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Otra expedición de saqueo que se ha dado en el pasado, ayudará a redondear nuestro tema. En ella podemos ver la determinación del tiempo de un estadio anterior en su contexto social. Reviste un cierto peligro considerar el estudio del tiempo como una especialidad que pretende investigar de una manera aislada el desarrollo de la determinación del tiempo. Ya he advertido que sería útil aun para quien se ocupa principalmente de la cuestión del tiempo, no olvidar el desarrollo de las actividades violentas y su control. Y quizá sea aún más fructuoso, si queremos entender la naturaleza y la función de la determinación del tiempo en las sociedades primitivas, el contemplarla, con tanta exactitud como sea posible, en su contexto social original. Es verdad que, el día de hoy, ya no quedan muchas sociedades preestatales cuya configuración actual no esté tan influida de la tendencia a la formación del Estado, que practiquen la medición del tiempo en sus formas arcaicas. Las instancias centrales han ido desplazando tanto el control de la fuerza como del tiempo del nivel preestatal o de Estados-Aldea, al nivel de Estados con un aparato estable de gobierno y administración judicial y militar. Es necesario apoyarse en fuentes escritas remotas, cuando se buscan los recuerdos auténticos de una vida en una aldea tradicional, tal como se daba poco antes o en el momento en que el centro de poder iba pasando al nivel de Estado con un personal permanente y especializado.

Un instructivo documento de este tipo, la novela de Chinua Achebe Der Pfeil Gottes (La flecha de Dios), puede servirnos de ejemplo[32]. En su punto central hay un conflicto en torno a la determinación del tiempo y nos ofrece un relato de primera mano sobre la vida en una aldea de los ibo en Nigeria Oriental, durante el periodo en que el modo antiguo de vivir, bien que todavía intacto, empezaba a sufrir el influjo del nuevo régimen colonial. La grandiosa historia de Achebe muestra discreta y plásticamente el nivel de violencia en la vida cotidiana entre diversos Estados-Aldea, así como dentro de un grupo de aldeas, reunidos bajo la creencia en un dios común y que, por consiguiente, ostentan algunas características de federación de aldeas, de un tipo de república gobernada por la asamblea de los ancianos y otros hombres de rango. A este círculo pertenecía también el sumo sacerdote de Ulu, dios supremo de las seis aldeas, cuyo dominio era el más noble lazo de la federación. El que actualmente detenta esta función, Ezelu, es el protagonista de la novela.

Ezelu es el compendio de un sacerdote orgulloso y poderoso. Algunas generaciones antes, las seis aldeas entre las que se hallaba la de Ezelu, habían tenido que padecer las repetidas incursiones de los cazadores de esclavos[33]. Para defenderse de sus asaltos, las seis aldeas habían hecho un pacto. El dios Ulu y su sacerdote, antepasado del actual Ezelu, se convirtieron en símbolos de la unidad de las seis aldeas. Y el dios había cumplido las esperanzas de los aldeanos. Los guerreros extranjeros se retiraron o fueron rechazados. Ulu se había acreditado como un dios poderoso y fuerte, y el poder del dios legitimaba a su sacerdote, que, en cierto sentido, era quien regulaba la vida de las seis aldeas. En nombre de su dios, determinaba lo que nosotros denominamos «tiempo». Sabía mirar la luna nueva y anunciar a los hombres de las seis aldeas que en realidad había sido visto y que había dado la bienvenida a la nueva luna y que todos podían ahora concluir los asuntos que dependían de la venida de la luna nueva. Ni que decir tiene que Ezelu tenía de ordinario una idea previa aproximada de cuándo esperaban las seis aldeas la visita de la nueva luna; pero su tarea de descubrirla en el cielo, no era siempre fácil. En especial cuando en el tiempo de lluvias, la Luna se ocultaba a veces tras las nubes. Y nunca se estaba seguro de que había venido, hasta que no se la veía.

Como se ve, en este estadio la aparición de la luna nueva no se vive como un hecho natural, mecánico y causal, sino como una reunión de seres vivos, de personas. Es cierto que cualquiera que tuviese buena vista, podría descubrir la luna nueva en el cielo, y así lo murmura un enemigo de Ezelu. Pero los hombres ordinarios podrían no estar de acuerdo en si, en realidad, la luna nueva había aparecido, en cuyo caso la función reguladora de la aparición de la Luna como signo temporal que indicaba el comienzo de ciertas actividades humanas, se ponía en peligro. Aparte esto, en este estadio, la experiencia espontánea de mirar la luna nueva, significa también ser visto por ella, y al visitante no le agradaban todos los rostros. Así que era más seguro dejarle al sacerdote el introducir con su tambor la ceremonia de bienvenida al recién llegado y asegurar el bienestar del huésped; esto es, evitar que se convirtiera en «luna mala» y con ello proporcionar a los hombres una señal temporal para que regularan sus actividades.

Achebe describe así la reacción de las mujeres e hijos de Ezelu ante una luna nueva:

Los niños pequeños estaban dispuestos, en el patio de Ezelu, a saludar a la Luna (…). Las mujeres estaban al aire libre y hablaban.

—Luna —decía la más vieja, Matefi—, que tu rostro que se encuentra con el mío, me traiga felicidad.

—¿Dónde está? —preguntaba Ugoye, la más joven—. No la veo. ¿Acaso estoy ciega?

—¿No la ves tras la copa de ese árbol Ukwa? No, allí no; sigue mi dedo.

—¡Ah, sí, por fin la veo! ¡Oh, Luna, que tu rostro que se encuentra con el mío, me traiga felicidad! Pero ¿cómo se sienta allí? Su posición no me gusta.

—¿Por qué? —pregunta Matefi.

—Me parece que está torcida, como una Luna mala.

—No —dijo Matefi—. Una Luna nunca es dudosa. Como aquella en que murió Okuata. Sus piernas estaban al aire. —La Luna, ¿mata a los hombres? —preguntó Obiageli y tiró del vestido de su madre.

Como otros sacerdotes de los Estados-Aldea africanos, Ezelu cumplía con diversas funciones en la determinación del tiempo, gracias a las cuales se regulaban actividades sociales específicas. Como medio para coordinar actividades de una multitud de individuos, la determinación del tiempo supone siempre que esté dispuesta a someterse a una autoridad integradora. Esta autoridad, necesaria para determinar cuándo debían realizarse actividades colectivas e individuales concretas fue reconocida durante mucho tiempo a los sacerdotes, por su íntimo contacto con el mundo de los espíritus, cuyos mensajeros y representantes eran los astros como los principales instrumentos para determinar el tiempo. No cabe duda que el poder de un sacerdote —en concreto de Ezelu— provenía de su conocimiento de los misterios de la medición del tiempo y de la autoridad con que podía aclarar o negarse a definir cuándo debían empezar ciertas actividades sociales. Era él quien, tras haberlo consultado con su dios, decidía cuándo empezar la fiesta de las calabazas, a la que acudían todos los aldeanos, hombres y mujeres, para reunirse en el amplio mercado, donde dejaban un gran espacio central libre. El poderoso tambor que se escuchaba en todas las aldeas y que convocaba, en caso de necesidad, a todos los habitantes o a veces solo a los ancianos, empezó a lanzar sus voces fuertes y excitantes. Tras un instante, apareció el sumo sacerdote de Ulu, acompañado de sus ayudantes, y danzando en forma ritual dio vuelta a la superficie que el público había dejado libre en el centro del mercado. Enormes hojas de calabaza, arrojadas por los hombres, cayeron sobre el lugar donde bailaba. Su danza los purificaba de las maldades que hubieren cometido. En otra ocasión, su deber y su privilegio era, tras escuchar la voz de su dios, anunciar el tiempo oportuno para la cosecha del alimento principal de aquellos hombres: la raíz del yam. Lo cual equivalía a anunciar el nuevo año. Los hombres cuya provisión de yam estaba por agotarse, llenaban de nuevo su despensa y empezaban a degustar su alimento recién cosechado. Para estas regulaciones del tiempo, los habitantes de las seis aldeas estaban supeditados a Ulu y su sacerdote. Ezelu, por su parte, era bien consciente del poder que le otorgaba esta y todas sus tareas.

Se trataba de un hombre de gran estatura, lleno de dignidad, altivo y seguro de que podía confiar en su dios. Pero, bien que él no se daba cuenta, su poder y el de su dios se iban debilitando con la venida del hombre blanco y, en cierto modo, de la nueva religión que traía consigo. El hombre blanco había empezado a imponer su paz. Ya no había guerreros extranjeros a quienes se temiera y contra los cuales se invocara la protección de Ulu. Hasta las guerras locales entre diversos Estados-Aldea, antaño endémicas, estaban prohibidas. Así pues, cuando los ancianos de las seis aldeas, decidieron, pese a la advertencia de Ulu y la violenta oposición de su sacerdote, salir a guerrear contra un Estado-Aldea vecino, por una franja de tierra en discusión, el hombre blanco partió de una tierra de la que nunca se había oído nada, con sus ejércitos, recogió todos los fusiles de los indígenas, rompió en pedazos una gran parte de ellos ante los ojos de todos y se llevó el resto consigo. Era manifiesto que se había producido un enorme cambio.

Los campesinos de las seis aldeas, altivos e independientes, no estaban dispuestos (como tampoco lo estaban otros grupos Ibo ni lo estuvieron los romanos de la primitiva república) a someterse a principales o a reyes, como los llamaban a veces. Algunos de ellos tenían la impresión —y algunos lo manifestaban abiertamente— de que el sumo sacerdote de Ulu estaba demasiado sediento de poder y era demasiado ambicioso, como si quisiese ser un rey-sacerdote. El líder del partido opositor que se empeñaba en romper el poder de Ezelu, era un campesino próspero de nombre Nwaka. La enemistad de ambos hombres había llegado a su punto culminante, en la cuestión de la guerra que Nwaka deseaba y Ezelu, en nombre de su dios, rechazaba como una guerra injusta. En la investigación judicial que emprendió la administración colonial para aclarar sobre quién recaía la culpa de la guerra, Nwaka y otros testigos de las seis aldeas, habían encarecido su derecho sobre la tierra en discusión y que la parte contraria era culpable de la guerra. Solo Ezelu, erguido e inflexible como siempre, insistió en que se trataba de una guerra injusta, opinión que compartió el hombre blanco en su sentencia.

Muchos en las aldeas creían que el sacerdote los había traicionado. Aumentó la tensión entre el sacerdote y Nwaka con sus partidarios, cada vez más numerosos. Ezelu se sentía justo y estaba cada vez más irritado. Su dios era celoso, esperaba obediencia de su pueblo y estaba dispuesto a castigar todo desacato. Así pues, cuando se acercó el tiempo de la cosecha, Ulu permaneció mudo. Su sacerdote que no percibió la voz del dios, no pudo anunciar a los hombres que había llegado el tiempo de la siega. El pueblo padeció, y hubo gran necesidad en todas las seis aldeas. Las provisiones alimenticias de antaño desaparecieron, sin que las nuevas provisiones llenaran los graneros. Los habitantes de las aldeas, y entre ellos Ezelu mismo y su familia, no tenían bastante de comer. Quien podía, compraba en secreto alimentos de otras aldeas. La misión cristiana difundió la especie que todo aquel que llevase los frutos del campo recién cosechados ante el dios de los cristianos, para que se los bendijeran allí, estaría libre de Ulu y de otros dioses paganos y no tendría nada que temer de ellos. Con el alma dividida, Ezelu veía en su entorno hambre y sufrimiento.

Esperaba en serio que su dios le hablara, que le dijera cuándo empezaba el tiempo de la siega y el nuevo año, para anunciar a los hombres la buena nueva. Pero al mismo tiempo vislumbraba en su conciencia que había sido su rabia reconcentrada, su indignación ante los aldeanos y su sed de venganza, las que habían cerrado su oído a la voz de dios. Sí, podía dar rienda suelta a su tenaz rencor, a su deseo de castigar a los hombres por lo que le habían hecho, aun cuando él mismo resultase con ello castigado. El rayo que debía resolverlo todo, llegó del ello sereno. De una manera repentina e inesperada, murió su hijo predilecto, el hijo al que, según esperaba, elegiría como su sucesor el dios, cuando él muriese. El golpe lo derribó. Así supo él y supieron los aldeanos que su dios se había vuelto contra él y lo había abandonado.

Durante toda su vida, Ezelu había sentido cercano a su dios; siempre había confiado en él. Había desahogado ante él su corazón sin reserva y con mayor ternura que un hijo que habla a su padre. Cuando no oyó la voz del dios, rehusó, por la veneración que le tenía, dejar morir el año viejo y anunciar el principio del nuevo. Y como recompensa, el dios dejó morir a su hijo amado, poniendo así en evidencia que se había vuelto contra él y había abrazado el partido de sus enemigos, que ahora intentarían acabar con él por completo. Sin la confianza y la protección de su dios, despojado del sentido y fuerza de su vida, Ezelu llegó al final de su camino. Y lo mismo, como nos cuenta Achebe, sucedió con su dios. En efecto, ¿qué es un dios sin su sacerdote?