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o dicho hasta ahora nos ha guiado hasta los primeros estadios de la especialización funcional en la composición de los organismos. No sería difícil seguir el desarrollo evolutivo a partir de aquí. Podría señalarse cómo se diferencian los órganos: determinados tejidos se desarrollan en forma de músculos y se transforman en órganos especializados en la ejecución de movimientos conscientes o automáticos, es decir, en órganos motores; otras células se especializan en la recepción de impresiones sensoriales; otras se convierten en especialistas en la asimilación de alimentos y la digestión. Dentro de cada uno de estos ámbitos especializados, los órganos se diferencian entre sí y se organizan en sistemas de órganos. Bastará con remitir este proceso de la creciente diferenciación de organismos a lo largo de la evolución (que ciertamente se acompaña de empujones hacia la indiferenciación) e ilustrarlo con un único ejemplo.
El ejemplo alude a una característica de la constitución natural del ser humano que quizá no ha recibido toda la atención que merece como comprobante de la creciente diferenciación de los organismos. Si se compara la cara de los simios superiores con la de los seres humanos se aprecian, ciertamente, algunas semejanzas. Pero entre las diferencias se encuentra una característica que quizá podría calificarse simplemente como la mayor movilidad de la cara humana y, comparada con esta, la mayor inmovilidad de la cara del simio. Esta diferencia se confirma a medida que se desciende por la escala evolutiva. Las partes de la cara que rodean la boca, la nariz y los ojos se hacen cada vez más rígidas. También los peces pueden, a los ojos de los seres humanos, tener rostros con una determinada expresión, pero en el fondo las partes que rodean los ojos de los peces son completamente inmóviles. El que sea el ser humano, entre todos los organismos superiores, el que posee el rostro menos rígido, o, como también se dice, «el más expresivo», puede ciertamente atribuirse al hecho de que el rostro es el espejo del espíritu. Pero cuando se considera esta cuestión con mayor detenimiento se encuentra que, por naturaleza, los seres humanos poseen en la parte anterior de la cabeza un muy diferenciado sistema de músculos cutáneos, como no lo posee ningún otro ser vivo. Los músculos cuyos movimientos coordina una persona al esbozar una sonrisa, por aludir sólo a estos, poseen una diferenciación bastante superior a la de los músculos faciales correspondientes de los simios superiores. Lo mismo puede decirse de la constitución muscular de la mano humana, en especial de los dedos. Ningún otro ser vivo posee el diferenciado sistema muscular necesario para tocar una sonata para piano de Beethoven o le Liszt. Los seres humanos se sienten muy orgullosos de la adaptabilidad de su espíritu. Pero, sea lo que sea lo que pueda significar en este contexto la palabra «espíritu», esa adaptabilidad sería inútil si el ser humano no estuviera dotado también con órganos ejecutivos igualmente adaptables, es decir, con un aparato motor altamente diferenciado, en el que las patas delanteras han evolucionado y se han transformado en manos.