oscilador de «microondas» de un reloj atómico que señala el «tiempo» en un disco accionado eléctricamente, las unidades temporales de medida tienen siempre un movimiento propio dotado de una estructura característica de su función. Todas discurren a una velocidad uniforme, por una secuencia continua de posiciones cambiantes, de tal modo que la longitud de su trayecto por cualquiera de los tramos primeros entre dos posiciones sucesivas es idéntica a la de su trayecto por los tramos posteriores de igual largo. Dado que la duración de su trayecto por los primeros y últimos tramos es la misma, tales movimientos pueden utilizarlos los hombres para muy variados fines, como unidad de medida, como medio de orientación, como marco de referencia para muchas otras secuencias de cambio que, de una manera irrepetible y poco regular, avanzan de una posición a otra. Con el auxilio de los medios de determinación del tiempo ya mencionados y de otros, cabe fijar hitos en el flujo continuo de otras series de acontecimientos en las cuales no es posible comparar entre sí la duración de transformaciones sucesivas de una posición a otra. Segundos, horas, días de 24 horas o cualquier otra subdivisión del movimiento continuo de una unidad de medida temporal se suceden en una línea uniforme que avanza en la misma dirección. Dentro de este orden sucesivo, cada segundo, cada hora y cada día son únicos e irrepetibles: vienen, se van y no vuelven nunca. Pero la duración de un movimiento entre dos posiciones estandarizadas socialmente como «segundo», «hora», «día», «mes» o «año», es siempre exactamente igual a la de otro movimiento normalizado de esta manera: un «segundo», una «hora», etc., duran tanto como otro «segundo» y otra «hora», aunque jamás son los mismos. Dado que la duración de las unidades temporales que se siguen en una secuencia irrepetible, sí es recurrente, es posible comparar con estas unidades acontecimientos sucesivos de otras secuencias, en cuanto a su duración; lo cual no podría ser sin un movimiento de referencia graduado que recorriese tramos iguales a la misma velocidad, y sin que los hombres hubiesen aprendido a utilizar o más aún fabricar movimientos con estas características estructurales como medio para medir el tiempo.
Aparte esto, mediante el cambio de velocidad del movimiento de un instrumento de determinación del tiempo, los hombres son capaces de variar la longitud de un movimiento de una posición a otra —cuanto mayor la velocidad, tanto más corto el trayecto por tramos de igual longitud—, y, si combinan movimientos de velocidad diferente en el mismo aparato mecánico, pueden también ordenarlos de tal manera que la velocidad de cada unidad que se mueve más aprisa, se mantenga en una proporción establecida respecto de la velocidad de las unidades que se mueven más lentamente_ Entonces decimos, con nuestro lenguaje que no expresa los procesos, que un día tiene 24 horas, una hora 60 minutos y un minuto 60 segundos. Quien logra contemplar por un momento un reloj, sin dejarse confundir por estos conceptos estandarizados socialmente y por la forma de experiencia vinculada con los mismos, se dará cuenta de que está considerando conjuntos de unidades físicas que se mueven con velocidades diferenciales tales, que la correspondiente longitud de su trayecto se ve diferenciada en cada caso por uno y el mismo tramo, en proporciones exactamente fijadas. Así pues, si consideramos un reloj con calendario, que se mueve como los otros indicadores, esto es, con un indicador del día junto con los indicadores de horas, minutos y segundos, podemos elegir: o ver conjuntamente los indicadores en movimiento como indicadores de cuatro tipos relacionados entre sí de intervalos temporales que se llaman «días», «horas», «minutos» y «segundos», o verlos como cuatro unidades físicas diversas que se mueven circularmente a velocidades diferentes, en la proporción fija de 1:2:24:1440. Según la tradición conceptual de nuestras sociedades, sabemos leer las configuraciones cambiantes de estas unidades que se mueven en la esfera del reloj y decimos, por ejemplo, que son las siete y cinco o diez minutos y treinta y cinco segundos, etc. De esta manera, las configuraciones móviles que sirven para determinar el tiempo de los eventos, se transforman, gracias a las costumbres sociales del observador, en símbolos de momentos en el flujo de un «tiempo» incorpóreo que, según se dice vulgarmente, independiente de todo movimiento físico y de todo observador humano «sigue su camino».
El enigma del «tiempo», el uso del concepto que parece otorgar al «tiempo» una existencia autónoma, es sin duda un claro ejemplo de la manera en que un símbolo muy usado se libera de todos los datos observables para adquirir, en un lenguaje y en el pensamiento humanos, una vida propia. Cuanto hemos dicho hasta aquí, puede servir para explicar la impresión que nos da el «tiempo» de poseer una existencia propia, y que está relacionada con que el «tiempo» junto con otra serie de instituciones sociales, son relativamente independientes de cada individuo, aunque no de los hombres en conjunto como sociedad o humanidad. Contribuye asimismo a esta impresión el que los medios de determinación del tiempo, sean o no de factura humana, posean un movimiento propio: son movimientos socialmente normalizados que gozan de un cierto grado de independencia respecto a otros movimientos y en general de otros cambios humanos y no humanos, para los cuales no sirven de medida.
Es muy fácil observar en nuestra vida social, esta doble autonomía relativa del «tiempo» que señalan los relojes: su autonomía relativa como institución social y como aspecto de un movimiento físico. Así como un lenguaje cumple con su función, solo si es el lenguaje común de un grupo humano, y la perdería, si cada individuo se inventara su propio lenguaje, los relojes realizan su función, si la configuración cambiante de sus manecillas móviles (esto es, el «tiempo» señalado) es la misma para todo un grupo humano; y perdería su función de medio de determinar el tiempo, si cada individuo tuviera su propio «tiempo». En esto radica la fuerza coactiva que el «tiempo» ejerce en todo individuo, que debe adecuar su propio comportamiento con el «tiempo» que ha establecido el grupo al que pertenece; y cuanto más largas y diferenciadas las cadenas de las interdependencias funcionales que vinculan a los hombres entre sí, tanto más estricto será el mando de los relojes, como resulta obvio.