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n una serie de Estados, sobre todo en los más antiguos, la eficacia de la monopolización del poder físico y, con esta, del control de la violencia, se ha incrementado de manera continua a lo largo de los últimos 300 o 400 años. En esos Estados la pacificación de las relaciones humanas está bastante avanzada —a pesar de frecuentes retrocesos— y, de acuerdo con ello, ha aumentado también la repulsa individual al empleo del poder físico. Sin embargo, las relaciones entre Estados apenas si han cambiado. En el fondo conservan todavía su carácter arcaico. Todos los Estados son libres de emplear la fuerza en sus relaciones con otros Estados, salvo que sus líderes y habitantes sean intimidados por otro Estado de igual o mayor poder. En este plano no existe ningún monopolio del poder físico, ninguna instancia superior capaz de obligar, incluso a los Estados más fuertes y poderosos, a mantener la paz y a renunciar al empleo de amenazas y fuerza física en su relación con otros Estados. También en el plano interestatal existen instituciones judiciales. Pero como estas no están apoyadas en fuerzas militares o policiales superiores a las de todos los posibles infractores, la influencia que actualmente ejercen sobre las relaciones interestatales es todavía bastante reducida.
Sería interesante explicar cómo se ha llegado a esta enorme diferencia estructural entre las relaciones humanas dentro de un Estado, donde por lo general existe un monopolio del poder que suele ser bastante eficaz, y las relaciones humanas interestatales, donde no existe tal monopolio. Algunos pasos hacia la explicación de esta diferencia se ofrecen en mi libro Über den Prozeβ der Zivilisation (vol. 2)[19], que, entre otras cosas, contiene una detallada descripción de la sociogénesis de los monopolios centrales de un Estado, el monopolio del poder y el monopolio de la dirección. Intentar aquí semejante explicación nos llevaría demasiado lejos. No obstante, quizá sea oportuno indicar que la existencia de tales monopolios en el interior de los Estados y su inexistencia en el plano interestatal es un buen ejemplo del grado de precisión con que los sociólogos son capaces de establecer diferencias entre las estructuras sociales. A muchos historiadores y a no pocos sociólogos Ies es difícil comprender que las sociedades, que en último término no son más que redes de personas funcionalmente interdependientes, puedan tener una estructura propia o, lo que viene a significar prácticamente lo mismo, que las personas, en tanto individuos o grupos, estén relacionadas mutuamente en figuraciones específicas cuya dinámica ejerce una influencia a menudo irresistible y coercitiva sobre aquellos que forman la figuración. La existencia de un monopolio del poder físico en el interior de los Estados y su inexistencia en las relaciones interestatales es un ejemplo de la solidez de las estructuras formadas por la conjunción de personas interdependientes. Es también un indicador del enorme efecto que estas estructuras tienen sobre las personas que las forman.
En el plano de las relaciones interestatales sólo hay, como ya se ha mencionado, una posibilidad de evitar que un Estado con gran potencial de poder se sirva de toda su fuerza en sus relaciones con otros Estados. Este Estado sólo puede ser puesto en jaque por otro Estado con un poderío más o menos equivalente, o bien por un grupo de Estados si estos son capaces de dominar sus rivalidades internas para que su potencial de poder conjunto sea capaz de hacerse respetar al máximo. Pero en cualquiera de estos casos las unidades estatales más poderosas que se encuentren en la cima de una jerarquía de Estados interdependientes se verán arrastradas casi inexorablemente a la competencia y la lucha. Tan fuerte es la atracción de esta polarización entre dos Estados hegemónicos, que los otros Estados —y no pocas veces contra su propia y mejor voluntad— son atraídos por el campo de fuerza de una de las dos potencias, como las limaduras de hierro lo son por uno u otro polo de un imán. La lucha por la posición hegemónica entre las potencias que se encuentran en la cima también determina en gran medida la agrupación de los otros Estados dentro de la pirámide, no sin una cierta reciprocidad, por cuanto también las agrupaciones de Estados menos poderosos influyen sobre el equilibrio de tensiones establecido entre los Estados que se encuentran en la cima.
En un ámbito social en el que no existe ningún monopolio del poder físico efectivo, cada una de las unidades de poder, en este caso cada uno de los Estados y, sobre todo, cada uno de los Estados hegemónicos, están inmersos en un proceso no planeado que determina en gran medida las decisiones y acciones de sus miembros y líderes respecto a sus relaciones con otros Estados. Como ya se ha dicho, en este plano los grupos humanos siguen viviendo, en lo que respecta a sus relaciones mutuas, bajo condiciones como las que dominaban mucho antes de que se formaran grupos con las características de un Estado. En nuestro tiempo los grupos humanos en forma de Estados, como antes las hordas o tribus, continúan relacionándose entre sí de tal manera que un grupo más fuerte puede explotar, oprimir o aniquilar a un grupo más débil, sin que este último tenga esperanza de recibir ayuda o compensaciones. El grupo más fuerte no tiene que temer castigo alguno. Nadie tiene un poderío mayor que el de los Estados más fuertes.
Alguien podría preguntarse por qué un Estado más fuerte desearía atacar a un Estado más débil. Pero esta pregunta no concierne a nuestro problema. Lo importante es que, en el plano interestatal, la potencia más fuerte puede atacar a grupos más débiles. Al no existir nadie capaz de impedir tal ataque, los grupos humanos relacionados entre sí pero carentes de un monopolio del poder central viven en un irremisible y permanente estado de inseguridad. Cuando hay grupos que poseen o creen poseer un potencial de poder superior al de sus vecinos, existe siempre la posibilidad de que intenten utilizar esa superioridad en beneficio propio. Esto pueden hacerlo de muy diversas maneras —mediante constantes indirectas, mediante exigencias directas, ejerciendo influencias sobre su política interna o mediante el envío de tropas y la anexión—. Tal vez no lo hagan hoy; tal vez no lo hagan nunca; pero por el hecho de que sean capaces de hacerlo, de que en las relaciones interestatales el empleo de la fuerza constituya una amenaza omnipresente y sea normalmente la ultima ratio, mientras que en las relaciones normales establecidas en el interior de los Estados está excluido casi del todo, no sólo remite a la fundamental diferencia estructural existente entre las relaciones humanas dentro de un Estado y las relaciones humanas interestatales. Indica también que las personas —sobre todo los habitantes de los Estados nacionales industrializados, controlados con eficacia y pacificados— viven simultáneamente en dos planos distintos cuyas estructuras no sólo difieren, sino que en algunos aspectos son totalmente opuestas. En consecuencia, viven con dos cánones de comportamiento distintos y contradictorios[20]. En uno de los planos está terminantemente prohibido atacar a una persona y darle muerte; en el otro plano es casi un deber preparar, tener dispuesta y emplear la capacidad de emplear acciones de fuerza contra otras personas.
Casi en todos los aspectos pueden observarse diferencias entre cada uno de los cánones, el que rige el comportamiento dentro del grupo y el que rige el comportamiento entre grupos. Pero en sociedades con un monopolio del poder físico peor controlado y menos eficaz, la pendiente entre el grado de utilización de la fuerza dentro de un grupo y el grado de empleo de la fuerza en las relaciones intergrupales es menos abrupta. En la antigua Atenas, por ejemplo, y en muchas ciudades medievales, el impulso hacia la defensa propia y la predisposición a atacar a otros en caso de conflicto eran mucho más intensos que hoy, como más frecuentes eran también los enfrentamientos físicos dentro de la propia sociedad. La creciente eficacia del control de la violencia dentro de un Estado y el mayor sometimiento de las autoridades estatales a controles públicos van de la mano de consiguientes transformaciones en la estructura de la personalidad de los individuos. Ambos procesos favorecen el desarrollo de una fuerte autoinhibición de las personas en posibles conflictos y el cruce del umbral de la repulsa del empleo de la fuerza física en las relaciones humanas. Por este motivo a la mayoría de la gente que ha crecido en una sociedad estatal hasta cierto punto pacificada interiormente y que, por consiguiente, posee quizás un intenso sentimiento de repulsa hacia el empleo de la fuerza física, muchas veces le es extremadamente difícil comprender por qué en las relaciones interestatales el empleo de la fuerza física sigue siendo un medio normal de lucha competitiva y de zanjamiento de conflictos. Ellos mismos pueden entrar en conflicto si son llamados para hacer a miembros de otros grupos aquello que han aprendido a odiar dentro de su propio grupo: emplear la fuerza y matar.
Fuera de esto, la monopolización de la fuerza física, puesta bajo el control de la instancia central de una sociedad estatal, no significa que el empleo de la fuerza dentro de tal sociedad esté prohibido por completo. Sólo significa que el uso de la fuerza está reservado a los miembros de agrupaciones sociales concretas como la policía, que están autorizados a emplear la fuerza bajo determinadas normas y con finalidades determinadas, en especial para evitar actos de fuerza de otras personas dentro de su sociedad. Así, no sólo existe una contradicción entre el canon de la no violencia en el interior de los Estados y el canon que permite el empleo de la fuerza en el ámbito interestatal, sino que dentro de las mismas sociedades existe una tensión permanente entre el canon de la no violencia absoluta, que rige a la gran mayoría de los ciudadanos, y el canon de la violencia autorizada y más o menos controlada por la opinión pública, que rige a la policía y otros organismos armados.
Sin duda alguna, el monopolio del poder físico, el empleo de la fuerza física organizado según determinadas normas, no es inmune a posibles abusos. El problema de cómo se puede controlar a los controladores y a sus óiganos ejecutivos es uno de los problemas prácticos de la sociedad que aún no han sido resueltos. Pero en el plano de las relaciones interestatales, donde no existe monopolio del poder, ni siquiera se ha establecido aún una policía eficaz. Por eso en ese plano sigue preponderando la «ley» del más fuerte en su forma arcaica.
El grado de comportamiento civilizado que el hombre ha alcanzado hasta hoy no es uniforme. Dentro de su estructura existen contradicciones que son responsables de toda una serie de tensiones personales y conflictos de nuestro tiempo. Tal vez hayamos ido muy lejos en la separación del estudio científico del hombre en tanto individuo —es decir, el estudio psicológico— y el estudio de las relaciones interpersonales en los planos interior al Estado e interestatal. C da uno de estos tres planos tiene sus propias características estructurales; cada uno posee una cierta autonomía en relación a los otros. De hecho, en las sociedades desarrolladas la relativa autonomía y el carácter propio de la estructura de la personalidad de cada individuo han aumentado en comparación con etapas anteriores. Pero, paradójicamente, también se ha incrementado la interdependencia de los individuos. Antes los individuos se identificaban con unidades relativamente pequeñas, con agrupaciones humanas de límites relativamente reducidos; en la actualidad se identifican con Estados nacionales, a menudo formados por millones de personas. Tan individualizado como es el hombre de los Estados nacionales más desarrollados, la estructura de su personalidad está atada por un lazo invisible a la estructura de su sociedad estatal («nosotros») y a la estructura de las relaciones con otros Estados («ellos»), estructuras que, juntas, determinan también la relación de una persona con los «objetos naturales». Cada uno de estos planos posee, como ya se ha dicho, características estructurales propias y una relativa autonomía —de alcance variable— en sus relaciones con los otros planos. Pero, al mismo tiempo, todos estos planos se desarrollan en una estrecha interdependencia en la cual el plano de mayores dimensiones —el de las relaciones interestatales— es el más poderoso. Dentro de esta estructura en cuatro planos es la dinámica de las relaciones interestatales, aún poco controlable, la que marca el camino.