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i bien los ideales y credos sociales no son tan inasequibles a un examen de ajustamiento a la realidad como las religiones sobrenaturales, en determinadas situaciones pueden cerrarse de manera tan hermética que resulten inalcanzables por argumentos que aludan a la realidad y por experiencias prácticas. El que doctrinas e ideales sociales centrados en una nación se cierren de tal manera es algo que refleja una clara función social: en caso de una tensa situación de peligro garantiza que las personas se identifiquen totalmente con su propio bando. En semejante lucha por la supervivencia los miembros de ambos bandos deben estar dispuestos a sacrificar sus vidas cuando se comience a disparar en serio La gente de épocas pasadas desarrollaba esta predisposición al sacrificio para defender la causa de una religión sobrenatural. Hoy en día pueden encontrar un móvil similar en las doctrinas sociales, en una creencia en el valor elevado de su propio país y su ordenamiento social particular. El cierre hermético de las creencias asegura el carácter de móvil de las mismas. Pero, al mismo tiempo, es precisamente este cierre hermético de los sistemas sociales antagónicos contra argumentos remitentes a la realidad y observaciones reales; es, en otras palabras, el endurecimiento del antagonismo ideológico lo que mantiene a los adversarios en un apretado clinch que hace que el proceso de enlace doble y, con este, el ir a la deriva hacia la guerra nuclear sean prácticamente incontrolables.
Aquí nos topamos una vez más con un aspecto de las situaciones de enlace doble que ya era visible en el trato del ser humano de etapas anteriores con los entonces incontrolables procesos naturales. En su relación con las fuerzas de la naturaleza el ser humano ha conseguido en gran medida abrir la tenaza del enlace doble que lo tenía preso en ese ámbito. Ha logrado reducir el contenido de fantasía de sus conocimientos sobre la naturaleza. Ha aumentado el grado de ajustamiento a la realidad de sus conocimientos y, con ello, su dominio sobre la naturaleza. Este último le ha ayudado a conjurar un tanto los peligros naturales y a refrenar en parecida medida sus temores ante estos. La disminución de sus temores, a su vez, ha posibilitado una reducción del grado de fantasía de su caudal de conocimientos. Lo que llamamos «ciencias de la naturaleza» es únicamente una expresión de la capacidad del hombre para abrir la trampa del proceso de enlace doble en su relación con la naturaleza inanimada, esto es, para reducir al mismo tiempo el grado de fantasía de sus conocimientos y el grado de peligro relativos a este ámbito, y hacer retroceder el proceso de enlace doble.
Pero en las relaciones humanas, y especialmente en el plano interestatal de las mismas, los peligros a los que está expuesto el hombre siguen siendo tan grandes y casi tan incontrolables como en épocas pretéritas. En este campo el movimiento circular que en sociedades de épocas anteriores podía apreciarse tanto en la relación de estas con la naturaleza no humana como en sus mutuas relaciones sociales, no ha perdido ni un ápice de fuerza. Puede resultar útil recordar las características estructurales de este movimiento circular, tal como fueron descritas antes: «Un elevado grado de exposición a los peligros de un proceso incrementa el aspecto emocional de las reacciones humanas. Una actuación poco realista inducida por emociones intensas reduce la oportunidad de adquirir dominio sobre el proceso critico».
Muchas veces se asume que la tendencia al escalamiento inmanente al proceso de enlace doble que tiene lugar en el plano de las relaciones interestatales puede ser enmendada abandonando únicamente las armas materiales. Pero las armas ideológicas o, más en general, las doctrinas cargadas de emociones que cada uno de los rivales profesa hacia el otro no contribuyen en menor medida a mantener en funcionamiento el proceso que la espiral del desarrollo del armamento material. Un relajamiento del proceso de enlace doble, que tal vez sea posible precisamente porque el temor a las bombas sea mayor que el temor y odio al enemigo, requerirá, en el mejor de los casos, mucho tiempo; pues tal relajamiento exige como condición previa un cambio de mentalidad de ambas partes, un nivel más elevado de distanciamiento y dominio sobre uno mismo en el trato con el otro bando. Pero también es preciso que, al mismo tiempo, se comprenda el hecho de que los cambios de las actitudes humanas no ocurren en un vacío social, no se producen, ni pueden producirse, únicamente como resultado de una decisión voluntaria. Si el peligro que un grupo humano representa para otro es elevado, lo más probable es que también sea elevado el grado de emocionalidad del pensamiento, su contenido fantástico. Si la carga de fantasías del pensamiento y los conocimientos es elevada y, por ende, su ajustamiento a la realidad es bajo, también será reducida la capacidad de ambos bandos para controlar la situación, con lo cual el peligro y temor mutuos se mantendrán en un nivel elevado, y así ad infinitum.
El punto capital de todo esto es la circularidad no planeada de este proceso. Puede, pues, ser de alguna ayuda dirigir la atención sobre ese punto, pues el criterio que predomina en el enfoque de estos asuntos es absolutamente voluntarista, crea la impresión de que estas cuestiones pueden ser arregladas aquí y ahora mediante un acto voluntario. Para la mayoría de la gente todavía es difícil comprender el aspecto sociológico de los procesos interestatales —al igual que el de otros procesos—, su peculiar característica de proceso ciego y, a menudo, no deseado. Así, todavía se tiende a pensar que una catástrofe del tipo de una guerra sólo puede producirse si alguien tiene la intención de que se produzca. El camino, no planeado, hacia la guerra atómica, sigue siendo algo más o menos incomprensible porque las teorías sociológicas carecen de procesos no planeados que les sirvan de medios de orientación, o, cuando estos están a su alcance, apenas distinguen entre procesos sociales y procesos naturales, y salpican los primeros con ideologías particulares. Como ya se ha dicho, actualmente casi todas las doctrinas sociales, casi todos los programas de acción social y no pocas teorías sociológicas se adhieren al supuesto de que todo lo que sucede en las sociedades humanas puede explicarse a partir de acciones voluntarias, de actos y decisiones intencionados de individuos o grupos de personas. Muchos sistemas sociales, multitud de ismos están elaborados según ese patrón. Las emociones que despiertan, el entusiasmo o también la repulsa y el odio pueden, de hecho, ser muy intensos. Bastante a menudo su contenido fantástico supera en mucho su grado de ajustamiento a la realidad. En este plano de nuestras sociedades, en el cual los peligros son enormes y casi incontrolables, los patrones sociales no sólo permiten, sino que incluso exigen, un fuerte compromiso emocional, una elevada carga emocional del pensamiento, un menor dominio de las emociones personales tanto en la práctica social como en los medios de referencia ligados a esta. Y, por consiguiente, igualmente escasa es la capacidad de controlar los procesos sociales mantenidos en funcionamiento por el encadenamiento de esta práctica con su efecto de bumerang sobre los propios actores.
La estructura voluntarista de algunas doctrinas sociales y teorías sociológicas, es decir, la tendencia predominante a interpretar los procesos sociales no planeados como procesos que llevarán en último término a la satisfacción de los deseos de una de las partes, al cumplimiento de aquello que uno u otro bandos ansían y planean, posee en muchos aspectos una sorprendente similitud con la manera de pensar y actuar de aquellas sociedades iniciales que llamamos animistas o magicomíticas. Sólo que en el caso de estas últimas las formas altamente comprometidas de conocimiento y práctica social eran uniformes. Para los hombres de esas sociedades el grado de peligrosidad de sus relaciones con la «naturaleza» y el de sus relaciones humanas eran igualmente elevados. Como ya se ha dicho, la capacidad elemental del ser humano para conjurar los peligros a los que está expuesto mediante el recurso a sueños y fantasías hace posible que, en ese nivel, crean que con sus propios actos intencionados y voluntarios —con prácticas mágicas— pueden ejercer influencia aquí y ahora sobre procesos naturales y sociales, y en la misma medida sobre ambos. Los miembros de las sociedades estatales más adelantadas de nuestro tiempo han aprendido, como herederos de un largo proceso de desarrollo, otras maneras de dominar fenómenos naturales. Han aprendido que un mayor distanciamiento y dominio sobre uno mismo, un estudio de la estructura inmanente de los procesos naturales y una momentánea renuncia a los sueños ofrecen mayores oportunidades de éxito que las prácticas mágicas, que, si bien es cierto que emocionalmente son mucho más satisfactorias y prometen una ayuda inmediata contra todo tipo de peligros, no pueden cumplir sus promesas a no ser por azar.
Por lo general, los miembros de los Estados nacionales industrializados más adelantados ven en su estrategia para la reducción del nivel de peligrosidad de los fenómenos no humanos un simple resultado de sus propias capacidades intelectuales. No atribuyen esta disminución de los peligros no humanos a su posición relativamente tardía dentro del desarrollo de los medios de referencia y de la correspondiente práctica ante la «naturaleza», sino a su propia capacidad de pensar y, sobre todo, a su propia racionalidad. Esta manera de ver el grado relativamente elevado de ajustamiento a la realidad y control de peligros en el campo de los fenómenos naturales hace que el hombre actual sea incapaz de advertir que el ajustamiento a la realidad de sus conceptos y su capacidad para controlar los peligros no se encuentran al mismo nivel en todos los ámbitos de su vida. Cuando se interpreta este mayor ajustamiento a la realidad y este mayor control de los peligros como un resultado de la propia «racionalidad», se impone la idea de que, puesto que en las relaciones del ser humano con la «naturaleza» el modo de adquirir conocimientos y la estrategia práctica que se poseen actualmente son «racionales», también lo son en las relaciones intergrupales e interpersonales. El hecho de tildar de «racionales» las actitudes contemporáneas hacia la «naturaleza» sugiere que las sociedades de una etapa anterior, con sus concepciones animistas, eran «irracionales», y que todos los miembros de las sociedades más desarrolladas son racionales.
El modo conceptual en que habitualmente se comprende este problema no permite, en otras palabras, una comprobación clara del hecho de que el círculo vicioso que en un principio abarcaba todos los planos de la existencia humana —tanto el plano que llamamos «naturaleza», como aquel otro que denominamos «sociedad»— ha podido ser controlado en lo concerniente a la «naturaleza», pero no, o sólo en muy escasa medida, en lo concerniente a la «sociedad». La fuerza del enlace doble continúa prácticamente intacta en la convivencia social del ser humano y especialmente en el plano interestatal, En este plano continúa siendo virulento, y en muy gran medida incontrolable, el movimiento en el que una capacidad relativamente baja para controlar procesos peligrosos que amenazan la supervivencia y el bienestar del hombre —es decir, una capacidad para actuar de forma ajustada a la realidad— y una reducida capacidad para pensar de modo distanciado para sofocar las emociones y las fantasías, alejar los deseos inmediatos y las fantasías del pensar y el actuar, se refuerzan y mantienen mutuamente; por consiguiente, virulentos e incontrolables son también los peligros que los hombres representan los unos para los otros. De hecho, observando el enlace doble que ata a los seres humanos de nuestros días sobre todo en el plano interestatal, se comprende mejor el enlace doble en que las personas de etapas anteriores estaban atrapadas en todos los planos de sus vidas. Aquí, en el plano interestatal, todavía hoy se refuerzan y a menudo se incrementan mutuamente una escasa capacidad de los implicados de controlar la dinámica del desarrollo del proceso y un apenas refrenado predominio de modos de pensar emocionales, comprometidos, que remiten al yo y al nosotros. La situación se hace aún más difícil por cuanto en este ámbito el carácter fantasioso, marcadamente emocional y egocéntrico, de las ideas directrices no se reconoce como tal. La idea de que el ser humano es absolutamente racional actúa como barrera.