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ás arriba se ha hecho hincapié en que el funcionamiento y el comportamiento de los seres vivos, esto es, de unidades integradas con diferenciaciones funcionales, no pueden explicarse de manera suficiente a partir de las propiedades de sus unidades constituyentes, como se hace en el plano de los átomos y las moléculas. Esta afirmación no contradice en modo alguno el hecho de la evolución de aquellas unidades de grado de organización superior a partir de las moléculas. Durante el transcurso de este siglo se ha incrementado considerablemente el grado de probabilidad de la suposición de que todos los seres vivos multicelulares se hayan originado a partir de seres vivos unicelulares, y estos a partir de tejidos inertes. Ya en los años veinte el erudito ruso A. Oparin elaboró el primer modelo, parcialmente comprobable de manera experimental, de un «protoorganismo». Desde entonces, ha ido ganando relevancia la idea de que aquella forma de organización que confiere a una configuración el carácter de ser vivo —en primer término, la forma de organización de las células— tuvo su origen en configuraciones más sencillas formadas por moléculas complejas, que aún no poseían el carácter de seres vivos, y estaba en estrecha relación con niveles de la evolución terrestre distintos a los que nos son familiares.
La búsqueda de eslabones y procesos intermedios en el camino de las moléculas a las células ha hecho grandes progresos. Hay que retroceder mentalmente a un mundo en el que todavía no existían vegetales ni, por tanto, fotosíntesis. Es de suponer que esas primeras configuraciones —que evolutivamente eran anteriores a la diferenciación entre animales y vegetales, de modo que pueden ser consideradas antepasadas de ambos— todavía no eran capaces de, con ayuda de la clorofila, transformar la energía del sol en energía química nutritiva. Hoy en día suele partirse de la hipótesis de que esas configuraciones de transición extraían sustancias nutritivas de conexiones con su medio ambiente en las que acumulaban energías, conexiones que, como las propias configuraciones, surgieron en estrecha relación con determinados fenómenos cósmicos, como descargas eléctricas repetidas o una persistente radiación ultravioleta. Pruebas de laboratorio han confirmado que algunas conexiones orgánicas de elevado grado de organización, que conocemos como partes de las células, pueden haber surgido de esta manera. La atmósfera de la tierra era en un primer momento muy distinta de la actual. Predominaban el agua, los óxidos de carbono, el nitrógeno y el hidrógeno —puro o combinado con cloro—, y faltaba oxígeno libre. Así, las primeras formas de los niveles de integración que calificamos como organismos debieron ser anaerobios, organismos unicelulares que no necesitaban del oxígeno libre y que, en la mayoría de los casos, perecieron al aparecer este. Es bastante seguro que una sucesión muy particular de circunstancias —una sucesión improbable— fuera una de las condiciones previas de esta síntesis inicial, de manera similar, también de las de los siguientes niveles de integración. La presencia de oxígeno libre, con su efecto reductor, probablemente hubiera hecho imposible la síntesis de los primeros niveles orgánicos; su ausencia, la de los posteriores.
En cualquier caso, el descubrimiento de restos fósiles de primitivos organismos unicelulares en formaciones geológicas en las que no se encontraban más rastros de vida ha dado mayor consistencia a la hipótesis de que tales organismos unicelulares sencillos constituyen, en la cadena de antepasados de los múltiples seres vivos, un nivel de transición entre los grupos de objetos que clasificamos como inertes y los vivos. Quizás ayude a avivar un tanto la imaginación, algo mortecina en lo concerniente a este tema, recordar el período de tiempo a lo largo del cual se desarrollaron estos procesos. Las formaciones geológicas en las que se han encontrado rastros fósiles de esos organismos iniciales datan de hace aproximadamente 495 millones de años. Pero esos primeros organismos unicelulares ya eran criaturas relativamente complejas y especializadas. Si se intenta calcular el lapso de tiempo en el que moléculas complejas se reunieron en estas sencillísimas, pero, comparadas con ellas, complejísimas formaciones celulares, es necesario considerar como marco de referencia de este proceso formador de vida un período mucho más amplio. Los cálculos oscilan entre los 1500 y los 3000 millones de años. Tan prolongado fue el período de transición de las formaciones que hoy consideramos inertes a las que hoy calificamos como vivas.
El lenguaje firmemente estructurado de nuestros días dificulta la comprensión del proceso. Gustamos de emplear formulaciones como «la aparición de la vida» o «la primera forma viviente». Pero los términos de esta índole oscurecen el verdadero carácter del fenómeno, su carácter de proceso. Las habituales costumbres lingüísticas y del pensamiento nos empujan a buscar «orígenes» para la vida. Estos, sin embargo, no existen. Nuestro aparato conceptual, y con él también nuestra capacidad de imaginación, apunta hacia una tajante y eterna diferenciación entre formaciones vivas y formaciones inertes. Esto hace que sea difícil tomar en cuenta formas de transición e imaginar formaciones previvientes que no sea posible clasificar según las familiares categorías de «vivo» e «inerte», que no eran meras formaciones fisicoquímicas, pero tampoco eran aún formaciones celulares biológicas.
También en nuestros días existen ciertamente formaciones de tipo similar, como por ejemplo los virus, algunos de los cuales no son más que un saco lleno de moléculas complejas, de material genético; todos los otros materiales los extraen de células receptoras en las que penetran y a las que infectan con su propio material genético, de manera que estas, bajo distintas órdenes, por así decirlo, en lugar de producir seres semejantes a ellas empiezan a producir seres semejantes al virus infiltrado. Pero si estos sencillísimos seres vivos que existen en nuestros días, como las bacterias y algas azules, deben ser considerados descendientes directos de los primeros organismos unicelulares, antepasados de todas las criaturas vivientes, o si, por el contrario, deben ser vistos como formas involucionadas de seres unicelulares más desarrollados, sólo la ampliación de nuestra noción del tiempo puede hacer posible el proceso de que aquí se trata. Nuestra noción del tiempo inmediata está determinada en gran medida por la duración de la vida humana. Para muchas personas, cien años —vistos esquemáticamente, la vida propia, la del padre y la madre, la abuela y el abuelo— todavía están al alcance de su imaginación. Un período de tiempo de 10 000 años nos lleva ya a los límites de aquello que contemplamos como historia; un millón de años están más allá de la capacidad normal del ser humano y 3. 000 millones la superan con creces. Pero cuando las ansias de saber y la curiosidad respecto al problema de la gran evolución y, dentro de este, a la cuestión de los procesos en los que se formaron criaturas vivientes son lo bastante grandes como para dedicarse a su estudio, es posible subordinar la noción del tiempo egocéntrica y más comprometida a una forma de concebir el tiempo más distanciada.
Muchos cientos de millones de años duró, pues, el proceso que condujo del surgimiento de moléculas complejas —que hoy ya no se forman espontáneamente fuera de organismos— al de los primeros seres unicelulares. Fue, obviamente, un proceso de síntesis natural. Podría pensarse que cuando, hoy en día, se utiliza el término «naturaleza», no hay una especial predisposición a asociarlo con fenómenos como este, es decir, con la formación de unidades altamente organizadas y caracterizadas por formas superiores de especialización funcional y controles integradores, a partir de unidades representativas de un nivel inferior de diferenciación e integración. Para mucha gente la naturaleza, según parece, está representada básicamente por simples relaciones mecánicas de causa y efecto y, en general, por leyes atemporales para un gran número de casos particulares. Pero los problemas de la síntesis, en el ya tratado nivel de integración «células de moléculas complejas», así como en niveles de integración superiores, no son menos parte de los aspectos normales de los fenómenos naturales que, digamos, la fuerza de gravedad que atrae hacia abajo a los objetos lanzados al aire o que las valencias que unen en una molécula de agua a dos átomos de hidrógeno y un átomo de oxígeno, Pero, como ya se apreció en el nivel de los fenómenos naturales discutido más arriba, el de la evolución de los cuerpos celestes, desde esta perspectiva la «naturaleza» ya no se contempla como el prototipo de los fenómenos eternamente idénticos y la inmutabilidad. La naturaleza sólo es tal cuando es vista a la luz de las ansias de eternidad humanas, del polo tranquilizador de la apariencia y la evasión, es decir, cuando se considera a través de la lente de un fuerte compromiso. Un mayor distanciamiento hace que, también en el estudio de la transición desde aquellos niveles de organización naturales que clasificamos de inertes hasta aquellos otros que registramos como niveles de los seres vivos, se perciba con mayor claridad el carácter de proceso que posee la naturaleza. Y, como ocurre siempre en los grandes descubrimientos de la humanidad, en un primer momento la alegría por el descubrimiento, por la caída de un velo y la creciente síntesis que poco a poco permite descubrir relaciones allí donde antes no podía verse ninguna, se mezcla con un sentimiento de tristeza y desencanto; el hermoso sol: etapa de un ciego proceso en cadena, un fuego carente de sentido que se consume a sí mismo; el sentido de los ansiosos seres humanos: descendientes de pequeñísimos organismos unicelulares, formados sobre una tierra completamente deshabitada como diminutos conglomerados de grasa en una sopa poco consistente.