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uede resultar provechoso retroceder una vez más hasta aquellos tempranos tiempos de la humanidad en los que el alcance de los conocimientos ajustados a la realidad que el hombre tenía sobre el mundo en que vivía era relativamente pequeño, y, de acuerdo con esto, también era pequeña su zona de segundad, esto es, el ámbito dentro del cual podía controlar con eficacia los peligros. Es de suponer que en esa etapa los procesos de enlace doble de los que he hablado actuaran en su forma más drástica e inexorable: un alto grado de peligro perpetuaba un elevado nivel de contenido emocional y fantástico en el conocimiento y las supersticiones, lo cual, a su vez, propiciaba una escasa capacidad para controlar peligros, incrementándose el grado de indefensión ante estos. El lentísimo ritmo de los progresos evolutivos de los hombres de la Edad de Piedra, y me refiero a aquellos que biológicamente eran iguales a nosotros, puede tener aquí sus raíces. Hoy hombres y mujeres son conscientes de que pueden mejorar su suerte. En aquella época esta idea no se contaba entre sus conocimientos. Los seres humanos vivían en el mismo nivel que los animales que cazaban —siempre alertas—. Les faltaba la protección de unos planes, innatos y específicos, de reacción ante los peligros. Lo que poseían de modo innato era una reacción de alarma generalizada, que se transformaba en una disposición para emprender las acciones más extremas, como, digamos, la lucha o la huida. La actual decisión sobre lo que hay que hacer, sobre los músculos que hay que mover, probablemente afecta los planos cerebrales no automáticos, estructurados por los conocimientos almacenados en la memoria, por el conocimiento colectivo e individual de peligros anteriores.
Como todo lo inusual, probablemente también las innovaciones suscitaban temor (y, en cierta medida, aún lo suscitan). No se podía saber, por ejemplo, a qué espíritus ofenderían estas innovaciones, qué fuerzas desconocidas desatarían. El miedo a los cambios, todavía hoy perceptible, debió de ser mucho más intenso entonces. Debido a esto, los procesos de enlace doble eran especialmente ineluctables en la vida de nuestros antepasados. Sus conocimientos eran mucho más limitados y, con estos, también la triada de dominios fundamentales: sobre los procesos de la naturaleza, sobre los procesos sociales y, en el plano individual, sobre los procesos del propio yo. También en etapas posteriores se observan procesos de enlace doble en estos tres planos.
Los miembros de sociedades de una etapa inicial no percibían, ni podían percibir, estos tres planos como sectores diferentes y específicos del universo; para ellos todavía no había diferencia entre «naturaleza» y «sociedad» o entre «sociedad» e «individuo». Su mundo tenía la forma de una sociedad unitaria dividida en criaturas —amigas y enemigas— que poseían una elevada posición y un gran poder, y, pasando por toda una jerarquía de niveles intermedios, criaturas con escaso poder y, por tanto, insignificantes. El nivel de peligrosidad en que vivían era muy elevado y reproducía una y otra vez una gran emocionalidad y una fuerte carga de fantasía de los conocimientos y creencias supersticiosas de un grupo, con lo cual la capacidad de dominio del hombre se mantenía en un nivel bajo y la peligrosidad en un nivel alto.
La fuerza coercitiva de este enlace doble se veía incrementada, además, por el hecho de que un conocimiento con gran contenido fantástico puede ser mucho más atractivo y emocionalmente satisfactorio para el hombre que un conocimiento más ajustado a la realidad. Hoy en día este aspecto está, por lo general, muy descuidado en las discusiones sobre el problema del conocimiento, tanto en lo filosófico como en lo sociológico y lo histórico. Existe la tendencia de tratar el conocimiento como un problema puramente intelectual. La persona que sabe o que conoce aparece como «razón pura» o, quizá, como res cogitans. Así, los problemas del conocimiento son discutidos como si el conocimiento existiera en un vacío humano, es decir, ajeno al hombre, a sus circunstancias y a su personalidad.
Y, sin embargo, no es difícil advertir que no es sólo la «razón», sino la persona en su conjunto, lo que está inmerso en la búsqueda de conocimiento. El significado emocional del conocimiento desempeña un papel no menos importante que el de su valor cognitivo en la adquisición y desarrollo del conocimiento; desempeña un papel, por ejemplo, en las disputas por llevar a cabo innovaciones en el campo de las ideas. Tampoco en lo que respecta a este aspecto del conocimiento se depende exclusivamente del progreso paulatino y de la especulación. Los cambios que atraviesa el conocimiento humano desde sus primeras formas, más emocionales y poseedoras de un egocentrismo ingenuo, hasta las posteriores, caracterizadas por un mayor dominio de las emociones y una mayor referencia al objeto, están tan estrictamente estructuradas como los cambios de aquello que se podría llamar el aspecto puramente intelectual del conocimiento; de hecho, ambos aspectos difícilmente pueden ser separados.
Ya hemos mencionado que la transición hacia la forma «científica» de conocimiento implicó en sí misma un gran avance hacia un mayor dominio sobre las emociones, hacia un mayor distanciamiento. Pero eso no es todo. Muchos descubrimientos científicos que marcaron nuevos rumbos iban contra deseos y creencias anteriores de las que dependían algunas personas y que poseían un elevado valor emocional por sí mismos. Por eso la lucha por el reconocimiento de tales descubrimientos no se comprende suficientemente si se describe únicamente como un conflicto entre posiciones intelectuales no emotivas y se ignora su importancia emocional. Los pioneros de una innovación científica no sólo tienen que sacar adelante sus descubrimientos consolidándolos contra los argumentos racionales de otros pensadores; la concepción del mundo que se deriva de ellos puede conducir a muchas personas a un profundo desencanto emocional, a veces casi a un choque traumático.
De hecho, los desencantos emocionales son casi una característica constante de los grandes avances del conocimiento científico. Es innegable que el cambio de la concepción geocéntrica del universo, tal como la defendían los escolásticos aristotélicos a finales de la Edad Media, a la concepción copernicana, que —contra el testimonio, no sometido a reflexión, de nuestros sentidos— afirma que la tierra gira alrededor del sol. Cuando este cambio del conocimiento humano es comprendido únicamente dentro del estrecho marco científico, como el reemplazo de una teoría antigua por una nueva, más acorde a mediciones y cálculos, se está juzgando mal su importancia emocional; se está olvidando su efecto sobre la concepción que el hombre tiene de si mismo y de su posición en el universo. La concepción geocéntrica del universo era expresión de un egocentrismo carente de reflexión, un aspecto del modo primario de percepción del ser humano. Durante milenios los hombres habían pensado que ellos mismos, y con ellos la tierra, eran el centro del universo, alrededor del cual los cuerpos celestes se movían en círculos. Percibían todo el universo como algo creado para ellos. Ni siquiera los dioses tenían otra cosa que hacer sino servir de dioses a los seres humanos. Hoy suele olvidarse qué golpe tan fuerte fue para el amor propio humano la afirmación de los eruditos de que la tierra giraba alrededor del sol. Y, sin embargo, sólo cuando se tiene presente el significado emocional de la concepción geocéntrica del universo puede calcularse todo el peso de la pregunta: ¿Cómo fue capaz el hombre de renunciar a una concepción del universo tan satisfactoria y, en su lugar, aceptar una concepción que, ciertamente, se ajustaba más a la realidad, pero que le desterraba del centro del universo para relegarlo a una posición marginal y que, por tanto, era en cierta medida insatisfactoria emocionalmente? Y, con todo, este es sólo uno de los muchos desencantos emocionales que el hombre ha tenido que sufrir a lo largo de la evolución de la ciencia.
El último aspecto del progreso científico mencionado sólo puede considerarse muy someramente dentro de este contexto. No obstante, es posible que ilustre los procesos de enlace doble que funcionaban en las etapas anteriores del desarrollo de la ciencia. El abandono de la concepción geocéntrica del mundo, la adopción de la representación copernicana, tal como fue propugnada por Galileo, suscita la pregunta de qué transformaciones dentro de la estructura de la sociedad y de la personalidad de sus individuos posibilitaron que una idea tan chocante fuera aceptada no sólo por algunos eruditos, sino por la opinión pública en general. Al menos una vez, en la antigua Grecia, se había formulado ya la idea de un universo heliocéntrico, de una tierra que giraba alrededor del sol. Aristarco de Samos ya había defendido la idea, respaldándola con argumentos. Pero ello le valió ser acusado de blasfemia, y durante mucho tiempo su opinión no fue más que una extravagancia filosófica sin resonancia alguna en el conjunto de la sociedad. No menoscaba en lo más mínimo el mérito ganado por Copérnico con la elaboración de un modelo teórico heliocéntrico el hecho de comprobar que una nueva concepción del universo, que hoy en día es reconocida como un progreso científico propiciador de nuevos rumbos y un modelo más ajustado a la realidad que los precedentes, no tenga necesariamente que ser reconocida como progreso y aceptada como tal por el conjunto de la sociedad. Con demasiada frecuencia el salto dado por las ciencias de la naturaleza se aprecia sólo como un cambio representado por las brillantes ideas de unos cuantos grandes hombres. En comparación, la cuestión de cómo y por qué esas innovaciones —entre las cuales la defensa hecha por Galilea de la concepción copernicana del universo es solamente una de las más conocidas— son aceptadas por el conjunto de la sociedad se encuentra bastante descuidada. El problema del enlace doble en el plano de la relación entre ser humano y naturaleza aparece con mayor claridad cuando se plantea esta cuestión, cuando se pregunta: ¿Qué transformaciones sociales y personales hacen posible que las personas acepten una concepción del universo que no sólo es emocionalmente decepcionante, sino que además contradice a sus propios sentidos?
Otras ideas innovadoras presentadas por los pioneros de un método científico tampoco han sido menos insatisfactorias. También la idea de que los animales no son más que máquinas, y que el mismo ser humano es una máquina, aunque con alma, idea sostenida con gran vigor por Descartes y adoptada por muchos otros eruditos, sacudió la ensoñada visión tradicional que el hombre tenía de sí mismo. Lo mismo ocurrió, mucho después, con la teoría de la evolución de Darwin sobre el origen del hombre, o con el descubrimiento, hecho por Freud, del papel que desempeñan los instintos animales en la vida del ser humano e incluso en la vida de los niños. La imagen yerma de la verdadera luna, comparada con el encanto de la luna de los amantes, o el saber que el sol es una gigantesca reacción en cadena, en particular de átomos de helio e hidrógeno, apuntan en la misma dirección.
De hecho, la imagen de la totalidad del universo físico, con sus millones de galaxias estériles y sus agujeros negros, es emocionalmente menos satisfactoria que la belleza de un cielo repleto de estrellas, tal como los seres humanos aprendieron a verlo. El desencanto emocional consiguiente a los grandes progresos científicos no es accidental. Es una característica estructural de este progreso. La razón por la cual la imagen del mundo natural desvelada por los científicos provoca desencantos emocionales una y otra vez es sencilla de comprender: en muchos aspectos, el universo natural no es el mundo que los hombres hubieran deseado. Mientras más se abandonan las fantasías emocionales del hombre gracias al continuado esfuerzo de los científicos, más evidente se hace que el universo es un lugar poco agradable. Sin duda, tiene posibilidades de evolución. El surgimiento del ser humano a partir de organismos unicelulares y a través de, según parece, una cadena de procesos naturales extraordinaria, quizás única y ciertamente no intencionada, remite a esta posibilidad. El concepto de «naturaleza», formado bajo la influencia del estudio científico de su plano más simple —el plano físico—, es imperfecto. Los seres humanos no son menos parte de la «naturaleza» que los átomos. De hecho, las grandes posibilidades de evolución de la «naturaleza» muestran que organismos tan complejos como los seres humanos y poseedores de cualidades tan extraordinarias como una «conciencia», una ilimitada diversidad de lenguajes y una enorme memoria, tienen su origen en un proceso no planeado producido dentro de la naturaleza. En general, puede afirmarse que el mundo hostil, la naturaleza en su estado primitivo, fue convertido en un mundo habitable por los seres humanos y para los seres humanos, y probablemente todavía cabe hacerlo más agradable; sin embargo, esto sólo se conseguirá mediante el esfuerzo continuado y colectivo de sucesivas generaciones.
Como puede apreciarse, esta es la paradoja que subyace al modo de aproximación científico, modo que no sólo exige al hombre un gran retraimiento emocional, sino que, además, conduce a una concepción del mundo que tiene menos alegrías que ofrecer al ser humano. No obstante, el alejamiento de los sueños —que brindan al hombre gratificaciones emocionales, sean de tipo placentero o no— y el cambio de rumbo hacia una visión del mundo físico más orientada hacia la realidad conllevan, sin duda, sus propias gratificaciones. El mayor ajustamiento a la realidad y el mayor valor cognitivo propios de ese modo más realista de aproximación al mundo al que hoy en día llamamos «científico» o «racional» se manifiestan en que proporcionan al ser humano mayor poder para dirigir los fenómenos físicos y, sobre todo, para controlar los peligros. Proporcionan al hombre un medio de orientación mucho más seguro y fiable del que nunca antes había poseído. Pero, pese al entusiasmo con que las personas de los siglos XVI y XVII sometían a pruebas empíricas el saber tradicional —Descartes, por ejemplo, pasó gran parte de su vida dedicado a todo tipo de experimentos de laboratorio—, no podían imaginar en toda su medida los beneficios que un día se derivarían de esos inicios. No podían imaginar las mejoras de la sanidad, los progresos de la técnica, las mayores comodidades de la vida cotidiana, de los viajes, etc., que el ser humano alcanzaría renunciando a antiguas fantasías y aceptando medios de orientación que, si bien podían ser emocionalmente insatisfactorios, se ajustaban mejor a las realidades de su situación, a las relaciones observables de fenómenos físicos.
La liberación del enlace doble que durante tanto tiempo tuvo al hombre atado al plano magicomítico de experiencia de la naturaleza difícilmente podía ocurrir como un acontecimiento a corto plazo. Cuando esta transformación se trata únicamente como un cambio producido en el ámbito del pensamiento y representado por los grandes descubrimientos científicos de unos cuantos grandes hombres, no se está haciendo más que, en el mejor de los casos, arañar la superficie de la recalada en las ciencias de la naturaleza. Tanto la realidad de esos descubrimientos como la de su creciente resonancia en el conjunto de la sociedad indican que, tras un larguísimo proceso preparatorio, el ser humano había alcanzado un nivel en el cual debe haber sido muy grande la certeza de las nuevas gratificaciones —incluso emocionales— que lo esperaban bajo la forma de una orientación más adecuada y un mayor poder sobre la naturaleza, siempre y cuando estuviera dispuesto a restar importancia a los interdictos de doctrinas magicomíticas y la satisfacción de profundas necesidades emocionales que estas ofrecían. Pero, sin duda alguna, tal certeza no podía alcanzarse en una o dos generaciones, sino muy lentamente, a través de un prolongado proceso.
Si se desea desarrollar un modelo teórico de estos procesos que sirva como provisional hilo conductor de futuros estudios sobre las condiciones a largo plazo de la recalada en la ciencia, debe partirse de la notable continuidad de la transmisión de conocimientos desde los antiguos imperios del Cercano Oriente, pasando por la cultura clásica grecorromana y una serie de transmisores de la misma, entre ellos Bizancio, los árabes y la Iglesia católica romana, hasta la Europa de la Edad Media y la Edad Moderna. Ha de mencionarse que a lo largo de este continuo del saber surgieron muchas veces y relativamente pronto, dentro de un marco de formas de conocimiento magicomíticas, otras formas de conocimiento protocientíficas. También se debe señalar que este conocimiento protocientífico insertado dentro del marco magicomítico —manifestado, por ejemplo, en la astrología— condujo a una primera recalada en la ciencia, que tuvo una vida relativamente breve y terminó fracasando. Fracasó, entre otras cosas, porque estaba limitada a un pequeño círculo de eruditos y en el conjunto de la sociedad encontró un eco relativamente débil. Pero no fracasó por completo. Dejó una herencia en conocimientos científicos pero también en términos científicos. Es cuestionable que sin esos precursores la recalada en las ciencias de la naturaleza hubiese podido realizarse o llegar tan lejos como lo hizo durante el Renacimiento europeo. En las antiguas Grecia y Roma coexistían tipos de explicación magicomíticos con otros puramente causales. Como ya se ha dicho, Plutarco escribió un tratado en el que se preguntaba cómo era posible que un mismo fenómeno recibiera al mismo tiempo una explicación en términos de actos divinos y una explicación causal. También hemos recordado que Ptolomeo no sólo redactó un compendio de astronomía, sino también uno de astrología. De hecho, la coexistencia de unos modelos de explicación puramente mecanicocausales y otros magicomíticos y su lucha por el predominio o la reconciliación, aunque con oscilaciones, puede seguirse en Europa hasta finales del siglo XVII.
Esta observación sobre la posibilidad de una perspectiva a largo plazo de la recalada en las ciencias naturales puede servir para redondear lo expuesto sobre los procesos de enlace doble, que durante mucho tiempo actuaron en la relación del ser humano con la «naturaleza» y también en las relaciones entre personas. Muchas representaciones del ascenso de las ciencias de la naturaleza hacen parecer que el hombre, después de creer —sin motivo especial— en todas las fantasías posibles, en parte simpáticas y en parte bárbaras, en algún momento —también sin motivo especial alguno— llegó por sí mismo a la razón y, desde entonces, en su continuo progreso científico y tecnológico nunca más ha vuelto la vista hacia los antiguos errores. Quizá ya haya dicho lo bastante para hacer ver que esta imagen que tienen de sí mismos algunos miembros de sociedades científicas, y que se encuentra en la base de la mayor parte de las reflexiones filosóficas y de muchas reflexiones históricas sobre el ascenso de las ciencias de la naturaleza, no sirve más que para halagar la vanidad de quienes creen en ella. En esta imagen sin duda intervienen fantasías que pueden deparar satisfacciones, pero es una imagen que no resiste un examen minucioso. De hecho, es bastante característica de la forma de aproximación al mundo humano que predomina actualmente, de la cual la ciencia constituye una parte. Es una muestra de que, en el plano de su existencia social, el ser humano continúa mucho más inaplicado en procesos de enlace doble que en el plano físico. Una y otra vez descubrirnos síntomas del carácter contradictorio y de la irregularidad de aquello que a muchos de nuestros contemporáneos les gusta considerar como una «racionalización» uniforme que determina del mismo modo el trato de los seres humanos con la «naturaleza» que el trato entre los propios seres humanos. Sin embargo, en este trato con la «naturaleza» el hombre ha alcanzado un grado de distanciamiento y de dominio sobre los peligros que se encuentra en continuo crecimiento. En el trato interpersonal el grado de distanciamiento y de dominio sobre los peligros es más reducido, y en algunos ámbitos como, por ejemplo, el de las relaciones interestatales, no es muy superior al de los hombres primitivos.
Así, pues, la cuestión de cómo consiguió el hombre reducir la fuerza coercitiva de los enlaces dobles que determinaban su trato con la «naturaleza» adquiere una doble importancia debido al hecho de que en el plano social, en las relaciones entre las propias personas, no se ha conseguido reducir en la misma medida la fuerza coercitiva de los enlaces dobles. También respecto a este último plano surge la pregunta: ¿Cómo puede el hombre escapar al movimiento circular que lleva de unos conocimientos y creencias con una elevada carga emocional de fantasía a una menor capacidad de dominar los peligros que los seres humanos se autoprovocan, y, de nuevo, de un alto grado de peligrosidad a un elevado carácter emocional de los conocimientos y creencias?
Entre las particularidades estructurales más características de la época actual se encuentra la discordancia entre, por un lado, el elevado grado de ajustamiento a la realidad del conocimiento y el gran dominio que posee el hombre sobre la naturaleza no humana, y, por el otro, el grado de manejo práctico y teórico que se ha alcanzado en lo referente a las cuestiones sociales. En el primer caso se consiguió una ruptura definitiva; el nudo del enlace doble fue desatado. Esta ruptura, la recalada final en las ciencias de la naturaleza, después de siglos de avance en esa dirección, fue seguida por un progreso casi rectilíneo tanto del conocimiento científico como del dominio y manejo prácticos. En el plano social humano hasta ahora no se ha producido una ruptura comparable que conduzca a unos conocimientos más adecuados y un dominio más confiable, a pesar de haberse dado una serie de avances proto y seudocientíficos. En este plano el ser humano continúa girando indefenso dentro del círculo, como el pescador petrificado por el pánico lo hacía en el Maëlstrom. Aquí continúa vigente una situación en la que un alto grado de emocionalidad en el pensamiento, por un lado, y un elevado grado de exposición ante los peligros emanados del hombre mismo, por el otro, se refuerzan recíprocamente y muchas veces se incrementan. Además, el peligro también aumenta considerablemente por cuanto los seres humanos que están atrapados en este enlace doble pero no advierten su situación suelen considerar que deseos y conocimientos, en realidad cargados de emociones y provocados por el enlace doble, son totalmente «racionales» y orientados hacia la realidad.
En épocas pretéritas probablemente hubo un largo período en el que los procesos de la naturaleza no humana eran mucho más amenazadores para el hombre que los peligros emanados del hombre mismo. Hoy en día, en las regiones desarrolladas del mundo sucede lo contrario. Si bien la amenaza que representan los fenómenos naturales no ha desaparecido por completo, ni mucho menos, sí se ha reducido un tanto, mientras que algunos de los peligros más serios que amenazan actualmente al hombre emanan del mismo ser humano. En el plano de la convivencia humana, en el plano social, el grado de distanciamiento en el pensar y el actuar está muy por detrás del alcanzado en los planos físico y biológico. En el plano social sigue girando sin interrupción la rueda en la cual una elevada emocionalidad del pensamiento y de la acción mantiene peligros incontrolables emanados de grupos humanos, y viceversa; el nivel de desarrollo en que se encuentra este plano es comparable al nivel en que se encontraban las relaciones del hombre con la naturaleza no humana en épocas pasadas. En el plano social los grupos humanos continúan atados entre sí por un inextricable enlace doble. Y algunos de esos grupos poseen un potencial de destrucción que se acerca al de las catástrofes naturales de escala global.