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n épocas anteriores es posible que unidades de supervivencia como, digamos, tribus nómadas, que durante algún tiempo estuvieron ligadas entre sí en un enlace doble, hayan tenido ocasionalmente una alternativa a la lucha a la cual las hubieran obligado su mutuo anhelo de seguridad ante el posible ataque del otro bando. En una época en la que todavía había mucho espacio libre sobre la tierra y los territorios no se consideraban como la propiedad inalienable de un grupo humano determinado, los grupos unidos entre sí en un enlace doble podían ocasionalmente escapar de la trampa alejándose unos de otros. Podía suceder que uno de los bandos advirtiera que su poder estaba disminuyendo, o quizá que se cansara de la lucha constante y la incesante amenaza que representaba el poderío del otro bando. En un caso semejante los miembros del grupo podían, sencillamente, decidir levantar sus tiendas y marcharse a buscar fortuna a otra parte.
Desde hace algún tiempo los grupos humanos ya no tienen esta alternativa. Sobre todo las dos o tres potencias hegemónicas de nuestros días, aquellas que tras la prolongada lucha de eliminación entre Estados destacan actualmente como las unidades estatales más poderosas de la tierra, constituyen ya una mutua y fatal amenaza por el simple hecho de constituir Estados de fuerzas similares y por la inexistencia de una instancia superior capaz de protegerlas una de otra. Pero hoy en día las unidades de poder son ya incapaces de distanciarse. Ni siquiera una victoria hace que la potencia derrotada desaparezca de la escena. En nuestro mundo los antagonistas están, por decirlo así, navegando en el mismo barco. Tal como están las cosas actualmente, cada una de las potencias hegemónicas constituye una fatal amenaza para la otra —y será imposible neutralizar el peligro y aumentar mínimamente el grado de dominio de todos los implicados mientras ambas potencias continúen igualmente comprometidas y, por ende, no alberguen ninguna confianza hacia la otra.
El que los dos Estados hegemónicos de nuestros días sean al mismo tiempo los principales representantes de dos sistemas sociales distintos y, en algunos aspectos, antagónicos es un hecho que ciertamente desempeña un papel en la enemistad existente entre ellos. Estas doctrinas sociales divergentes tienen una función real en el recalentamiento de la lucha entre los Estados. Relacionan los peligros y rivalidades interestatales con el principal problema interno de los Estados de la era industrial; el conflicto entre fábricas y obreros. Pero ni tales conflictos internos ni los sistemas sociales divergentes desarrollados dentro del contexto interno de cada Estado son la verdadera raíz del conflicto interestatal que enfrenta a las «superpotencias». Prueba de ello es la relación que existe entre los dos países comunistas más importantes, Rusia y China. Ambos se declaran comunistas. Pero el reconocimiento de una doctrina común no puede hacer mucho ante la presión del enlace doble formado entre ambos países —ante el hecho de que cada uno de estos países representa un peligro militar para el otro y vive temiendo constantemente al otro.
Así, pues, la relación entre un conflicto de doctrinas y formas de gobierno internas y un conflicto de seguridad interestatal se produce en tanto el primero ayuda a congregar a la masa de habitantes de cada país bajo la propia bandera y a procurar aliados potenciales a cada bando. Pero el conflicto interestatal en sí mismo no debe toda su fuerza dinámica, como tan a menudo se ha supuesto, a los conflictos internos de los Estados ni a las doctrinas sociales a través de las cuales cada una de las partes se legitimiza. El conflicto interestatal posee una dinámica propia. Incluso aunque ambos bandos derivaran las tensiones existentes entre ellos de un conflicto de clases interno, su rivalidad y la dinámica inmanente de esta sólo se diferenciarían estructuralmente de las luchas por la hegemonía, en las que dos unidades de poder destacadas como las más poderosas tras una prolongada lucha de eliminación se sumen una y otra vez desde que el hombre es hombre, en cuanto que se trataría de una lucha por, respectivamente, la unificación o el dominio de toda la humanidad.
Las propias luchas de eliminación son, como ya he señalado en otro lado[21], un rasgo normal de los procesos de formación de Estados. Pueden, como ocurrió en la antigua Grecia, desembocar en una situación de empate; pueden, como en el desarrollo de Roma y en el de Francia, llevar a un predominio de uno de los adversarios, o bien conducir a un acuerdo entre los principales rivales. Hasta donde se sabe, esta última solución no se ha alcanzado nunca, pero, dado el actual nivel de autoinhibición, reforzado por el efecto de coerción externa que tienen las armas nucleares, no puede ser descartada como posibilidad.
En general, la lucha de poder entre la Unión Soviética, China y Estados Unidos sigue el mismo patrón que las muchas luchas multipolares de eliminación y por la hegemonía que han tenido lugar en el pasado siempre que surgió un ámbito social de unidades de poder carente de un monopolio del poder. Como también ha ocurrido muchas veces en otras épocas, es posible que los principales actores implicados en la actual lucha por el predominio hayan entrado en esta lucha sin tener la intención de alcanzar una posición hegemónica. Pero la dinámica propia de la figuración que forman las grandes potencias empuja claramente en esa dirección. Y esta es la primera vez que se halla en juego el dominio sobre toda la humanidad. Lo más probable es que ninguno de los rivales tenga como objetivo —ni declarado, ni oculto— alcanzar semejante hegemonía. Ambos comenzaron su camino hacía la cima de la jerarquía de Estados bajo el signo de concepciones marcadas por un fuerte antiimperialismo. Sin embargo, con el transcurso del tiempo ambos fueron arrastrados hacia una constante expansión de sus esferas de influencia hacia el control directo o indirecto de países; en suma, hacia la construcción de un dominio imperialista; esto ocurrió simplemente por las exigencias de la figuración que ambos forman, por la dinámica del proceso en el que están sumidos. Al igual que en casos similares ocurridos en el pasado, las dos «superpotencias» se ven arrastradas a constantes pruebas de fuerza. Cada incremento del potencial de poder de uno de los bandos debe ser equilibrado por un incremento proporcional del potencial del otro. Cada alianza que una de las potencias pacta con algún país de cualquier parte del mundo, debe ser compensada por una alianza de la otra potencia. Tampoco las potencias imperialistas del pasado llegaron a ser lo que fueron debido a sus propios planes, ni porque sus representantes tuviesen la intención de levantar un imperio, sino por la presión de determinadas rivalidades. Sólo en una etapa tardía del proceso pueden los lideres de tales países asumir conscientemente el papel que se les ha concedido, el papel de centro de un gran imperio.
Considerada en sí misma, la tendencia de las dos grandes potencias hegemónicas de finales del siglo XX hacia la construcción de un dominio imperialista tiene poco que ver con ideales sociales como el comunismo o el capitalismo. Las relaciones interestatales poseen su propia dinámica. Los modelos de orientación sociológicos derivados del plano interno de los Estados, de los conflictos de intereses entre trabajadores y empresarios, contribuyen en muy escasa medida a dar una mejor orientación sobre problemas del plano interestatal, entre los cuales el más apremiante es el peligra de una guerra atómica. Las explicaciones del tipo habitual, según las cuales los culpables de este peligro son bien los capitalistas bien los comunistas, no constituyen únicamente una orientación errónea, sino que además ocultan el carácter de enlace doble de la figuración, con lo cual también dificultan el dominio y la dirección del conflicto. Otorgan a la lucha por la hegemonía establecida entre las dos superpotencias el carácter de una cruzada, emprendida ora por el uno, ora por el otro bando. El simple hecho de que existan dos grandes potencias atadas de tal manera que cada una representa un peligro para la otra queda oscurecido; y cada uno de los bandos se identifica con dos doctrinas distintas, como lo hicieran cristianos y musulmanes en la época de las cruzadas, o protestantes y católicos durante las grandes guerras religiosas. En épocas anteriores el centro de las doctrinas estaba ocupado por potencias sobrenaturales. Las doctrinas actuales giran en tomo a dos formas distintas de ordenación de la convivencia humana. La una reclama que una intervención a favor de los intereses de los trabajadores desembocará en una sociedad ideal para toda la humanidad. La otra que la libre competencia empresarial dará como resultado una sociedad ideal. En ambos casos la práctica social efectiva se encuentra tan lejos de su estado ideal, que es imposible ver cómo esta realidad social podría hacer surgir una sociedad ideal. Pero precisamente esto es lo que cada uno de los Estados rivales argumenta en su favor; precisamente esto refuerza el compromiso emocional en ambos bandos y, así, refuerza también la fuerza coercitiva del enlace doble.