8

U

n ejemplo conocido por todos es el estar abocados a una posible guerra atómica. Este ejemplo es especialmente adecuado para un estudio de dinámica social. Nada muestra con mayor claridad la fuerza coercitiva de una figuración de enlace doble, entendida esta como un proceso social no planeado.

Es lícito suponer que ninguna persona o grupo de personas que disponga de los medios necesarios desea realmente la guerra atómica ni planea con sangre fría su realización. Su probable efecto de bumerang es hasta cierto punto evidente. No obstante, existe una inequívoca tendencia a avanzar en esa dirección. Aunque nadie desea una guerra atómica, la amenaza de que esta se produzca pende sobre nosotros como la espada de Damocles. Nos encontramos aquí ante un caso paradigmático de dinámica de figuraciones —aquella dinámica que resulta de la manera en que grupos humanos se relacionan entre sí—. En este caso los grupos interesados son los Estados en que está dividida la humanidad, y, sobre todo, los Estados más poderosos.

Los Estados del mundo actual están relacionados entre sí según un complejo orden jerárquico que es bipolar en la cima y multipolar en la base. El escalonamiento jerárquico descansa sobre las diferencias del potencial de poder relativo[18]. El poder de un Estado resulta de la combinación de una serie de factores, como número de habitantes, capital social, fuentes de materias primas, situación estratégica según el estado de la técnica militar, nivel de productividad, de formación, de integración, etc. El conjunto de estos factores constituye la escala por la que se mide el poder de un Estado en relación con otros Estados y, con esto, su posición dentro de la jerarquía de status y poder, que varía constantemente bajo la presión de la competencia.

En este conjunto de factores hay uno que desempeña un papel esencial para la ordenación jerárquica de los Estados: su potencial de poder, la capacidad de un Estado para emplear la fuerza física en su relación con otros Estados, como medio de preservar o mejorar su posición jerárquica. Nada más característico de la estructura de las relaciones interestatales que este empleo de la fuerza física. Esto es señal de que, en el plano de las relaciones interestatales, los seres humanos siguen relacionándose entre sí de una forma arcaica. Como los animales en la selva virgen, como los grupos tribales en los albores de la humanidad, como los Estados a lo largo de toda la historia, también los Estados actuales están relacionados entre sí de tal manera, que, en último término, lo que decide la forma de su relación es su potencial de poder. Nadie puede impedir a un Estado físicamente más fuerte que se declare amo de Estados más débiles —a excepción de un Estado igualmente poderoso—. Si existe tal Estado, ambos se ven mutuamente como rivales, y cada uno intenta impedir que el otro consiga el predominio en el conjunto de la región. Así, pues, si un Estado no es contenido por otro Estado poseedor de un mismo poderío militar, nada ni nadie es capaz de impedir que su líder y las personas que lo constituyen actúen a su voluntad sobre la población de otro Estado, la amenacen, exploten, ataquen, esclavicen, destierren o exterminen.

En el interior de los Estados las cosas son distintas. Allí, normalmente, las personas o grupos de mayor fuerza física ya no poseen la posibilidad de explotar, desvalijar, herir o matar a personas más débiles. El que esta posibilidad esté —normalmente— excluida es una de las condiciones básicas de lo que se da en llamar modo de vida «civilizado». Que este modo de vida pueda mantenerse durante poco o mucho tiempo es algo que no debe depender de la prudencia, la buena voluntad, la moral o la racionalidad de los individuos —uno no se puede fiar de que todas las personas tengan buena voluntad o actúen racionalmente—. El hecho de que dentro de los Estados, a diferencia de lo que ocurre en las relaciones interestatales, la superioridad física de individuos o grupos haya, normalmente, perdido su importancia como factor decisivo de las relaciones entre personas es más una consecuencia de la manera en que las personas están organizadas en Estados. Una de las principales características de ese tipo de agrupación humana que hoy en día denominamos «Estado» es que dentro de su red de interrelaciones el ser humano se encuentra más o menos protegido de los actos de fuerza de otras personas.

Tal vez podría decirse que esto subyace a la esencia legal de un Estado, al «dominio de la ley». Quien utiliza su mayor fuerza física —descanse esta sobre la fuerza muscular o sobre las armas— para robar, oprimir o matar a otra persona es llevado ante un tribunal. Si se le halla culpable, el juez lo condena y le impone una pena. Pero la eficacia del aparato judicial depende, en última instancia, de que la justicia consiga, mediante órganos ejecutivos, atrapar físicamente a un transgresor de la ley, llevarlo ante el tribunal y, finalmente, enviarlo a prisión o, a veces, incluso al patíbulo. Hasta hoy en día el aparato legal sólo funciona con eficacia si sus representantes —efectivos o potenciales— pueden recurrir a la fuerza física para imponer sus decisiones. En otras palabras, dentro de un Estado existe, como una de sus principales características estructurales, una organización especial cuyos miembros están autorizados para utilizar la fuerza física cuando la imposición de la ley así lo requiere.

Podríamos imaginar un nivel de coexistencia social en el que las personas no necesitaran ninguna coerción externa que las inhibiera de emplear la fuerza física en sus relaciones con otras personas. Podríamos imaginar una sociedad cuyos miembros fueran capaces de someterse por sí mismos a las normas comunes elaboradas a lo largo de muchas generaciones para regular la convivencia. En tal sociedad los aparatos de autoinhibición serian tan fuertes y fiables, que harían superflua cualquier coacción externa procedente de un poder central. Podríamos aceptar que el peso de esta autoinhibición guardaría un mejor equilibrio con el cumplimiento de la necesidad personal de obtener satisfacciones personales, de tener una vida más agradable y llena de sentido. Si en tal sociedad unas personas entraran en conflicto con otras —y siempre habrá conflictos— o una fuerte presión emocional provocara un abandono del dominio sobre uno mismo, y se produjera una violación de las normas comunes, tal vez fuera necesario aplicar una compensación o un castigo, pues incluso tal sociedad exigiría esto a un miembro individual por su transgresión de las normas comunes. Los afectados podrían quizás arrepentirse voluntariamente y sin la amenaza o el empleo de la fuerza física por parte de un órgano social, pues es de esperar que tendrían el suficiente conocimiento del modo de funcionar de las sociedades humanas como para saber que una convivencia próspera presupone que las vidas de todas las personas estén equilibradas según normas, y que si tan sólo uno de los miembros de la sociedad se niega a observar voluntariamente esas normas y a arrepentirse por su eventual violación, es posible que con el paso del tiempo otros le sigan.

Esta sería una forma muy avanzada de civilización humana. Exigiría, como puede verse, un grado, una extensión y una forma de autoinhibición inalcanzables en el nivel en el que se encuentra actualmente el proceso de la civilización. También es dudoso que se consiga alcanzar ese estado, aunque valdría la pena intentarlo. Mientras esa forma de sociedad no se haga realidad, la autoinhibición de hombres y mujeres tendrá que ser reforzada por formas de coerción externa ejercidas por órganos específicos, autorizados especialmente para amenazar o utilizar la fuerza física cuando sea necesario para mantener una convivencia pacífica dentro del marco de su sociedad. La existencia de estos órganos comporta multitud de problemas imposibles de exponer aquí. La función de control de estos órganos puede ser usada de forma abusiva por los mismos controladores como medio para incrementar sus propias posibilidades de poder. Puede utilizarse en interés de uno de los grupos de la sociedad que se encuentre en conflicto con otros grupos, Pero estas posibilidades no van en perjuicio del sencillo diagnóstico de los hechos que he expuesto. Mientras el nivel de dominio de cada individuo sobre uno mismo no sea mucho más elevado del actual y no sea igualmente elevado en todos los miembros de una sociedad, y en tanto la capacidad y la voluntad de mantener un estado de equilibrio no se diferencien considerablemente de las actuales, la convivencia pacifica dentro de una sociedad no será posible por poco o mucho tiempo sin la presencia de órganos externos de coerción que refuercen y complementen la autoinhibición de los individuos.

Como ha advertido Max Weber, en los Estados actuales esas coerciones externas tienen el carácter de un monopolio estatal del poder físico. Los representantes de los Estados modernos son, en la mayoría de los casos, los herederos de una tradición institucional que declara como delito punible el que un miembro de un Estado ejerza poder sobre otro sin haber recibido una autorización especial de las autoridades estatales. Hoy en día tal autorización suele conferirse a grupos armados especializados, como, por ejemplo, la policía, cuya función general consiste en proteger a los miembros del Estado en su mutua convivencia y castigar a quienes transgreden las leyes. La civilización de estos monopolistas del poder físico dentro de un Estado sigue siendo un problema sin resolver. Por otra parte, incluso en el nivel de desarrollo actual la existencia de semejante monopolio institucionalizado acarrea importantes consecuencias para la configuración global de las relaciones humanas dentro de un Estado. En este sentido, la producción y distribución de bienes y servicios, sobre todo su distribución e intercambio a grandes distancias, sólo adoptan el carácter de relaciones económicas allí donde existen organizaciones estatales dueñas de un monopolio del poder más o menos efectivo; en otras palabras, donde la pacificación interna ha llegado a cierto grado de adelanto. Sin tal monopolio no se podría obligar a que los contratos fuesen cumplidos; la adquisición de bienes mediante actos de fuerza —llámense estos guerra, saqueo, piratería o robo— sería algo bastante habitual. De hecho, las regularidades específicas de las transacciones económicas, que constituyen el objeto y la raison-d’être de una ciencia de la economía, surgen primeramente en relación con la formación de un Estado pacificado interiormente, es decir, con el establecimiento de monopolios del poder más o menos efectivos que garanticen una determinada seguridad física en las relaciones económicas de intercambio —también entre Estados—. El surgimiento de monopolios estatales del poder físico posee, por su parte, una interdependencia funcional con procesos económicos como la formación de capital social y la creciente división del trabajo. Los procesos de formación de Estados y los procesos económicos, o, dicho de otro modo, los procesos de integración social y los de diferenciación social, son funcionalmente interdependientes, pero los unos no pueden ser reducidos a los otros.